Al primer día de mi estadía en la hiperpoblada ciudad de Seúl me dirijo al distrito Gangnam-gu, y me interno en el inmenso Coex Mall- algo así como un Shopping de 85 mil metros cuadrados-. Después de recorrerlo exhaustivamente, de ver tiendas asombrosas, un acuario gigante, el “Game Champ” –una sala inmensa donde cualquiera puede jugar videojuegos gratis y donde hay campeonatos que se transmiten a toda Asia- y de atiborrarme en el museo del kimchi (comida local picante a base de vegetales) doy por fin con uno de los principales objetivos de mi viaje: el parque temático Pucca. Ya había oído sobre sus divertidas atracciones, sus grandes e impresionantes salas, su polo ártico de nieve y hielo artificiales, su bosque de juncos; pero nunca me imaginé que me encontraría con algo así. Ni bien llego me llama la atención que todas, pero absolutamente todas las personas allí presentes están disfrazadas. Es decir, todos son Pucca o Garu, todos tienen cuerpos pequeños y enormes y ovaladas cabezas de almidón. No hay niños en ningún sitio, y al poco rato de recorrer caigo en la cuenta de que yo, al no tener disfraz, debo de llamar la atención especialmente. Empiezo a sentirme incómodo, y me asalta la sospecha de que quizá alguno de los indiscernibles carteles de la entrada del local prohíbe el ingreso sin disfraz. Cuando veo a un Garu afilando un sable samurai real sobre una piedra giratoria, decido retirarme presuroso.
La comida coreana es indiscernible, picante, agridulce, acuosa, chiclosa, crujiente, rugosa y/o viscosa. Es imposible establecer si lo que uno come es animal, vegetal o mineral, y se necesita un auténtico guía gastronómico para saber qué cuernos le está metiendo uno al organismo, y cuál opción de la variada oferta es “comestible” para un ser humano. Entrando a un local de comida rápida, elegido al azar y repleto de moscas, me convenzo rápidamente de que me metí en el lugar equivocado. El mesero-cocinero tiene una cicatriz que va desde su oreja a la comisura de su boca. Uno de los comensales, gordo, calvo y sudoroso se inclina sobre una sopa en la que flotan cubos verdes; compruebo que por su cabeza le camina lentamente un ciempiés, se le franelea en la calva. No logro ver la cara del segundo de los comensales, pero tiene los brazos íntegramente tatuados y hace un ruido horrendo al engullir su alimento.
Pido un Sannakji, y con presteza inconcebible el mesero me sirve un plato de pulpos recién cortados, con varios de sus tentáculos aún en movimiento. De golpe, llega alguien de la calle, se planta frente al gordo-pelado y le dice en perfecto coreano que su hermana es una “barata”, que le debe 400 mil won y que se haga cargo. La negativa del gordo lo lleva a tomar un mortero de la cocina y aplastárselo directamente en el cráneo. El gordo queda tumbado sobre su bandeja, dejando caer sobre ella su masa encefálica. En ese momento me doy cuenta de que la condimentada amalgama tentacular de mi plato está creciendo, que cobra la forma de un pulpo más grande que palpita y crece cada vez más. Me mira directamente a los ojos y me dice ¡en español! que los periodistas somos los únicos responsables de la masacre de Kwang-ju. Escapo a la calle y el pulpo, ya monstruoso, me persigue. En un tentáculo lleva un martillo, en otro, un mando de Nintendo wii. Corriendo por las avenidas, tratando de no mirar atrás, compruebo que también me siguen grandes y rodantes erizos, algunos “Garus” con katanas y un equipo femenino de handball. Atravieso un barrio de policías y proxenetas, paso por un umbral de ornamentos navideños y desemboco en un terreno baldío repleto de niñas muertas. Continúo corriendo.
De alguna manera, termino en un descampado y logro llegar hasta un santuario flotante, en medio de un gran lago. Trastabillando, exhausto, me dirijo al monje que allí yace, caigo a sus pies y le cuento desesperadamente todas las vicisitudes recientes que me aquejan y doscientas más; jadeante y sudoroso, escupo mis últimas palabras: “¡La luz, el estrépito, el horror... el horror!”. Con serenidad budista pero sin disimular una mueca, me responde conciso: “la televisión te está fundiendo el cerebro”.
Publicado en Brecha el 29/12/2012
La comida coreana es indiscernible, picante, agridulce, acuosa, chiclosa, crujiente, rugosa y/o viscosa. Es imposible establecer si lo que uno come es animal, vegetal o mineral, y se necesita un auténtico guía gastronómico para saber qué cuernos le está metiendo uno al organismo, y cuál opción de la variada oferta es “comestible” para un ser humano. Entrando a un local de comida rápida, elegido al azar y repleto de moscas, me convenzo rápidamente de que me metí en el lugar equivocado. El mesero-cocinero tiene una cicatriz que va desde su oreja a la comisura de su boca. Uno de los comensales, gordo, calvo y sudoroso se inclina sobre una sopa en la que flotan cubos verdes; compruebo que por su cabeza le camina lentamente un ciempiés, se le franelea en la calva. No logro ver la cara del segundo de los comensales, pero tiene los brazos íntegramente tatuados y hace un ruido horrendo al engullir su alimento.
Pido un Sannakji, y con presteza inconcebible el mesero me sirve un plato de pulpos recién cortados, con varios de sus tentáculos aún en movimiento. De golpe, llega alguien de la calle, se planta frente al gordo-pelado y le dice en perfecto coreano que su hermana es una “barata”, que le debe 400 mil won y que se haga cargo. La negativa del gordo lo lleva a tomar un mortero de la cocina y aplastárselo directamente en el cráneo. El gordo queda tumbado sobre su bandeja, dejando caer sobre ella su masa encefálica. En ese momento me doy cuenta de que la condimentada amalgama tentacular de mi plato está creciendo, que cobra la forma de un pulpo más grande que palpita y crece cada vez más. Me mira directamente a los ojos y me dice ¡en español! que los periodistas somos los únicos responsables de la masacre de Kwang-ju. Escapo a la calle y el pulpo, ya monstruoso, me persigue. En un tentáculo lleva un martillo, en otro, un mando de Nintendo wii. Corriendo por las avenidas, tratando de no mirar atrás, compruebo que también me siguen grandes y rodantes erizos, algunos “Garus” con katanas y un equipo femenino de handball. Atravieso un barrio de policías y proxenetas, paso por un umbral de ornamentos navideños y desemboco en un terreno baldío repleto de niñas muertas. Continúo corriendo.
De alguna manera, termino en un descampado y logro llegar hasta un santuario flotante, en medio de un gran lago. Trastabillando, exhausto, me dirijo al monje que allí yace, caigo a sus pies y le cuento desesperadamente todas las vicisitudes recientes que me aquejan y doscientas más; jadeante y sudoroso, escupo mis últimas palabras: “¡La luz, el estrépito, el horror... el horror!”. Con serenidad budista pero sin disimular una mueca, me responde conciso: “la televisión te está fundiendo el cerebro”.
Publicado en Brecha el 29/12/2012