lunes, 30 de septiembre de 2013

¿Quiénes *&$%! son los Miller? (We're the Millers, Rawson Marshall Thurber, 2013)

Una *&$%! sorpresa 

Un dealer de marihuana de poca monta (Jason Sudeikis, de Quiero matar a mi jefe) sufre un golpe de mala suerte por el cual toda su mercancía y sus ahorros son robados, y para reparar la deuda con su excéntrico proveedor (Ed Helms, uno de los protagonistas de ¿Qué pasó ayer?) debe aceptar el encargo de trasladar a través de la frontera con México un cargamento de marihuana, escondido en una casa rodante. Para pasar desapercibido, improvisa una “familia” con su vecina stripper (Jennifer Aniston de Friends) otro vecino nerd (Will Poulter, el de Son of Rambow) y una adolescente fugitiva (la hiperactiva Emma Roberts, que con 22 años ya figura en el elenco de 31 películas y series). Es así que se presenta una comedia en forma de road movie, con la tensión muy bien llevada y la infaltable evolución personal que tiene lugar en esta clase de películas. 
Aunque la coherencia interna del guión no resista el más mínimo análisis, el director de Bolas en juego logra plasmar aquí una efectiva sucesión de escenas y chistes en los que se alterna lo moralmente incorrecto, lo disparatado, lo directamente perverso y hasta lo escatológico de vez en cuando. Un paquete de marihuana al que se hace pasar por bebé, un intento de robo interpretado como sugerencia de intercambio swinger, un oficial de policía corrupto que como soborno exige una fellatio masculina. Estas y otras ocurrencias están brillantemente resueltas y son bien dosificadas a lo largo de la película, de modo que la carcajada casi continua está asegurada. El libreto es lo suficientemente dinámico como para que los giros de la trama ocurran lo más abreviadamente posible y que la verdadera sustancia –la interacción en esta familia improvisada y sus encuentros con otros- se exprese. Los actores principales están todos muy bien y componen personajes queribles y memorables y hasta una buena cantidad de secundarios tienen apariciones sumamente sólidas, como los integrantes de la familia Fitzgerald, ligados a la corrección política norteamericana y, para colmo, al departamento de narcóticos. 
Sin dudas lo más cuestionable de la película es la visión de México y los latinos en general. Digamos que hace falta ser blanco y estadounidense para tener un personaje digno de simpatía e interés, que los villanos más temibles son todos mexicanos, que una vez atravesada la frontera hacia el Sur, el mundo se vuelve un lugar realmente inhóspito. Olvidando este detalle, la película divierte y cumple sobradamente con sus cometidos; ¿Quién *&$%! son los Miller? seguramente sea la comedia americana más entrañable y entretenida de este año.

*Publicado en Brecha el 20/9/2013

viernes, 27 de septiembre de 2013

La noche del demonio 2 (Insidious 2, James Wan, 2013)

Más miedo 

Está claro que los tituladores latinoamericanos no ven las películas, porque de haber sido así no habrían cambiado el título original "Insidious" de la primera entrega por "La noche del demonio". En su momento ya explicamos que la acción transcurría durante varias noches (y varios días) y que, si bien había una presencia demoníaca, no se trataba de algo central sino una entre varias apariciones extraterrenales que acosaban a los protagonistas. En esta segunda parte ni siquiera hay presencia demoníaca, así que, ni noche, ni demonio. A lo único que le pegaron fue al 2. 
James Wan es un director malayo de raíces chinas que creció en Australia, y que hasta hoy sólo se ha desempeñado filmando efectivas y muy logradas películas de terror: El juego del miedo (la primera de la serie; la visible), Dead silence, Death sentence, y las notables Insidious y El conjuro, (esta última aún está en carteleras, por lo que se da la extrañísima situación de que hoy se proyecten dos películas de terror del mismo director simultáneamente). Wan ya avisó publicamente que con este filme se retiraba del género, lo cual no es necesariamente una mala noticia ya que quizá podamos ver su inventiva y sus climas volcados en obras aún más personales. 
Aquí la anécdota comienza donde terminaba la anterior: el padre de la familia Lambert se encuentra poseído por una entidad maléfica que pretende utilizarlo para acabar con los suyos, y tanto su madre como su esposa inician una pesquisa para averiguar qué terrible historia del pasado es la causa de las amenazas y los acosos fantasmagóricos. Si la anécdota no es en absoluto original, está en el impecable pulso de Wan la razón de que las atmósferas sean perfectamente opresivas, y los sustos efectivos en su totalidad. 
Quienes hayan visto El conjuro o la entrega precedente ya sabrán dónde están los puntos fuertes: en los impecables decorados y en la puesta en escena, en la dirección de actores, en las cámaras inmersivas que se desplazan cadenciosas por las habitaciones, como si las mismas fuesen una presencia amenazante o una potencial víctima. El fuera de campo es justamente lo que más miedo da y lo que se ve parcialmente, lo más incómodo y revulsivo. Una opresiva entrada de los protagonistas dentro de una habitación clausurada en la que se alinean quince cadáveres en butacas y tapados con sábanas despierta fascinación y rechazo simultáneos, proponiendo un atípico reflejo de la sala de cine en la que el espectador se encuentra sentado. 
La desventaja es que hay secuencias que remiten a sucesos que ocurrieron en la entrega anterior, pequeños guiños para los que tienen presentes los acontecimientos precedentes, como si el guión hubiese sido diseñado para calzar perfectamente con el otro, con tramos que en realidad no agregan demasiado a la trama actual. Quizá hubiese sido mejor que, aún siendo una secuela, la película se cerrase en sí misma y que pudiera ser íntegramente aprehensible para quienes no vieron la otra, o no la recuerdan del todo bien.

Publicado en Brecha el 27/8/2013

martes, 24 de septiembre de 2013

Últimos tramos de Breaking Bad

Una serpiente que se mordió la cola 



Era esperable. Los que siguieron hasta este momento la serie Breaking Bad podían verse venir este final. Un imperio de la droga se había erigido en base a ocultamientos varios, mentiras, asesinatos; el padre responsable, el profesional universitario buen amigo y mejor vecino, se había convertido en un narcotraficante de los pesados manipulando y utilizando a otra gente, traicionándola, eliminando a sus enemigos y convirtiéndose en uno aún peor que ellos. Walter White, el otrora profesor de química que empezaba a cocinar cristales de metaanfetaminas para costear su propia quimioterapia y sustentar a su familia acabó transformándose en un demonio. Los que siguieron durante cinco temporadas este proceso sabían que esto podría terminar así: los lazos afectivos destrozados, las lealtades desarticuladas, las amistades deshechas, el imperio desmantelado; el rey desnudo ante los suyos y ante las autoridades. Sabían que una carrera desbocada en una única dirección podía encontrarse con un tabique, un muro contra el cual el bólido sólo podría impactar hasta convertirse en polvo, o verse obligado a colocar freno de mano y reversa, causando daños irreparables en la carrocería. 
Y aquí está, la hermosa destrucción. Duele verla, duele hasta en los huesos, pero quizá era esto lo que queríamos: un gran ascenso merecía una precipitada caída, de similar intensidad. Horas y más horas de suspenso sustentados en una desmesurada ambición y en delirios de grandeza, muertos y más muertos cimentando el terreno desde el cual siempre se veía el momento y las urgencias inmediatas, y no tanto el sórdido camino recorrido. Ese trecho por el cual los personajes se fueron cada vez más al carajo; desde aquellos primeros capítulos en los que decidieron deshacerse de cadáveres disolviéndolos en ácido fueron descendiendo cada vez más peldaños, causando estragos, rompiendo todo y mal, arrastrando a otros a un desenfreno enfermizo. 
Y ahí está lo genial, en que el creador Vince Gillighan nos hacía creer que durante el proceso no tenían otra opción, que se encontraban cercados por las circunstancias, que sus decisiones eran lógicas, racionales, que la desgracia los había señalado arrastrándolos hacia derroteros poco deseables, cuando en realidad ellos elegían estar allí, cuando decidían seguir en el juego pese a los golpes y las trampas, y optaban por doblar sus apuestas con risas maliciosas. 
El arrepentimiento no corresponde cuando la rosca se dio con ganas. Ahora es matar o morir, desangrarse pero manteniéndose firme y con lo poco de dignidad que reste, recibiendo un infierno y dando cien más. Breaking bad está prendida fuego, estalla en sus últimos e incandescentes estertores, y los televidentes lo agradecemos, impactados. La vamos a extrañar, vamos a extrañar a Walter, a Hank, a Pinkman, a Skyler y a Saul. Vamos a extrañar quererlos y odiarlos al mismo tiempo, y por supuesto, vamos a extrañar colocarnos en los pies de Heisenberg, entrañable padre de familia y a su vez rastrero e inescrupuloso narcotraficante.

Publicado en Brecha el 20/9/2013

domingo, 15 de septiembre de 2013

El ataque (White house down, Roland Emmerich, 2013)

Invasión al inmueble


Los traductores suelen ser geniales. Cuando hace dos meses se estrenaba la película Olympus has fallen, los tituladores rioplatenses decidieron llamarla Ataque a la Casa Blanca. Hoy, llegada la nueva película del subgénero de “ataques terroristas a la casa blanca con secuestro de presidente” llamada originalmente White house down, decidieron que, como no podían titular de la misma manera dos filmes estrenados con tan poco tiempo de separación, debían ponerle solamente El ataque.
Y sí, efectivamente salió otra película más de embestida contra la casa blanca: terroristas, secuestro, un guardia de seguridad que a su vez es el héroe, un niño que merodea suelto como para agregar tensión al asunto (acá es una niña), muchos tiros y el protagonista escondido que se dedica a eliminar a los malos uno a uno, a lo Duro de matar. Los puntos en común con su predecesora son demasiados y uno ya empieza a sospechar de robo de ideas, de hackers de una productora birlándose los guiones de la otra, de datos filtrados y de una carrera por finalizar la posproducción antes. Pero para qué: no hay un ápice de originalidad ni en una película ni en la otra.
Está claro que lo que le va al director alemán Roland Emmerich es la destrucción: Día de la independencia, Godzilla, El día después de mañana, 2012. Pero a diferencia de su colega Michael Bay, el hombre sabe contar una historia, mantener un ritmo digno y, en este caso en particular, hacer que los 150 millones de dólares de presupuesto aparenten estar bien distribuidos. El problema es que El ataque recurre en demasía a los estereotipos (la adolescente sabelotodo, el guardia de seguridad atento y servicial, el terrorista irritable, el hacker demente) y a la emoción impostada (sin ir más lejos el viaje en helicóptero final, con personajes que deberían estar exhaustos y necesitados de primeros auxilios no tiene sentido alguno).
El presidente, encarnado por Jaime Foxx, viene de hacer esfuerzos denodados por el retiro inmediato de tropas de Afganistán y por la paz en Oriente Medio (no, evidentemente no es Obama) y acá los malos de turno son ultraderechistas y psicópatas varios. Todo este rollo correcto y progre parecería compensar la majadería de estandartes, símbolos patrios, del exabrupto de la caída de la Casa Blanca como símbolo del fin de los tiempos y del mismísimo presidente de los Estados Unidos como defensor del día, con metralleta y lanzamisiles incluido. El ataque es de esas películas que quizá sirvan para pasar el rato, pero que cuando terminan dejan un imperante gusto a nada, a espectáculo perfectamente frívolo e intrascendente, a llana pérdida de tiempo.

Publicado en Brecha el 15/8/2013

domingo, 8 de septiembre de 2013

Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993)

Volver al parque 


El buen cine no envejece. Ya pasaron veinte años desde el estreno de Jurassic Park y en su reestreno hoy, la película transmite la misma libertad, la creatividad, el empuje que la caracterizó en su momento. La superproducción de Spielberg de 63 millones de dólares (ajustados a la inflación, hoy serían 102) supo impactar a varias generaciones y regaló secuencias que nunca podrían quitarse de las retinas, y es llamativo que hoy ningún elemento de su laboriosa concepción pareciera haber envejecido. Si bien conviene señalar defectos que en su momento tuvo y que hoy sigue teniendo, también corresponde resaltar sus importantes aciertos. 
En las reseñas y análisis cinematográficos suele evitar escribirse sobre los efectos visuales, pero para este caso particular, no explayarse en este punto sería una grave omisión. Spielberg tanteó en su momento las diferentes técnicas de animación para dar con la forma más adecuada para emular lo que sería un dinosaurio real, y así fue que exploró las diversas formas de títeres y marionetas, la stop-motion -animación cuadro por cuadro, a menudo concebida con muñecos de plastiscina- los animatronics -animación generada mediante trajes especiales con sensores que permiten reproducir por computadora el movimiento de un ser vivo tal cual es- y la animación CGI generada por computadora. La conclusión a la que se llegó es que las técnicas eran todas útiles y que a todas podia echarse mano, e incluso aventurar una combinación de varias de ellas. 
Durante los preparativos, el veterano animador Phil Tippett se pasó diseñando modelos de dinosaurios en stop-motion, pero se sintió sumamante decepcionado al ver que finalmente ninguna de sus criaturas sería usada en el filme. Había investigado el movimiento de los animales y volcado pacientemente los conocimientos adquiridos en sus modelos. Pero ellos no se veían como algo convincente a la hora de filmarlos directamente, por lo cual se decidió utilizar esta experiencia para crear varias armazones articuladas -una por cada dinosaurio- y manipularlas como si fuesen figuras de stop-motion. Estas armazones habían sido previamente construidas con sensores de movimiento, de modo que la animación reproducida en la computadora obedecía a los movimientos que se le daban a esa armazón. El resultado fue excepcional; los dinosaurios fueron dotados de la inmediatez del stop-motion, del realismo de la animación captada mediante animatronics y de la fluidez del CGI. Esta combinación despertaría en los espectadores sensaciones únicas: la vivencia imposible de ser perseguido en auto por un tiranosaurio rex, o de ser acechado por velociraptors a lo largo de una gran cocina. 
A nivel argumental, se veía en su momento como algo novedoso la idea de clonar un ser vivo a partir de una partícula de su ADN. Aunque la idea de que un mosquito pudiese conservarse fosilizado durante millones de años con sangre de dinosaurio en su interior, y que esa sangre se mantuviera inalterada en su composición química puede sonar un tanto increíble. Pero de todos modos la idea acercaba a la película al terreno de la ciencia ficción, dotándola de un sustento firme al punto de que hoy, pasadas dos décadas, no suene a llano delirio. Es decir, en un mundo actual en que un dentista millonario pretende clonar a John Lennon a partir de uno de sus dientes, la idea de clonar un dinosaurio no parecería hoy algo tan disparatado. 
Los velociraptors, verdaderas estrellas del film, en el período cretácico no sobrepasaban el tamaño de un pavo, por lo que quizá llegarían a la cintura de un hombre. Pero se optó aquí por quintuplicarlos en su tamaño, creando así imponentes amenazas. Aún inventando varias de las características de los dinosaurios -los dilofosaurios por ejemplo no escupían fluidos venenosos- la película dosifica información sobre sus formas de atacar, sobre su percepción, que más adelante son explotadas en plena acción. Una forma de hacer que el espectador asimile datos y pueda pensarlos después, aplicándolos a lo que es visto en pantalla. En este sentido, Jurassic Park se diferencia de la mayoría de las películas de acción, mucho más superficiales y carentes de una lógica interna sólida. 
Quizá el punto más flojo de la película, -así como el de la mayoría de las de Spielberg- es el trazado de personajes, más bien estereotipados y carentes de psicología. El que está mejor es Jeff Goldblum interpretando a un matemático nihilista, un antipático defensor de la teoría del caos que se carga a la antropóloga (Laura Dern) y que finalmente parecería tener la razón en cada uno de sus dichos. En cambio el peor delineado es sin dudas el traicionero villano interpretado por Wayne Knight, gordo y desagradable, ambicioso, holgazán y negligente, un personaje al que le tocó encarnar el "factor humano" (o todo lo malo del ser humano) que desencadenaría la debacle. Pero quizá en un entretenimiento de aventuras no corresponde poner demasiado énfasis en este aspecto. 
Si la narrativa es ágil e interesante -a pesar de la enorme cantidad de diálogos y discusiones éticas- la puesta en escena es directamente grandiosa y todo se orquesta notablemente para construir suspenso. La inmersiva llegada del helicóptero a la isla, con la inconfundible música de John Williams es un soplo de aire fresco que retrotrae a un cine de aventuras clásico, lineal, desentendido de ataduras creativas y de giros de guión constantes. 
La infantil y fascinada mirada de Spielberg respecto a la evolución de la tecnología aplicada a la ciencia se ve reflejada en el encanto de los niños y los científicos al descubrir una realidad nueva. Pero la sucesión de acontecimientos, la catástrofe que se impone, es una forma de afirmar que esta no puede quedar a merced de los caprichos de unos pocos. En su perfecta necedad, el hombre puede ocasionar incluso su propia destrucción.

Publicado en Brecha el 6/9/2013

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Un lugar donde refugiarse (Safe haven, Lasse Hallström, 2013)

Basta de majadería

Hay que ver lo insulso, repetitivo, inverosímil y aburrido que puede volverse un drama romántico filmado en Hollywood. Acá tenemos al enésimo enlatado de chica que conoce chico, en entorno amable y paradisíaco. Ella (Julianne Hough, una versión insalubre de Jennifer Anniston) prófuga de la justicia pero de buen corazón, chica risueña que atravesó malas experiencias, va a parar a un pueblito tranquilo, de gente agradable, en el que sin dificultad alguna obtiene un trabajo y puede alquilar una cabaña a orillas del mar. Para mejor, conoce a un buen partido (Josh Duhamel) el típico tipo lindo, buena persona, atento y maduro, que casualmente atravesó también infortunios recientes. Como para dar muestras de que es un hombre serio, es además un joven padre que se hace cargo solo de dos críos, luego de la muerte de su esposa.
Hay que ver los recursos baratos integrados como para intentar acercar este meloso pastiche al thriller: la casa filmada desde tomas distantes, los sonidos en la noche, las falsas alarmas, las esporádicas apariciones de oficiales de policía. Todos artificios a los que se echa mano pretendiendo aportarle algo de suspenso a una trama intrascendente.
Un tono empalagoso y bobalicón recorre toda la película y son presentados personajes carentes de profundidad psicológica: a la protagonista no le cuesta nada enamorarse y confiar en un hombre al poco tiempo de haber salido de una relación violenta y traumática; el viudo da muestras de haber superado plenamente el reciente fallecimiento de su esposa, y los hijos de él aceptan más tarde a la nueva integrante de la familia sin dar muestras de celos ni de molestia alguna. No hay matices, no hay conflictos internos, no hay dudas, sólo sentimientos inmaculados, puros, unidireccionales. Probablemente como consecuencia de esto y de la mala dirección de actores, la “química” entre los personajes, -ese encanto peculiar tan difícil de construir- se vuelve inexistente.
Cabe preguntarse si al director sueco Lasse Hallström le estará irrigando bien la sangre al cerebro, porque últimamente sólo ha filmado cosas intragables. Parece mentira que un director que supo hacer un par de buenas películas en su país natal y alguna más en Estados Unidos (Quién ama a Gilbert Grape, Las reglas de la vida), haya perdido hoy cualquier atisbo de inquietud, gracia o creatividad. 
Quizá el único mérito de esta película es que integra dos vueltas de tuerca, de esas que resignifican sustancialmente la trama, una a la mitad del metraje y otra al final, que no se ven venir. Pero finalmente quedan como dos pequeños puntos aislados que de ninguna manera podrían mejorar una película cuya calidad serpea constantemente a niveles subterráneos.

Publicado en Brecha el 30/8/2013