jueves, 30 de abril de 2020

Las mejores películas (XXXI)

La cuarentena logró algunos milagros; entre ellos, que volviera a postear una entrada de "las mejores películas", esta vez circunscribiéndolas a lo mejor que pude ver en este último mes. Es lo que tiene el encierro; uno puede llegar a ponerse aún más cinéfago que de costumbre. 
Otra novedad es el usuario que inicié en Letterboxd, donde comencé a publicar listados más específicos y hasta pequeñas reseñas. Tengo que admitir que es una muy buena plataforma cinéfila.

Acá el listado, por orden de interés:

System Crasher (Nora Fingscheidt, Alemania). 

El término alemán Systemsprenger refiere a aquellos niños que rompen con todos los métodos de contención formalmente estipulados, casos excepcionales de ingobernabilidad extrema. Benni es incorregible, con traumas profundos y episodios frecuentes de psicosis, como una Antoine Doinel hiperviolenta y de anfetaminas, demasiado chica para la reclusión y sistemáticamente rechazada por todos los reformatorios de la zona. La actriz es increíble, y la película logra una participación y un grado de empatía que llevan a que uno ansíe constantemente un desenlace mínimamente esperanzador. 

The World of Us (Yoon Ga-Eun, Corea del Sur). 

Me hizo acordar a ¿Dónde está la casa de mi amigo?, en el sentido en que muestra a la infancia como un mundo bien alejado de esa imagen idílica y libre de problemas que solemos evocar. Con una historia sencilla, la película retrotrae a salones de clase hostiles, a crueldades cotidianas y a las responsabilidades que todos debimos afrontar, tanto dentro de casa como en la interacción con nuestros pares. Ser adulto es un alivio. 

Detroit (Kathryn Bigelow, Estados Unidos). 

Hay que ver la cantidad de boludeces que suelen estar nominadas a los Óscar, y ésta, que se merecería media docena de nominaciones, fue totalmente ignorada. Es difícil de entender: trata el tema del racismo y fue dirigida por LA directora consagrada por la academia. Pero se nota que los votantes son muy sensibles, y esta imponente recreación de los hechos sucedidos en el Hotel Algiers en el verano del 67 ofrece una hora y media de tensión brutal, un trago quizás demasiado cargado de duro realismo para los electores de La forma del agua y Jojo Rabbit

Peterloo (Mike Leigh, Reino Unido).

El grotesco de los personajes, lejos de acercarlos a caricaturas estereotipadas, los vuelve más humanos y creíbles. Hay que ver los alucinantes detalles históricos en los que se enfoca Mike Leigh, la comida, el interior de las viviendas, ciertos trabajos manuales (un periódico es impreso hoja por hoja). Leigh desde hace décadas que es el más grande de los directores británicos (y sin dudas, de los mejores directores de actores del mundo), y Peterloo está a la altura de todo lo que ha hecho hasta hoy. 

Angels Wear White (Vivian Qu, China).

La temática del abuso sexual infantil es retratada sin amarillismo, evitando obviedades y lugares comunes, y con una narrativa sencilla y lineal que fluye junto a dos niñas (una de 11, otra de 16). La revictimización infinita es la constante en un mundo de mujeres objeto, y la película expone todo esto sugestivamente y sin regodeo alguno. Una Marilyn Monroe gigante utilizada por los turistas, luego cubierta de carteles y finalmente desmantelada y descartada (vale recordar que Marilyn en vida ya había sido abusada sexualmente una y otra vez) es una metáfora poderosísima. 

Booksmart (Olivia Wilde, Estados Unidos).

La regla de que los mejores directores de actores son también actores se cumple perfectamente en este debut en la dirección de Olivia Wilde, en el que saca a relucir a Beanie Feldstein y Kaitlyn Dever, dos actrices que la vienen rompiendo y que está clarísimo que son el futuro de Hollywood. La película es entretenida del carajo, con un guión inteligente, personajes bizarros y queribles y un buen puñado de situaciones extremadamente graciosas. Pero lo mejor de lejos es la química entre ambas protagonistas: plano contraplano, diálogo punzante y una infinidad de matices gestuales dignifican al más vapuleado de los géneros. 

The Nightingale (Jennifer Kent, Australia). 

Jennifer Kent es una directora muy sólida y después de The Babadook, ésta es una prueba de ello. Notable rape & revenge (incluso de lo mejor del subgénero) con una pareja protagonista inolvidable, buenos apuntes históricos, bellos y hostiles parajes y estallidos gore hiperviolentos. Vale la pena realmente.

Ventajas de viajar en tren (Aritz Moreno, España/Francia). 

Una grata sorpresa, en el sentido en que se presenta como una colección de bizarradas (y hasta cierto punto lo es) pero termina siendo coherente y hasta teniendo cierta unidad estética y temática, con escenas sorprendentemente bellas (un asesinato imaginado, con perros de por medio, es increíble) y gran poder de sugerencia. 

Snowtown (Justin Kurzel, Australia). 

Ufff, terror realista, en plan Saló o Funny Games, con imágenes que uno difícilmente pueda borrarse de la cabeza. Supongo que lo más impactante es la base social de la que parte la película, uno de esos cuadros marginales tan bien hechos (onda Ray & Liz) que llegan a transmitir eficazmente la imposibilidad de ascenso social y de escape para ciertos niños. Además, cinematográficamente es un disparate, hay un excelente diálogo entre imágenes alucinadas y oníricas y las voces en off que dan cuenta de hechos horripilantes. Y auch, todo basado en hechos reales y en un asesino serial, el "Manson" australiano. 

viernes, 17 de abril de 2020

Confinamiento y alienación en el cine

La prisión hogareña 

Trapped (Vikramaditya Motwane, 2016)
La insatisfacción, la incomunicación, la soledad, el confinamiento, son realidades que se han ido acentuando en las sociedades urbanas actuales. Aquella idea idílica de que la interconectividad y la globalización potenciarían las facultades humanas de integración y relacionamiento, parece, a la luz de la contemporaneidad, un sueño ingenuo y hasta ridículo. El cine de las últimas décadas ha sabido reflejar la transformación y ciertas crecientes tendencias de aislamiento social. Aquí algunos ejemplos.

Hace ya cuarenta y cinco años David Cronenberg exhibía su primera película de terror, Shivers, en la que la tendencia a la reclusión voluntaria de las clases acomodadas era puesta en relieve. En ella, una invasión de parásitos reptantes –que se parecían nada menos que a heces humanas–, comienza a atacar a los moradores de un lujoso complejo residencial, pero el asunto adquiere tintes inequívocamente cronenbergianos cuando los humanos contaminados se convierten en zombies desbocados de lujuria. No deja de ser llamativo ver a un contigente de clase alta arrojado a relaciones sexuales anárquicas en las que deja de importar género, edad o etnia y que involucra a todos los contaminados. Pero lo más interesante es que el complejo habitacional donde transcurre la acción, que había sido ideado arquitectónicamente para aislar los sonidos y crear un ambiente apacible y confortante, opera en forma contraria a su razón de ser cuando el ataque de los zombies, confinando y causando la incomunicación entre las víctimas. La alienación del individuo en apartamentos compactos se revierte cuando la liberación sexual, en una vuelta del hombre a sus orígenes, que acaba por integrar a perfectos desconocidos en orgías colectivas. 

La película india Trapped juega con el mismo concepto: se trata de un drama de supervivencia extrema, con la particularidad de que el protagonista no es el náufrago en una isla desierta, ni está perdido en una selva o en algún páramo desolado, sino que debe sobrevivir incomunicado y confinado al interior de un rascacielos deshabitado, en pleno centro de Bombay. Sin las posibilidades económicas de alquilar un cuarto, el personaje, empleado de un call center, termina arrendando por bajo costo un apartamento sin muebles en el inmenso Swarg, un complejo de apartamentos que se encuentra temporalmente cerrado por problemas legales. Como el celador no lo vio entrar, nadie sabe de su presencia allí, y habiéndose agotado la batería de su celular, queda enclaustrado por la blindada e infranqueable puerta del apartamento, con la llave del lado de afuera. Puede asomarse al balcón, pero se encuentra tan alto y lejano de la calle que nadie puede verlo ni escuchar sus gritos deseseperados. Sin comida, agua ni electricidad, debe sobrevivir alimentándose de cucarachas, hormigas, palomas y ratas, y hasta construir un cartel escrito con su propia sangre. Quizá lo más terrible del planteo sea su final (siguen spoilers), ya que, cuando el protagonista logra escapar luego de tan arduo y agónico confinamiento, se entera de que ninguno de sus amigos cercanos se percató de su ausencia. 


Pero no es necesario irse tan lejos para encontrar más reflejos de un fenómeno mundial. La película argentina Medianeras es una comedia romántica con una interesante reflexión: quizá dos personas “hechas” el uno para el otro, dos perfectas medias naranjas vivan muy cerca, a tan sólo unos pasos de distancia. De hecho, podrían vivir en dos edificios enfrentados, pero debido a las dinámicas de las grandes urbes, ambos podrían cruzarse una infinidad de veces, sin nunca percatarse el uno del otro. En esta película, tanto Mariana, una talentosa decoradora que acaba de sufrir una separación y vive en un departamento tan desordenado como su psiquis, como Martín, un diseñador web fóbico a casi todo y que trabaja recluido en su monoambiente, sufren la soledad urbana. Sus ventanas están enfrentadas, pero viven en una zona densamente poblada de la ciudad de Buenos Aires. Aunque tuvieran la suerte de verse, ¿de qué forma podrían saber algo del otro, o entablar un diálogo casual? La película desarrolla con interés (aunque también vale decir, con algún subrayado excesivo) temáticas como la dependencia virtual, la influencia de la arquitectura en las personas y las neurosis del mundo moderno. 

La película Canino, del gran director griego Yorgos Lanthimos (Langosta, La favorita), es una alegoría en la que tres hermanos adolescentes pasan confinados en la vivienda paterna. Sus padres los educan con mentiras, inoculándoles miedos y controlándolos desde el mismo lenguaje: a ciertas palabras “conflictivas” que puedan tentarlos de escapar, les inventan definiciones inocuas. La “autopista” es un viento muy fuerte, el “mar” es una silla y “vagina” es una lámpara grande. Así, los muchachos viven bajo un sistema autoritario que, con la excusa de la seguridad, les impone la pérdida de libertades. El resultado es una atrofia mental avanzada entre los muchachos, personas casi adultas con mentalidad de niños pequeños. 

A Touch of Sin, quizá la mejor de las películas del mejor director chino de la actualidad, Jia Zhang-ke, vendría a ser como el Relatos salvajes del país asiático. Al igual que en la película argentina, se exhiben varias historias cuyo eje central es la violencia, pero se trata de una violencia diferente y bastante alejada a la que acostumbramos a ver en el cine de acción y de géneros, ya que está enquistada en lo social, intrínsecamente vinculada a las grandes transiciones ocurridas en lo que va de este siglo, al ensanchamiento de las brechas sociales, a la injusticia. El cine de Jia Zhang-ke es un incomparable registro de las brutales metamorfosis que ha sufrido China, como consecuencia de su incorporación a la economía de mercado en 1978, la cual cambió la cara de los paisajes urbanos radicalmente, con graves perjuicios en el tejido social.

En uno de los episodios, un muchacho joven prueba suerte en diversos trabajos, cada cual más exigente y extenuante. La alienación del chico es extrema: presumiblemente provenga de alguna zona rural y se encuentre a grandes distancias de cualquier hipotético familiar, pero a esto se le agrega el servir dentro de una fábrica –en la que, además, debe sentirse privilegiado de trabajar–- durante interminables jornadas. Cabe decir que este fragmento es, de los cuatro que componen la película, el más triste. Y la violencia ejercida por el muchacho no es, como en los anteriores, hacia otras personas, sino hacia sí mismo. 

Con ánimo de amar (Wong Kar-wai, 2000)

La soledad en las grandes urbes es una constante del cine de autor producido dentro del continente asiático desde hace años. En el cine de Wong Kar-wai (Chungking Express, Con ánimo de amar, 2046) ya era omnipresente en forma de bello existencialismo, acompasada con boleros, jazz y música latina, colores vivos, una lluvia copiosa, el humo de los cigarrillos concentrándose en pequeñas habitaciones de paredes descascaradas. En ambientes similares pero sin la elegancia ni la cadencia de Wong, las películas de Tsai Ming-liang son desmesuradamente lentas y tediosas, pero tienen un extraño mérito: cualquiera de ellas es inolvidable, y su cine ilustra con incomparable precisión un “estado de cosas” vivenciado por la clases media-bajas y trabajadoras de algunas regiones de China, personajes de rostros cansinos que deambulan o reptan, alternándose entre trabajos insatisfactorios, relaciones sexuales frías, polución y contaminación crecientes y una calidad de vida en notorio declive. Viva el amor y El río son claros ejemplos de ello, pero la obra completa del director es una bolilla imprescindible para el estudio de la incomunicación, y el confinamiento en las sociedades modernas. 

Por supuesto, el cine japonés no ha sido ajeno a todo esto. Si bien hace más de sesenta años el director Yazuhiro Ozu registraba notablemente el fenómeno de la desintegración de las familias, hoy esta clase de alienación se ha potenciado. La brillante Nobody Knows, de Hirokazu Kore-eda, es el reflejo de una doble atomización: los abuelos suelen vivir lejos de las familias nucleares y de sus nietos, (los padres quedan sin nadie a quien recurrir para que cuide a sus hijos) y, además, la creciente desaparición de los vínculos entre vecinos propicia la desaparición de los lazos de cercanía y solidaridad, al punto de ser algo totalmente común no tener ni la más vaga noción de quién vive en la casa o el apartamento contiguo. La película japonesa exhibe una situación verídica: cuatro niños son abandonados por su madre en un departamento de Tokio, sin que nadie se entere durante meses. Justamente ese “nadie sabe” del título refiere a tragedias que podrían ocurrir ahora mismo, a escasos metros de nuestra apacible cotidianeidad. 

Haze (Shinya Tsukamoto, 2005)

El creador de distopias y de varias de los más demenciales delirios cinematográficos vistos en el último siglo, Shinya Tsukamoto (Tetsuo, Vital), dijo con acierto: “Tengo una imagen de Tokio en mi mente: es una imagen de una ciudad llena de habitaciones de concreto, con un cerebro atrapado en cada una de ellas.” Varias de sus horripilantes películas, y en especial Haze, son grandes alegorías referidas a este confinamiento. Otro director japonés que ha profundizado en la temática ha sido Kiyoshi Kurosawa, maestro del terror existencial. En Kairo, un extraño portal de internet promete contactar a los usuarios con gente muerta. Pero Kurosawa logra, con gran poder de sugerencia, exhibir a los vivos como verdaderos “muertos en vida”. El mundo de los muertos no se diferencia mucho del nuestro, se entreven figuras tenebrosas y extrañas frente a monitores en penumbras, que de hecho recuerdan a muchos “zombies” cybernautas: individuos alienados, depresivos e insatisfechos.

Publicado en Brecha el 3/4/2020