martes, 29 de diciembre de 2020

La vida invisible de Eurídice Gusmão (A Vida Invisível, Karim Ainouz, 2019)

El costo de la independencia

Cuando se conoce a una pareja de ancianos que llevan cerca de medio siglo de convivencia, suele vérselos a priori como algo encantador, se cree en una unión dichosa, se piensa en atributos ligados a la prevalencia del amor a través de los años, al conocimiento y al cuidado mutuo, etc. Actualmente, relaciones matrimoniales de toda una vida son ya prácticamente especímenes en extinción, pero hace décadas esta clase de vínculos supo ser la regla. Hay dos películas recientes que han sido brillantes resaltando un aspecto poco señalado, y que impacta al exhibir la cara oculta de esta ilusión: talvez nuestros abuelos compartieron toda una vida insatisfacción, sufrimiento u odio mutuo. La primera de ellas es la argentina La luz incidente, en la que se plantean los inicios de una relación forzada, nacida desde la ansiedad, promovida por el mandato social y caracterizada por la desconsideración por los sentimientos de la mujer. Estrechamente relacionada con ella, la segunda de estas películas es La vida invisible de Eurídice Gusmão.

Son los años 50, aún estamos lejos de hitos determinantes para la vida contemporánea como la revolución sexual y la píldora anticonceptiva y, en una colorida Río de Janeiro, dos hermanas viven la transición de la adolescencia a la adultez. Pero el drama se impone abruptamente: una de ellas decide escaparse de la casa e irse a vivir a Europa, para casarse con un marinero griego. Es a partir de ese momento que el vínculo entre ambas se pierde, y que la película seguirá sus accidentados recorridos vitales, en los que cada una deberá enfrentarse al mundo sin un arma crucial: los consejos, el apoyo emocional y la presencia de la otra.

Es así que se desarrolla un melodrama de corte clásico, que en su linealidad y su narrativa remite a Douglas Sirk y a D. W. Griffith y, con la intensidad que sólo un maestro como el director brasileño Karim Ainouz podía lograr, con una sobrecogedora capacidad para tocar temáticas contemporáneas acuciantes. De hecho, esta película debería ser materia obligatoria para adolescentes, para su asimilación de problemáticas como la violencia sexual y la discriminación de género.

“Al principio molesta un poco, pero cierra los ojos, piensa en otra cosa y pasará rápido. Y si tienes suerte, quedarás embarazada”, le sugiere una amiga mayor a Eurídice, en un contexto en el que las relaciones sexuales eran pensadas y concebidas como un disfrute exclusivamente masculino, y en el que tener hijos era el más importante cometido para una esposa. En este sentido, se entiende incluso lo desfasada y adelantada a su tiempo que está Guida al hablar con Eurídice de su disfrute sexual y al osar tener relaciones antes de su casamiento, y el porqué es tildada luego de “puta” por su progenitor cuando decide volver a casa de sus padres, luego de una decepción amorosa. Las ansias de independencia se pagaban caro, y es algo que la película expone elocuentemente y varias veces a lo largo de su metraje.

Adaptación libre de la novela de título homónimo de Martha Batalha, no debe existir película que mejor pinte el patriarcado; la perspectiva histórica es un cristal diáfano en el que se vislumbra con claridad una idiosincrasia que pervive en muchos sitios hasta el día de hoy. “Mi madre es la sombra de mi padre”, señala Guida, remarcando que el machismo como sistema de valores era asimismo reproducido por muchas mujeres, quienes lo asimilaban acríticamente, asumiendo el rol de ama de casa y receptáculo de críos, así como aceptando pasivamente las decisiones del patriarca. Un detalle sutil se presenta cuando la madre de Eurídice y Guida se enferma gravemente, y la casa en la que convive con su marido comienza a verse de pronto sucia y desarreglada. Cuando ella fallece, el padre de Eurídice, incapaz de valerse solo, comienza a vivir junto a ella y su marido.

Pero la opresión se encuentra a todo nivel, y se despliega en todos los ámbitos de la vida social: el profesor de piano recrimina a Eurídice sin comprender los problemas que pudiesen afectar su concentración, un compañero de trabajo destrata a Guida gratuitamente; ante el embarazo de Eurídice, su marido decide unívocamente pintar el cuarto del futuro bebé de azul, convencido de que “será un varón”. Micromachismos que parecen lejos de ser representativos de un tiempo ya pasado.

Por si fuera poco, La vida invisible de Eurídice Gusmão presenta notablemente otros temas como la eutanasia –tocado como al pasar, pero presentado con la naturalidad que merece– y la brecha social: dos personas viviendo en diferentes estratos pueden convivir en una misma ciudad durante décadas sin nunca cruzarse: los círculos sociales de la clase media suelen situarse bien apartados de los de las clases sumergidas. De todos modos y escapando al miserabilismo –esa tendencia cinematográfica por la cual se exhibe la pobreza como universos de desdicha infinita– aquí Guida, excluida de la familia y desplazada a un barrio marginal, logra alcanzar una plenitud y una independencia de la que Eurídice permanece siempre lejos. Y es que, como bien dice Guida en un momento crucial: “la familia no es sangre, es amor”.

Como señalábamos en el primer párrafo, habría que ver cuántos de nuestros ancestros supieron construir hogares en los que la empatía, el respeto mutuo y la igualdad de decisión en ambos miembros de la pareja, eran la regla. Probablemente, muy pocos.

Publicada en Revista Caligari 11/2020.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Blanco en blanco (Theo Court, 2019)

Diario de una legitimación

A fines del S. XIX y comienzos del S. XX, la Isla Grande de Tierra del Fuego despertó el interés de grandes terratenientes de origen británico, argentino y chileno. Quienes allí habitaban entonces eran diversas tribus de onas o selk’nam, pero en tan sólo veinte años la etnia fue exterminada por grupos “cazadores de indios”, principalmente europeos contratados para eliminar a cuanto indígena se les cruzara. Con el apoyo de los gobiernos chilenos y argentinos, sus patrones pusieron el precio de una libra esterlina por testículo o seno de selk’nam, así como media libra por cada oreja de niño, como pruebas de una caza eficiente.

Nada menos que tal contexto histórico sirve como ambientación para esta película. Pedro, el protagonista (Alfredo Castro) se presenta en una gran mansión de la estepa nevada; fotógrafo de profesión, es contratado para retratar a la futura esposa del Sr. Porter, terrateniente y dueño de la vivienda. Pero en seguida surgen los imprevistos: la prometida en cuestión es una niña, y la estadía de Pedro se extenderá en mucho más tiempo que el esperable. Progresivamente, comenzará a percatarse de las aberraciones que le circundan.


Blanco en blanco se presenta como una película detenida y apacible, pero no conviene engañarse, en el fuera de campo se oculta la más intolerable película de terror. El director Theo Court logra, gracias a un formidable poder de sugerencia, insinuar todo aquello que ocurre en los márgenes, y que contrasta con la apacible cotidianeidad de la vida burguesa. La matanza nunca es exhibida, sino las instancias previas y posteriores: las redadas nocturnas y diurnas, los personajes inclinados de forma enigmática sobre un cuerpo inerte que yace en el suelo, los campos diezmados. La cámara distante y una fotografía tan portentosa como austera propician una atmósfera en la que tanto el protagonista como el espectador parecen observar desde un sitio incómodo, cómplices de lo incalificable. Asimismo, múltiples situaciones señalan que el abuso sexual es prácticamente la norma: la niña desposada, las indígenas “obsequiadas” como trofeos de guerra.

Esta película dialoga y podría verse como un excelente complemento de Zama, de Lucrecia Martel. Como en ella, el protagonista comienza a verse preso en un territorio hostil, a merced de fuerzas poderosas que determinan su rumbo. La cultura y la mentalidad del abuso calan hondo y puede sentirse en las relaciones interpersonales y de poder, en la sexualidad, en la forma en que el invisible pero omnipresente Mr. Porter controla todo lo que circunda. Luego de ciertos excesos y “licencias” del protagonista, un par de matones le propinan una paliza correctiva, clara y primera señal de que su existencia y su status han sido degradados. Pero, en rigor, el castigo real vendrá más tarde: para ganarse la vida, Pedro deberá acompañar a los mercenarios en sus infames batidas de exterminio.

Blanco en blanco es una película susceptible a múltiples lecturas, pero entre otras tantas cosas, se trata de un brutal ensayo sobre la representación y sobre las posibilidades de manipulación de la realidad por parte de un artista. En definitiva, el planteo es elocuente acerca del sesgo ideológico volcado en la captura de un momento, y lo más interesante es que lo haga centrándose en la que, para muchos, pareciera la manifestación artística más objetiva de todas: la fotografía. La perspectiva histórica lleva a comprender mejor, por contraste, la abismal diferencia entre los valores de hace 100 años y los de hoy: una niña puede ser fotografiada de infinidad de formas, pero el protagonista decide orientarla y generar una puesta en escena en la que ella se ve sexualizada, en un afán provocador del deseo masculino. De la misma manera, podría pensarse que una masacre puede retratarse de centenares de horripilantes formas, pero aquí existe una voluntad de buscar la poesía en aquellos campos rociados de cadáveres: un último brillo de luz del atardecer, la composición armónica, la pose triunfal del verdugo. La historia la escriben los genocidas, y el personaje legitima, cámara mediante, una barbarie consumada.

Publicado en Revista Caligari, diciembre, 2020.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Pacificado (Paxton Winters, 2019)

En la selva se escuchan tiros

Tiempo ha pasado (de hecho, 18 años) desde la brasilera Ciudad de Dios y, más adelante, de Tropa de elite 1, y 2, películas que, como pocas veces antes, ambientaban sus historias en las mismas favelas de Río de Janeiro, exhibiendo un universo dominado por la violencia, por un narcotráfico desmadrado y por la confrontación, de a ratos convertida en guerra directa, entre escuadrones policiales especializados y miembros del crimen organizado. Aquellos relatos arrojaron una idea bastante terrorífica de la existencia en barrios marginales, submundos que, si bien eran presentados con cierto atractivo exótico, al mismo tiempo eran vistos como el último sitio al que cualquier humano querría irse a vivir. Pero lo cierto es que 1,4 millones de cariocas son hoy parte de estos barrios y no necesariamente subsisten en contacto directo con esa realidad de malandraje, drogas y violencia que este tipo de representaciones se empecina en exhibir.

Esta película retoma hasta cierto punto la estética y la temática de aquellas otras, pero esta vez concentrándose un poco más en la cotidianeidad de personajes comunes que intentan ganarse la vida, vulnerables a los arbitrarios caprichos de los capangas de turno. Corre el año 2016, tiempo de olimpíadas, justamente un período en el que los traficantes y la policía vivieron un pacto de paz conocido como “pacificación”. Así, seguimos la existencia de Tati (Cassia Gil), una adolescente de 14 años que convive, cada vez que sale de su casa, con vecinos narcos armados hasta los dientes y bien predispuestos a agujerear al malviviente más próximo. Si bien en un comienzo esta chica es el eje de la película, eso cambia cuando su padre Jaca (Bukassa Kabengele), un veterano convicto, es liberado de prisión y comienza a convivir junto a ella en la favela. Esta nueva figura, el dilema al que se enfrenta apenas llegado al barrio, y el vínculo que se entreteje entre ambos, son lo más interesante y valioso de la película. Sólidas interpretaciones y un buen pulso narrativo provocan una adhesión inmediata.

Otro punto destacable son ciertas imponentes panorámicas -en la última década los drones han facilitado tomas aéreas impensables- que dan cuenta, en su justa dimensión, no sólo del tamaño de las favelas, sino además del grado de dificultades de la existencia en tal contexto. El director estadounidense vivió durante un período en uno de estos barrios y logra transmitir con acierto determinados obstáculos: la escena en que vemos al protagonista deslomándose cargando una heladera cuesta arriba, y en la que la cámara se aleja exhibiendo el camino hasta la cima del morro, da cuentas de sólo una parte del cúmulo de problemas que supone vivir inserto en determinada geografía, a los que corresponde sumar las dificultades inherentes a la pobreza y a niveles de vida sumergidos.

Lamentablemente, la película tiene dos problemas nada menores, que la llevan prácticamente a desbarrancar. El primero de ellos es una vuelta de tuerca sobre el desenlace, tan innecesaria como morbosa: un elemento de incesto que nada parecería agregar a la historia. El segundo no es menos grave, y tiene que ver con los personajes femeninos de la película, quienes parecen oscilar hacia uno y otro lado de aquella rancia dualidad de vírgenes y putas, siendo las primeras seres inocentes y frágiles, y las segundas, almas perdidas, abusivas, siempre proclives a complicarlo todo y generar daños irreparables. El protagonista, un viejo patriarca justo, eje moral de la historia, se opone a unas y otras nada menos que como protector o como factor moralizante.

El resultado es un cine envolvente y cautivante, bien logrado en muchos niveles y con el plus de interés de situarse en un ambiente atípico. Pero como decíamos, aquellos otros elementos fallidos se hacen sentir, y de qué manera.

Publicado en Revista Caligari, noviembre de 2020.