Como Lars von Trier, Todd Solondz, Michael Haneke, o Gaspar Noé, Bruno Dumont es un cineasta que con cada nueva entrega llama indefectiblemente a la polémica. Cada una de sus cuatro películas ha cosechado todo tipo de reacciones adversas, elogios y abucheos, premios varios en festivales y considerables ríos de tinta. Cuando La humanidad (1999) se llevó el gran premio del jurado en Cannes y los de mejor actor y actriz, se dividieron aguas tanto en el público como en la crítica. Se acusó a Dumont de entregar escenas de feroz gratuidad, de crear una película vacía y pretenciosa, de intentar “epater le burgeois” con alevosía. Pero otros hablaron de una auténtica revelación, de un personalísimo creador de universos, y de que sus imágenes encerraban una profundidad inusual.
Naturalmente, el director busca las polémicas. Al igual que los cineastas nombrados anteriormente, Dumont es revulsivo y cuestionador, un pateador de esquemas nato, un incendiario que pretende despertar incomodidades y sensaciones encontradas, mientras dispara todo tipo de reflexiones sobre el hombre, su objeto último. Sus dichos en entrevistas revelan a un individuo de afirmaciones radicales y tajantes, de esas que suelen generar amores y odios, pero nunca posiciones intermedias: “La pelea entre dos hombres por una mujer es lo mismo que una lucha por un pedazo de tierra. Todo surge del deseo. No hay diferencia entre un triángulo amoroso y el conflicto entre Israel o Palestina”. Sobre la cinefilia ha llegado a decir: “no me gusta el cine (…) el cine está muerto, y creo que los cinéfilos son unos alienígenas”.
A Dumont, además, le gusta ser desagradable. Todas sus películas ostentan secuencias de perturbadora crudeza y de impredecible violencia (aunque nunca tan explícita como la de Gaspar Noé), además de abundar en escenas de sexo mecanizado y salvaje, en las que se hace énfasis en el carácter más bestial del ser humano. “Hay algo trágico en la unión de dos cuerpos y en su imposibilidad de volverse uno, que acaba revelando una gran soledad” ha dicho al respecto.
De sus cuatro películas, la que forjó más rechazos fue Twentynine palms (2003), que se podría definir como una road movie desbordada de conflictos de pareja a lo nouvelle vague, mucho sexo (a veces explícito), un desierto tan extenso e inhóspito como el de Las colinas tienen ojos y uno de los desenlaces más crudos e inesperados de la historia del cine. En algunos festivales, los críticos llegaron a reírse abiertamente del filme frente al mismo Dumont. Un dato infaltable que acaba por adornar mejor a una auténtica película de culto.
Un cine corporal. Como el de los hermanos Dardenne, el de Claire Denis, y el de Gus Van Sant, el abordaje fílmico de Dumont es predominantemente físico. Se sigue a los personajes de cerca, en su andar cotidiano, sin nunca explicitar sus motivaciones o sus conflictos internos. La comparación de Dumont con el maestro Robert Bresson es, en este sentido, inevitable. Como éste, también utiliza a actores no profesionales para sus películas y opta por no darles información sobre la trama durante el rodaje. Los personajes son, en apariencia, soberanamente ingenuos, sencillos y superficiales; pero no conviene engañarse, cargan con el peso de toda una humanidad. Como en Bresson, si hay una figura retórica en este cine es la sinécdoque; una parte puede significar el todo, el individuo la especie. Una guerra representa todas las guerras, y un acto sexual, la sexualidad con mayúsculas. ¿Pretencioso? Por supuesto que sí, igual que la mayoría de los grandes cineastas.
La mirada bressoniana, ese abordaje claro, distante, casi clínico, que evita la dramatización y la música incidental y por la que el espectador espía a individuos silenciosos y prácticamente inexpresivos en su deambular corriente, es la que provoca que las emociones broten sin ser reclamadas por artificios, en forma automática y visceral. Surge también la llamada dualidad “claridad de visión”/ “opacidad de significados”, lo que significa que el abordaje sereno, concreto y explícito a ciertos hechos genere la dificultad de entender lo que ellos realmente entrañan. Vemos a los personajes actuando de maneras extrañas, pero ¿qué piensan?, ¿qué recónditos mecanismos internos les lleva a proceder así? La distancia funciona en el sentido que el espectador proyecta en los personajes sus propias experiencias; por más que la cámara los siga de cerca, y que sus físicos ocupen buena parte de la pantalla, nunca conoceremos verdaderamente sus motivaciones, el porqué de su accionar, y en ese sentido ellos funcionan como recipientes vacíos donde uno puede volcar su propia subjetividad.
Si bien es cierto que la distancia y el desconocimiento total del pasado y de la psicología de los personajes podrían derivar en apatía o desinterés de parte del espectador, la clave radica en generar situaciones tensas o enigmáticas que logren involucrarlo activamente, y que lo obliguen a mantenerse atento. Dumont sabe como generar ese interés.
Una fuente de misterio reside en los mismos personajes, por lo general individuos de gran tamaño, quienes en su llamativa impavidez frente a circunstancias adversas despiertan incomodidad y hasta cierta desconfianza. Se intuye que son auténticas bombas de tiempo, aunque no queda muy claro cuándo van a explotar ni por qué. También es curioso que además de verse como sujetos anodinos, ciclotímicos, contradictorios y hasta desenfrenadamente violentos, de a ratos se los muestre como a seres especialmente frágiles y sensibles, y que después de escrutarlos un tiempo también se pueda ver cierta belleza inherente a ellos.
Determinismo geográfico. Como en Antonioni, como en Tsai Ming-liang, como en Jia Zhang-ke, los paisajes en el cine de Dumont funcionan en tanto un reflejo del estado de ánimo de los personajes. Como bien señala Nando Salvá en su libro sobre el director[1] “en cómo intenta capturar la cara oculta del hombre a través del retrato de su cara visible, por un lado, y del entorno, por otro, Bruno Dumont demuestra usar la cámara del mismo modo que un pintor usa la paleta y el pincel.” Los apagados entornos semirrurales son ideales para la construcción de caracteres contenidos, apáticos, aburridos, alienados e incomunicados, que hasta parecen buscar sexo no tanto por una necesidad física sino en un afán de escapar al tedio. El pueblo o el desierto son los únicos paisajes en sus películas, y quizá ellos mismos sean los verdaderos protagonistas, los que en el fondo definan y determinen la errática conducta de los personajes.
La utilización de personajes simples y pueblerinos obedece a que en su sencillez, en su permanente contacto con el medio ambiente encarnan mejor que nadie a la naturaleza humana. Según Dumont, “El poder del cine consiste en hacer que el hombre vuelva al cuerpo, al corazón, a la verdad. El hombre del pueblo tiene una verdad que el intelectual, el hombre de la ciudad, ha perdido”.
Por hacer esta elección, por crear personajes triviales y limitados, suele acusarse a Dumont de misántropo, y la crítica ha llegado a esgrimir que elige a esos personajes con el sólo pretexto de martirizarlos y de mostrar sus perfiles más ruinosos, en un acto despótico y sádico. Es cierto que Dumont no es precisamente un romántico empedernido, y que sin lugar a dudas tiene cierta desconfianza en la humanidad. Pero esto no debería ser cuestionable, ya que si hay algo que enseña la historia es que el ser humano ha sido muy necio en esto de ser desagradable; Dumont tendría todo el derecho del mundo en pensar al hombre como un insecto abyecto y deleznable, y de exponerlo en sus películas de la manera que más le plazca.
Pero resulta curioso que si uno observa con atención sus películas, existe un calor humano oculto que asoma de a ratos y que contradice la tesis que señala a Dumont como un director que odia a sus personajes. Hay momentos en sus películas que suelen ser como pequeños rayos luminosos, fugaces destellos de esperanza que atraviesan de lado a lado la superficie estancada y el pesimismo rasante. Los minutos finales de La humanidad o de Flandres (2006) son ejemplares en este sentido.
Y una advertencia. El espectador debe quedar advertido. Dumont no sólo es un cineasta al que no le tiembla el pulso al filmar escenas de extraordinaria crudeza sino que además se toma sus tiempos para exponer sus inquietudes. Su cine abunda en tomas largas y detenidas, en tiempos muertos que quizá en apariencia no aporten demasiado al relato. Es probable que los espectadores más impacientes no toleren buena parte de su filmografía, en especial sus dos primeras películas: La vida de Jesús (1997) y La humanidad. Las últimas, Twentynine palms y especialmente Flandres llevan un ritmo más ágil, lo que las torna más accesibles. Ahora, el que no tenga demasiada tolerancia a la violencia realista, mejor que guarde distancias.
Flandres (Bruno Dumont, 2005)
Lejos de la moral
Un grupo de jóvenes convive bajo un cielo gris, en una húmeda y agreste campiña de la región francesa de Flandres. Demester (Samuel Leroux) y Barbe (Adélaïde Leroux) son vecinos, y por sus silencios y sus miradas cómplices se puede entrever que llevan una estrecha y prolongada relación. Su animalidad quedará en evidencia tempranamente, cuando tras unos arbustos tienen un encuentro sexual mecánico y absurdamente breve. Como en el resto de las películas de Dumont, en Flandres se le da un espacio privilegiado al sexo, pero aquí las relaciones sexuales son mostradas como una simple y rápida descarga masculina, y cuesta creer que Barbe pueda gozar minimamente de ellas. Quizá por no poder alcanzar una satisfacción plena o para escapar de la gris monotonía, Barbe se acostará sistemáticamente y a lo largo de la película con cuanto individuo se le cruce.
Demester es consciente de los encuentros sexuales de Barbe con otros, pero al igual que el protagonista de La humanidad no parece sentir celos y, de tenerlos, para el espectador sería imposible captarlos, ya que su semblante se mantiene estático, inalterado. El protagonista y dos jóvenes más se han alistado para luchar en una guerra de la que nada saben y su colosal ignorancia se vuelve más patente aún al hacer explícita su creencia de que la guerra podría beneficiarlos. Hasta el protagonista admite no tener idea de en qué país tiene lugar el conflicto.
Flandres bien podría ser considerada una película bélica, ya que buena parte del metraje transcurre en esa contienda, situada en algún remoto e impreciso territorio árabe. Y como en toda película bélica que se precie, al ingresar a la guerra se entra al mismísimo infierno: al ingenuo Demester le toca atravesar mil y un horrores, sufrir -y perpetrar- indecibles atrocidades.
Si la vida en la campiña parecía cruel e inhóspita, el insalubre desierto significa el hundimiento y el desdibujamiento total de los valores morales. La violación grupal -de la que Demester forma parte- a una mujer soldado remite a ese sexo rápido y egoísta, efectuado como un mero consuelo fisiológico para sobrellevar una existencia abyecta.
“¿No tienes moral?” le pregunta una amiga a Barbe luego de haberla visto fornicando con un perfecto desconocido. Barbe no contesta, pero su respuesta, como la de Demester en el desierto, bien podría haber sido: “aquí estamos muy lejos de toda posible moral”.
Qué bueno poder leer algo de este director y tan bueno como describes. Te has pasado cone este post. Pude ver algunos de los trabajos de Dumont y siempre me pareció un diretcor arriesgado. Saludos!
ResponderEliminarLa verdad no es que sea crudo, lo veo más realista que otra cosa.
ResponderEliminarBruno Dumont es un genio, desde luego. Consigue esa ambientación propicia, conjuntando personajes, silencios, paisajes, que nos hablan de un instinto irracional y salvaje que forma parte también del ser humano.
ResponderEliminarPero no me extraña que haya quién se ría de él (como mecanismo de autodefensa) o quién le insulte. Ese salvajismo irracional y ese desamparo en el mundo, llevados a tal extremo, no suelen ser tan comunes en las personas, y existe un gran sadismo por la parte del director en pretender mostrarlas como ciertas. Resulta mucho menos desagradable ver una peli gore con decapitaciones y órganos al rojo vivo por doquier, ¿por qué? Porque el director no cree que eso sea cierto, y nos lo presenta como un juego, una fantasía.
Pero Dumont tiene esa visión del ser humano, es un ser pervertido y hundido, él es sus personajes.
Lo que asusta en su cine es su más absoluta honestidad al mostrar su visión del mundo. Podríamos pensar en un monstruo que no tiene límites en expresar su asqueroso mundo interior.
Bueno en mis manos Hors Satan, para luego comentar.
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