domingo, 17 de abril de 2011

Outrage (Takeshi Kitano, 2010)

Kitano se divierte


Primero una aclaración. Outrage no tiene nada que ver con el Takeshi Kitano más sosegado y autoral; no se trata de un cine detenido y minimalista, sino todo lo contrario. Sus personajes tampoco son los individuos taciturnos e introvertidos de Flores de fuego o Dolls, sino que se gritan, se amenazan, demuestran con todo un alarde corporal ser implacables e hiperviolentos yakuzas. Ya no hay despliegues poéticos –ni se los busca- y el asunto recuerda a las más toscas y áridas películas de género que supo filmar el gran Kinji Fukazaku, con una trama plagada de conspiraciones, inescrupulosas traiciones y vías de ganar territorialidad y hacerse con el poder a fuerza de tiros.
Y Furia es un exabrupto de violencia. Por decirlo de alguna manera: en un registro doloroso y realista supera en violencia a la mayoría de las producciones del cine surcoreano y japonés; Kitano incluso supera a Kitano, desplegando un desquiciado vómito sangriento de casi dos horas, en los que yakuzas de distintos bandos no paran de gritarse y amenazarse unos a otros llegando a breves, inesperados y crudísimos estallidos de violencia localizada. Kitano hiere sensibilidades y deja escenas grabadas a fuego en la psiquis del espectador. Al respecto, el director ha dicho: “Filmo intencionalmente la violencia para que la audiencia sienta auténtico dolor. Nunca filmé y nunca filmaré la violencia como si fuese una especie de videojuego de acción”.

No es sencillo seguir la enrevesada historia, pero básicamente la cosa viene así: por poco más que un capricho y como si se tratara de un juego macabro, la familia mafiosa de Ikemoto (brillante Jun Kunimura) entra en guerra con la familia de Murase (Renji Ishibashi), a pesar del pacto de hermandad que hicieron en el pasado. Alineado junto a Ikemoto está Otomo (el mismo Kitano) y sus hombres, reconocidos en el ambiente por sus poco ortodoxas tácticas de intimidación y amedrentamiento. Los principales cabecillas de cada uno de los grupos son viejos conocidos de las calles y del presidio, y desatado el desafuero del título, varios de los “hermanos” entretejen falsas fidelidades, planifican traiciones y dan muestras de una desvergonzada falta de principios. La policía corrupta, mientras tanto, cobra una tajada a todas las partes implicadas, a cambio de dejarlos en paz. El “padrino” y presidente de la mafia, manipula, hace un acting de bonhomía, y obra a las espaldas de los demás, divirtiéndose con una carnicería que prácticamente digita él mismo. Pero el que se divierte más es el Kitano director, haciendo uso de un humor rudo y seco que se basa en la casi infantil necesidad yakuza de ascender a la cima y de imponer la hombría por sobre todos los demás. Varias situaciones en las que mafiosos menores se insultan causan un efecto vergonzante. También hay hilarantes y gratuitos abusos de poder –como el permanente chantaje a un diplomático de Ghana, al que los malhechores lo fuerzan para instalar en su embajada un casino y llenarlo de malvivientes-. Kitano sabe generar incomodidad y tensión, así como desatar brutales catarsis, en las cuales los que anteriormente habían abusado de los demás acaban siendo retribuidos con la misma moneda.
Los aliados se separan y desatan una guerra entrecruzada, los subordinados buscan asimismo formas de asesinar a sus propios cabecillas para quedarse con el poder, y las jugadas sucias que los discípulos aprenden son utilizadas luego contra sus maestros. En Japón existe una suerte de culto juvenil a los yakuzas, por lo que no es extraño dar con adolescentes que aspiran a seguir una vida delictiva y arriesgada a cambio de prestigio barrial y poder coercitivo. Kitano logra un oscuro y adictivo lienzo en el que desmitifica y desdibuja todo principio de compañerismo, rectitud u honor, y hasta se permite la burla a viejas costumbres como el Yubitsume, por el cual los yakuzas se cortan un dedo para pedir perdón y como muestra de lealtad.

Publicado en Brecha el 15/4/2011

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