El libro Muñecas vivientes: El regreso del sexismo parte de una indignación, surgida al constatar que los grandes logros que ha tenido el feminismo a lo largo del siglo xx están sufriendo un verdadero retroceso en las sociedades occidentales actuales. Un nuevo sexismo se hizo presente, de la mano de los medios masivos de comunicación, la pornografía, los bares de strip tease, la sexualidad temprana y una feminidad impuesta a las niñas por el mercado y el lamentablemente aclamado determinismo biológico.
Estudiando a fondo la realidad de la mujer actual, la periodista feminista británica Natasha Walter llega a una apremiante conclusión: “Sin un cambio económico y político profundo, lo que vemos cuando miramos a nuestro alrededor no es la igualdad que buscábamos; es una revolución estancada”. Y, yendo aun más lejos, considera: “antes creía que sólo teníamos que establecer las condiciones necesarias para la igualdad, y entonces el sexismo desaparecería de nuestra cultura. Hoy estoy dispuesta a admitir que estaba completamente equivocada”.
Este ensayo está respaldado por un trabajo periodístico notable. Treinta y tres páginas finales (en letra chica, cuerpo 8) detallan las fuentes consultadas, la extensa bibliografía, los ensayos y artículos citados y los estudios y estadísticas a los que la autora echa mano. Cada contundente afirmación que Walter hace viene respaldada con un sinfín de datos y acontecimientos que son cotejables en la sociedad que vivimos. Con habilidad, una pluma amena y mucho sentido común, expone una preocupada tesis feminista, arremetiendo contra una cultura que, lejos de garantizar la libertad a la mujer, cada día la coarta más, estrechando sus posibilidades y reproduciendo al infinito discursos retrógrados sobre los roles genéricos.
El ensayo se divide en dos mitades. La primera y más contundente se centra en nuevas realidades en auge y los temibles discursos que circulan alrededor de ellas. La segunda es básicamente una deslegitimación de los más difundidos estudios que respaldan el determinismo biológico, que pretenden dar cátedra sobre cuáles son los patrones de comportamiento típicamente femeninos. Vista la riqueza conceptual de este libro, lo mejor es centrarse detenidamente en cada una de las dos partes.
EL ROSADO OMNIPRESENTE. Para ningún padre reciente es novedad que la vida de las niñas se encuentra absolutamente invadida por el color rosado. No hay forma de evitarlo. Muñecas, ropa, celulares falsos o reales, cocinas, ponis, peluches, varitas mágicas, diademas y lo que fuere vienen preparados de fábrica con un fulguroso resplandor rosado. Predeterminadas por el mercado, las niñas se encuentran zambullidas en un universo de princesas. Aunque la autora no lo señale en este trabajo, también es de recalcar que los juguetes específicos orientados hacia los varones contrastan sobremanera con los reservados para las niñas. El niño es destinatario de los juguetes de interacción más dinámica y aventurera (vehículos, pelotas, figuras de acción), mientras que a la niña se le ofrecen los más cotidianos y apacibles (maquillaje, bebés, juegos de té). Esta demarcación –que se ha agudizado en los últimos años– es más que sugerente de la actitud pasiva a la que se orienta a las futuras mujeres.
En la prensa británica –señala Walter– se han difundido estudios muy poco rigurosos en los que se llegó a la rápida conclusión de que las niñas pequeñas prefieren, por una determinación genética, ciertas tonalidades rojizas, de los que se hicieron eco los medios para corroborar la creencia popular. La tesis es hábilmente desmontada por Walter. Cerca del final del libro, la autora señala que antes del siglo xx los bebés eran vestidos de blanco y que en las décadas del veinte y del treinta predominó la fórmula inversa a la actual: los varones se vestían de rosado y las nenas de celeste, señalando la absoluta arbitrariedad de la convención.
De la misma manera que las niñas no parecen tener la libertad de elegir otro color que no sea el rosado, hay otros discursos dominantes, reproducidos constantemente por los medios y por la masa acrítica, que determinan las orientaciones vitales de las mujeres de hoy en día.
HIPERSEXUALIDAD. Las cosas parecen complicarse aun más cuando resulta que los modelos infantiles de comportamiento incluyen ser sexualmente atractivos, aun desde antes de llegar a la pubertad. “La asociación entre la feminidad y el atractivo sexual empieza muy temprano. (…) El guardarropa de la muñeca Bratz, que ha desplazado a Barbie en el trono de la muñeca más vendida, está diseñado para ir de discotecas y de compras y consiste en un surtido de plumas y medias de red, tops ombligueros y minifaldas”. La autora también apunta que, curiosamente, el discurso de la libertad se encuentra presente en la reciente película de las Bratz. La independencia se asocia con salir de compras, producirse, andar con chicos y crear un grupo de música. Es verdad que el discurso sobre la necesidad de ser una misma fue acuñado por los movimientos feministas, que consideraban que la mujer no debía obrar como los demás pretendían sino como ella quisiera. Pero hoy el mensaje es utilizado por los medios como retórica para vender, y “esta necesidad de independencia y autoafirmación se está pervirtiendo para vendérsela a las niñas como una forma de consumismo extremadamente mezquina que hace que se vean a sí mismas como objetos”.
Comenta Walter que algunas jugueterías incorporaron a su oferta una barra fija para bailes de tipo stripper; es normal ver prendas ajustadas para niñas con mensajes sugestivos –como la palabra “cazafortunas” impresa en el trasero– e incluso pueden encontrarse sutienes con relleno para niñas.
Las cifras son especialmente alarmantes. La constante vigilancia corporal a la que se insta a las mujeres es la que lleva a que casi tres cuartas partes de las adolescentes británicas estén insatisfechas con su cuerpo y a que más de un tercio esté a dieta. La autora incluso nombra estudios que afirman que entre las niñas de 11 años, una de cada cinco hace régimen, y otro que concluye que a la mayoría de las niñas de 6 años les gustaría estar más flacas.
Las fotos subidas a Facebook y otras redes sociales hablan por sí solas. Niñas prepúberes se fotografían unas a otras reproduciendo los gestos y las poses de las imágenes sexualmente sugestivas imperantes en la cultura dominante y, como comenta la madre de una adolescente a Walter, puede verse que “las niñas de once o doce años parezcan chicas de dieciséis pidiendo guerra”. Esta realidad, además, esconde una inmensa contradicción. Mientras que, por un lado, se condena –muy coherentemente– la pedofilia y el sexo con menores, por el otro se fomenta socialmente que las niñas se vistan y actúen desde pequeñas como si fueran lascivos objetos de seducción. Los resultados no están a la vista, pero calan hondo a nivel social, causando estragos y no pocos y lamentables damnificados.
Este ensayo está respaldado por un trabajo periodístico notable. Treinta y tres páginas finales (en letra chica, cuerpo 8) detallan las fuentes consultadas, la extensa bibliografía, los ensayos y artículos citados y los estudios y estadísticas a los que la autora echa mano. Cada contundente afirmación que Walter hace viene respaldada con un sinfín de datos y acontecimientos que son cotejables en la sociedad que vivimos. Con habilidad, una pluma amena y mucho sentido común, expone una preocupada tesis feminista, arremetiendo contra una cultura que, lejos de garantizar la libertad a la mujer, cada día la coarta más, estrechando sus posibilidades y reproduciendo al infinito discursos retrógrados sobre los roles genéricos.
El ensayo se divide en dos mitades. La primera y más contundente se centra en nuevas realidades en auge y los temibles discursos que circulan alrededor de ellas. La segunda es básicamente una deslegitimación de los más difundidos estudios que respaldan el determinismo biológico, que pretenden dar cátedra sobre cuáles son los patrones de comportamiento típicamente femeninos. Vista la riqueza conceptual de este libro, lo mejor es centrarse detenidamente en cada una de las dos partes.
EL ROSADO OMNIPRESENTE. Para ningún padre reciente es novedad que la vida de las niñas se encuentra absolutamente invadida por el color rosado. No hay forma de evitarlo. Muñecas, ropa, celulares falsos o reales, cocinas, ponis, peluches, varitas mágicas, diademas y lo que fuere vienen preparados de fábrica con un fulguroso resplandor rosado. Predeterminadas por el mercado, las niñas se encuentran zambullidas en un universo de princesas. Aunque la autora no lo señale en este trabajo, también es de recalcar que los juguetes específicos orientados hacia los varones contrastan sobremanera con los reservados para las niñas. El niño es destinatario de los juguetes de interacción más dinámica y aventurera (vehículos, pelotas, figuras de acción), mientras que a la niña se le ofrecen los más cotidianos y apacibles (maquillaje, bebés, juegos de té). Esta demarcación –que se ha agudizado en los últimos años– es más que sugerente de la actitud pasiva a la que se orienta a las futuras mujeres.
En la prensa británica –señala Walter– se han difundido estudios muy poco rigurosos en los que se llegó a la rápida conclusión de que las niñas pequeñas prefieren, por una determinación genética, ciertas tonalidades rojizas, de los que se hicieron eco los medios para corroborar la creencia popular. La tesis es hábilmente desmontada por Walter. Cerca del final del libro, la autora señala que antes del siglo xx los bebés eran vestidos de blanco y que en las décadas del veinte y del treinta predominó la fórmula inversa a la actual: los varones se vestían de rosado y las nenas de celeste, señalando la absoluta arbitrariedad de la convención.
De la misma manera que las niñas no parecen tener la libertad de elegir otro color que no sea el rosado, hay otros discursos dominantes, reproducidos constantemente por los medios y por la masa acrítica, que determinan las orientaciones vitales de las mujeres de hoy en día.
HIPERSEXUALIDAD. Las cosas parecen complicarse aun más cuando resulta que los modelos infantiles de comportamiento incluyen ser sexualmente atractivos, aun desde antes de llegar a la pubertad. “La asociación entre la feminidad y el atractivo sexual empieza muy temprano. (…) El guardarropa de la muñeca Bratz, que ha desplazado a Barbie en el trono de la muñeca más vendida, está diseñado para ir de discotecas y de compras y consiste en un surtido de plumas y medias de red, tops ombligueros y minifaldas”. La autora también apunta que, curiosamente, el discurso de la libertad se encuentra presente en la reciente película de las Bratz. La independencia se asocia con salir de compras, producirse, andar con chicos y crear un grupo de música. Es verdad que el discurso sobre la necesidad de ser una misma fue acuñado por los movimientos feministas, que consideraban que la mujer no debía obrar como los demás pretendían sino como ella quisiera. Pero hoy el mensaje es utilizado por los medios como retórica para vender, y “esta necesidad de independencia y autoafirmación se está pervirtiendo para vendérsela a las niñas como una forma de consumismo extremadamente mezquina que hace que se vean a sí mismas como objetos”.
Comenta Walter que algunas jugueterías incorporaron a su oferta una barra fija para bailes de tipo stripper; es normal ver prendas ajustadas para niñas con mensajes sugestivos –como la palabra “cazafortunas” impresa en el trasero– e incluso pueden encontrarse sutienes con relleno para niñas.
Las cifras son especialmente alarmantes. La constante vigilancia corporal a la que se insta a las mujeres es la que lleva a que casi tres cuartas partes de las adolescentes británicas estén insatisfechas con su cuerpo y a que más de un tercio esté a dieta. La autora incluso nombra estudios que afirman que entre las niñas de 11 años, una de cada cinco hace régimen, y otro que concluye que a la mayoría de las niñas de 6 años les gustaría estar más flacas.
Las fotos subidas a Facebook y otras redes sociales hablan por sí solas. Niñas prepúberes se fotografían unas a otras reproduciendo los gestos y las poses de las imágenes sexualmente sugestivas imperantes en la cultura dominante y, como comenta la madre de una adolescente a Walter, puede verse que “las niñas de once o doce años parezcan chicas de dieciséis pidiendo guerra”. Esta realidad, además, esconde una inmensa contradicción. Mientras que, por un lado, se condena –muy coherentemente– la pedofilia y el sexo con menores, por el otro se fomenta socialmente que las niñas se vistan y actúen desde pequeñas como si fueran lascivos objetos de seducción. Los resultados no están a la vista, pero calan hondo a nivel social, causando estragos y no pocos y lamentables damnificados.
STRIPPERS, PROSTITUTAS Y PORNOGRAFÍA. “Lejos de ampliar el potencial y la libertad de las mujeres, la nueva cultura hipersexual redefine el éxito femenino dentro del reducido marco del atractivo sexual”, afirma Walter. El machaque y la invasión constante de imágenes de modelos y vedettes que llegan a la fama a fuerza de esculpir sus cuerpos con cirugías y de desfilar libres de prendas, conduce a que muchas mujeres sin otras posibilidades apuesten por el camino del modelaje o el baile sexualmente sugestivo, como una vía aceptada socialmente de alcanzar el éxito.
La autora hace un particular énfasis en la transformación social ocurrida recientemente en lo que refiere al boom y a la respetabilidad de los bares de strip tease. Es sabido que desde hace tiempo los bailes de este tipo se incorporaron a la cultura pop, al punto de estar prácticamente omnipresentes en los videoclips actuales. Si hace un tiempo ver a Madonna contorneándose y seduciendo a varios hombres al mismo tiempo era considerado un símbolo de liberación femenina, hoy –habiendo visto a Britney Spears, Lady Gaga y Rihanna llegar a la fama por el mismo camino– esa idea ya no es tal, porque una estrella pop casi no tiene posibilidades de éxito si no hace exactamente lo mismo.
Varias personas vinculadas al negocio de los bares de strip tease, a las revistas eróticas y programas del tipo de Gran hermano hablan con la autora de la inmensa cantidad de chicas que a diario se dirigen a ellos como candidatas. Esto viene de la mano de una explosión de cirugía y silicona, y de prácticas extremas como la cirugía vaginal que se realizan muchas chicas que no creen tener su cuerpo perfectamente acorde a la estética aceptada.
Walter demuestra que las strippers están a un solo paso de la prostitución, que desde los mismos locales se las motiva en esa dirección, que son víctimas de una explotación desvergonzada, que son acosadas y destratadas permanentemente por los clientes que allí acuden y que, además, se encuentran expuestas a toda clase de violencia.
Así como los bares de strip tease gozan de un prestigio impensable hace diez años, lo mismo ocurre con la prostitución. Los diarios íntimos de prostitutas se han convertido en éxitos de ventas, la oferta de servicios sexuales es cada vez más visible en cualquier ciudad y quienes hacen uso de ellos en muchos casos no lo sienten como algo que deban ocultar. La tendencia –afirma Walter– es a una “normalización de la prostitución”, lo que considera una demencia. La tasa de mortalidad entre las profesionales del sexo es hasta seis veces más alta que la de la población general, y la promesa de dinero fácil lleva a que muchas chicas apuesten al baile sexy o a ser vedettes y terminen vendiendo su cuerpo. Todo esto sin nombrar el tráfico de mujeres y la prostitución forzada. Finalmente, en contraste con la “respetabilidad” de la prostitución, Walter trae a colación una cifra reciente: más de un tercio de los hombres que utilizan los servicios sexuales considera a las prostitutas sucias e inferiores.
Todo esto está ligado a otro fenómeno reciente: la cotidianidad de la pornografía y el consumo gratuito a un solo clic de distancia. Si bien hace un par de décadas mucha gente debía salir a la calle y pagar si quería conseguir este tipo de material, hoy cualquier persona que cuente con una conexión a Internet tiene acceso a una variadísima oferta. Como bien dice Walter, el porno dominante se caracteriza por una veta de auténtico desprecio hacia la mujer, y esto sólo refiriéndose al más común y estándar y no a las auténticas brutalidades que pueden verse en la web. Este punto es especialmente preocupante para la autora: frente a la inmensa invasión de pornografía –a la que acceden muchos menores de edad que se ven predispuestos a ciertos tipos de prácticas sexuales– no hay espacios de resistencia desde donde se hable del tema y se ponga en tela de juicio la forma en que estos materiales son presentados. En otras palabras, no hay discursos que ayuden a pensar críticamente la pornografía.
DETERMINISMO BIOLÓGICO. La segunda parte del libro es menos interesante que la primera y se limita a explicar (y a probar) cuán erróneos son los argumentos que hablan de una predeterminación genética respecto a la diferenciación de los roles del hombre y la mujer. La autora cita decenas de estudios sumamente difundidos que pretenden llegar a conclusiones terminantes del tipo “los hombres son mejores para las matemáticas y las mujeres mejores para el diálogo y las palabras” o “los hombres se desempeñan mejor en tareas abstractas y las mujeres mejor en las tareas domésticas”. Se habla de las hormonas y de la oxitocina, de que la configuración cerebral difiere en el hombre y en la mujer desde el nacimiento y de que esas “naturalezas” condicionan los roles vitales de uno y otro. “Es digno de notar que esta tendencia a insistir en que la igualdad entre hombres y mujeres está limitada por condicionantes biológicos imposibles de obviar aparece justo en el momento en que las mujeres ocupan un papel cada vez más relevante y variado en la vida pública y los hombres empiezan a animarse a adoptar en los hogares lo que antes se consideraba el papel femenino”, afirma Walter, lamentando una nueva avanzada sexista. Es penoso que tales sandeces tengan tanta exposición mediática y repercutan con tanta fuerza en el colectivo social. Es realmente triste que Walter deba dedicar tantas páginas y energías a derrumbar uno por uno estos estudios de tan poco rigor científico.
Las explicaciones biologicistas de comportamientos innatos tienen mucha prensa, pero no ocurre lo mismo con las evidencias que las refutan. Según explica la autora, además, las redacciones prefieren difundir titulares sobre estudios que ofrecen conclusiones claras y que se condicen con las más retrógradas creencias populares. “Para quienes suscriben al determinismo biológico, el mundo contemporáneo encaja muy bien con las aptitudes innatas de hombres y mujeres. No produce satisfacción ni frustración, no hay ninguna contradicción entre nuestros deseos y nuestra situación. Todas las desigualdades que vivimos se explican gracias a la distinta configuración genética y hormonal de hombres y mujeres: si las mujeres ganan menos, si los hombres tienen más poder, si las mujeres asumen más trabajo doméstico o si los hombres tienen más reconocimiento social se debe simplemente a que así son las cosas. El determinismo biológico del siglo xxi funciona en este sentido exactamente igual que el del siglo xix, que advertía a las mujeres que aspiraban al cambio de que no estaban hechas para estudiar o esforzarse físicamente.”
La autora hace un particular énfasis en la transformación social ocurrida recientemente en lo que refiere al boom y a la respetabilidad de los bares de strip tease. Es sabido que desde hace tiempo los bailes de este tipo se incorporaron a la cultura pop, al punto de estar prácticamente omnipresentes en los videoclips actuales. Si hace un tiempo ver a Madonna contorneándose y seduciendo a varios hombres al mismo tiempo era considerado un símbolo de liberación femenina, hoy –habiendo visto a Britney Spears, Lady Gaga y Rihanna llegar a la fama por el mismo camino– esa idea ya no es tal, porque una estrella pop casi no tiene posibilidades de éxito si no hace exactamente lo mismo.
Varias personas vinculadas al negocio de los bares de strip tease, a las revistas eróticas y programas del tipo de Gran hermano hablan con la autora de la inmensa cantidad de chicas que a diario se dirigen a ellos como candidatas. Esto viene de la mano de una explosión de cirugía y silicona, y de prácticas extremas como la cirugía vaginal que se realizan muchas chicas que no creen tener su cuerpo perfectamente acorde a la estética aceptada.
Walter demuestra que las strippers están a un solo paso de la prostitución, que desde los mismos locales se las motiva en esa dirección, que son víctimas de una explotación desvergonzada, que son acosadas y destratadas permanentemente por los clientes que allí acuden y que, además, se encuentran expuestas a toda clase de violencia.
Así como los bares de strip tease gozan de un prestigio impensable hace diez años, lo mismo ocurre con la prostitución. Los diarios íntimos de prostitutas se han convertido en éxitos de ventas, la oferta de servicios sexuales es cada vez más visible en cualquier ciudad y quienes hacen uso de ellos en muchos casos no lo sienten como algo que deban ocultar. La tendencia –afirma Walter– es a una “normalización de la prostitución”, lo que considera una demencia. La tasa de mortalidad entre las profesionales del sexo es hasta seis veces más alta que la de la población general, y la promesa de dinero fácil lleva a que muchas chicas apuesten al baile sexy o a ser vedettes y terminen vendiendo su cuerpo. Todo esto sin nombrar el tráfico de mujeres y la prostitución forzada. Finalmente, en contraste con la “respetabilidad” de la prostitución, Walter trae a colación una cifra reciente: más de un tercio de los hombres que utilizan los servicios sexuales considera a las prostitutas sucias e inferiores.
Todo esto está ligado a otro fenómeno reciente: la cotidianidad de la pornografía y el consumo gratuito a un solo clic de distancia. Si bien hace un par de décadas mucha gente debía salir a la calle y pagar si quería conseguir este tipo de material, hoy cualquier persona que cuente con una conexión a Internet tiene acceso a una variadísima oferta. Como bien dice Walter, el porno dominante se caracteriza por una veta de auténtico desprecio hacia la mujer, y esto sólo refiriéndose al más común y estándar y no a las auténticas brutalidades que pueden verse en la web. Este punto es especialmente preocupante para la autora: frente a la inmensa invasión de pornografía –a la que acceden muchos menores de edad que se ven predispuestos a ciertos tipos de prácticas sexuales– no hay espacios de resistencia desde donde se hable del tema y se ponga en tela de juicio la forma en que estos materiales son presentados. En otras palabras, no hay discursos que ayuden a pensar críticamente la pornografía.
DETERMINISMO BIOLÓGICO. La segunda parte del libro es menos interesante que la primera y se limita a explicar (y a probar) cuán erróneos son los argumentos que hablan de una predeterminación genética respecto a la diferenciación de los roles del hombre y la mujer. La autora cita decenas de estudios sumamente difundidos que pretenden llegar a conclusiones terminantes del tipo “los hombres son mejores para las matemáticas y las mujeres mejores para el diálogo y las palabras” o “los hombres se desempeñan mejor en tareas abstractas y las mujeres mejor en las tareas domésticas”. Se habla de las hormonas y de la oxitocina, de que la configuración cerebral difiere en el hombre y en la mujer desde el nacimiento y de que esas “naturalezas” condicionan los roles vitales de uno y otro. “Es digno de notar que esta tendencia a insistir en que la igualdad entre hombres y mujeres está limitada por condicionantes biológicos imposibles de obviar aparece justo en el momento en que las mujeres ocupan un papel cada vez más relevante y variado en la vida pública y los hombres empiezan a animarse a adoptar en los hogares lo que antes se consideraba el papel femenino”, afirma Walter, lamentando una nueva avanzada sexista. Es penoso que tales sandeces tengan tanta exposición mediática y repercutan con tanta fuerza en el colectivo social. Es realmente triste que Walter deba dedicar tantas páginas y energías a derrumbar uno por uno estos estudios de tan poco rigor científico.
Las explicaciones biologicistas de comportamientos innatos tienen mucha prensa, pero no ocurre lo mismo con las evidencias que las refutan. Según explica la autora, además, las redacciones prefieren difundir titulares sobre estudios que ofrecen conclusiones claras y que se condicen con las más retrógradas creencias populares. “Para quienes suscriben al determinismo biológico, el mundo contemporáneo encaja muy bien con las aptitudes innatas de hombres y mujeres. No produce satisfacción ni frustración, no hay ninguna contradicción entre nuestros deseos y nuestra situación. Todas las desigualdades que vivimos se explican gracias a la distinta configuración genética y hormonal de hombres y mujeres: si las mujeres ganan menos, si los hombres tienen más poder, si las mujeres asumen más trabajo doméstico o si los hombres tienen más reconocimiento social se debe simplemente a que así son las cosas. El determinismo biológico del siglo xxi funciona en este sentido exactamente igual que el del siglo xix, que advertía a las mujeres que aspiraban al cambio de que no estaban hechas para estudiar o esforzarse físicamente.”
LA LIBRE ELECCIÓN. En nombre del libre albedrío se están permitiendo auténticas barbaridades sociales. Se habla de que las niñas eligen el rosado y jugar a ser princesas, que optan por vestirse de determinada manera. Se afirma que luego, llegada la adolescencia, son libres de utilizar las redes sociales como quieren, acostarse con quien se les cante (el 80 por ciento de las chicas que tuvieron su primera experiencia sexual entre los 13 y 14 años afirman lamentarlo). Se dice que si una mujer opta por bailar prendida a una barra, prostituirse o protagonizar películas pornográficas lo hace porque así lo eligió. Que si quiere ponerse medio quilogramo de siliconas es una decisión personal y que ella decide sobre su cuerpo. Pero el discurso de la libertad es utilizado por lo general por quienes defienden interesadamente estas prácticas –o por quienes las reproducen sin cuestionarlas– sin considerar las presiones culturales y sociales que existen en todos esos campos, así como la superficial y omnipresente presencia mediática que lleva a gente de poca capacidad crítica a plegarse a los discursos prevalentes.
El fracaso (parcial) del feminismo
En Inglaterra, la autora es testigo de un proceso de disminución de la presencia política de mujeres en el parlamento. Por otra parte, el rechazo gubernamental al proyecto de equiparar derechos en relación a las ausencias laborales por paternidad y maternidad da muestras de cómo al hombre no se le permite faltar al trabajo para cuidar a sus bebés. Cuando el hombre pide una reducción del horario de trabajo para estar más tiempo con sus hijos, la petición suele ser rechazada. Así, se fuerza a las mujeres a seguir con sus roles tradicionales de cuidado de los hijos, y eso sin contar que siguen haciéndose cargo de la inmensa mayoría del trabajo doméstico. La autora cita un estudio que dice que hasta las mujeres que trabajan en horario completo emplean en promedio 23 horas semanales para el trabajo doméstico. Y, pese a que a las mujeres les vaya bien en los estudios, continúan teniendo posibilidades laborales menos auspiciosas y peor remuneradas que las de los hombres. Los avances feministas parecen haber llegado a un punto de estancamiento, y eso sin nombrar cómo la cultura hipersexual limita la existencia femenina.
De todas maneras, Walter se permite cierto optimismo: “Por encima de todo, no es el momento de sucumbir al desánimo o a la inercia. Las feministas han conseguido ya crear una revolución pacífica en Occidente que les ha abierto a las mujeres multitud de puertas, ampliando sus oportunidades e insistiendo en su derecho a la educación, el empleo y la libre elección reproductiva. Ya hemos llegado muy lejos. Nuestras hijas no tienen por qué conformarse con una escalera mecánica que sólo las lleve hasta la planta de las muñecas”.
El fracaso (parcial) del feminismo
En Inglaterra, la autora es testigo de un proceso de disminución de la presencia política de mujeres en el parlamento. Por otra parte, el rechazo gubernamental al proyecto de equiparar derechos en relación a las ausencias laborales por paternidad y maternidad da muestras de cómo al hombre no se le permite faltar al trabajo para cuidar a sus bebés. Cuando el hombre pide una reducción del horario de trabajo para estar más tiempo con sus hijos, la petición suele ser rechazada. Así, se fuerza a las mujeres a seguir con sus roles tradicionales de cuidado de los hijos, y eso sin contar que siguen haciéndose cargo de la inmensa mayoría del trabajo doméstico. La autora cita un estudio que dice que hasta las mujeres que trabajan en horario completo emplean en promedio 23 horas semanales para el trabajo doméstico. Y, pese a que a las mujeres les vaya bien en los estudios, continúan teniendo posibilidades laborales menos auspiciosas y peor remuneradas que las de los hombres. Los avances feministas parecen haber llegado a un punto de estancamiento, y eso sin nombrar cómo la cultura hipersexual limita la existencia femenina.
De todas maneras, Walter se permite cierto optimismo: “Por encima de todo, no es el momento de sucumbir al desánimo o a la inercia. Las feministas han conseguido ya crear una revolución pacífica en Occidente que les ha abierto a las mujeres multitud de puertas, ampliando sus oportunidades e insistiendo en su derecho a la educación, el empleo y la libre elección reproductiva. Ya hemos llegado muy lejos. Nuestras hijas no tienen por qué conformarse con una escalera mecánica que sólo las lleve hasta la planta de las muñecas”.
Publicado en Brecha el 29/4/2011