La revolución congelada
La productora de
cine Control Z merece un
lugar destacado y determinante en
la historia del cine uruguayo. Pero desde hace tiempo que dejó de sorprender y fue convirtiéndose en
una factoría de cine de calidad, de productos interesantes y valiosos, pero también repetitivos y
acoplados a estructuras predecibles.
Control Z
supo ser la revolución.
Nadie puede poner en
duda, a once años de
25 Watts y a ocho de
Whisky, lo
que la productora significó
para el cine nacional.
Entre otras cosas, logró
en ese entonces que
los uruguayos nos sintiéramos reflejados
en fotogramas, que nuestro idioma
hubiese sido captado y fielmente plasmado, que
parte de nuestra idiosincrasia fuera
reproducida. Uruguay pasó a
despertar el interés de
la crítica y los
festivales internacionales y, aspecto nada
menor, hubo por fin calidad técnica y
una estética atractiva, coherente. En definitiva,
podía comenzar a hablarse de un "cine uruguayo", y el
fenómeno trascendió al punto de que
otros jóvenes se dieron
cuenta de que filmar era
posible, y que tan solo era
necesario contagiarse un poco de esas ganas de hacer que traía consigo el
equipo de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella.
El
tiempo ha pasado y el cine uruguayo nunca volvió a ser el mismo. De un promedio
de dos o tres largometrajes por año hace diez años, hoy se supera con creces la
decena. Cuánto le debe el cine nacional a Control Z es algo que seguramente no
puede medirse pero sí intuirse, y no es poco.
Insatisfacción. Stoll y Rebella trajeron cierto cine de sugerencias, de
anécdotas mínimas, de personajes desorientados y a la deriva. Dieron a conocer
un mundo de tiempos muertos, de pathos tanguero rioplatense. Una
"poética de la insatisfacción", que hacía uso de esas situaciones y
personajes de pocas palabras heredados de Bresson y Antonioni, y que en ese
entonces también existían en el cine de los directores Tsai Ming-liang, Wong
Kar-wai, Kiyoshi Kurosawa, Jim Jarmusch, Aki Kaurismaki, los hermanos Dardenne,
Fernando León de Aranoa, Lucrecia Martel, Raúl Perrone y tantos otros. Stoll y
Rebella no inventaron la pólvora, pero sí la adaptaron a nuestro universo
cotidiano.
Conforme
los años pasaron, las formas del audiovisual nacional se fueron
redimensionando. Hubo incursiones en los géneros con Mal día para pescar,
Miss Tacuarembó, Flacas vacas y Selkirk, las co-producciones con
otros países comenzaron a ser moneda corriente, los documentales adquirieron
una calidad sin precedentes, y la presencia en los festivales internacionales
se convirtió en algo sostenido, casi constante. Mucha agua pasó por debajo del
puente de Control Z: se sucedieron La perrera, Acné, Gigante,
Hiroshima, finalmente 3. La productora reafirmaba con cada
una de sus nuevas películas un estilo propio, sello de fábrica, y lo hacía
repitiendo las propias fórmulas del éxito. Y es lógico que esta reiteración
también empiece a levantar ciertas sospechas: esa impronta austera, de tiempos
muertos, de personajes silenciosos, suele ser bien recibida en festivales de
todo el mundo por ser considerada como expresión de un cine autoral y de
"calidad" opuesto a las temáticas ruidosas, de montaje
hiperfragmentado, de personajes y circunstancias excepcionales, constantes del
cine dominante.
Acné quizá sea el reflejo más claro de esa tendencia a seguir
adherido a una impronta, desmereciendo la fidelidad a la realidad que se
pretende exhibir. Es muy difícil o imposible encontrarse con un grupo de tres o
cuatro adolescentes de catorce o quince años que no se pase hablando todo el
tiempo, haciendo ruido, riendo a carcajadas. El comportamiento de los
adolescentes silenciosos de Acné no parece condecirse con una realidad,
sino adherirse a una fórmula ganadora.
Tres.
Control Z ha dado a conocer a quien
seguramente sea el mejor cineasta de la actualidad uruguaya. Y no me refiero a
los que son considerados por todos como autores de las películas, a quienes se
llevan el crédito principal (los directores Pablo Stoll, Juan Pablo Rebella,
Manuel Nieto, Adrián Biniez, Federico Veiroj) sino a uno que ha trabajado siempre
desde las sombras, y cuyo nombre suele ser desmerecido. Nada menos que el
productor y montajista Fernando Epstein, quien ha estado presente en la
elaboración de todas las películas de la productora además de Liverpool
de Lisandro Alonso y el documental D.F. (destino final). El trabajo de
un montajista es absolutamente determinante para lo que es el producto final de
una película; se trata de uno de los pilares básicos de la concepción, tan
importante como el guion o el rodaje. El montaje define el sentido de cada
escena, el ritmo, la duración, filtra los materiales innecesarios y selecciona
lo mejor del producto filmado. Un buen montajista puede convertir un caos
desestructurado en una película coherente.
Es
curioso que 3 tenga una edición compartida por Stoll y Epstein.
Epstein suele adaptarse a la duración estándar de las películas, sin llevarlas
nunca hasta las dos horas. 3 adolece de terminarse unos diez o quince
minutos después de lo que cabría esperar, visto y considerando que es una
película centrada en situaciones azarosas, casi inconexas, y que en ningún
momento existe un giro de guión poderoso que encamine la narración en tal o
cual sentido. Es de suponer que Stoll, enamorado de algunas de sus esmeradas
escenas, haya impuesto dejarlas, elongando demasiado la película y
empobreciendo el producto final. A pesar de proponer un esquema ya visto, 3 tiene cosas para decir -es, entre otras cosas, una reflexión sobre salir
adelante con la vida o estancarse, una obra elocuente acerca de quemar naves y
enfrentar al porvenir- tiene momentos geniales (logrados planos secuencia
lyncheanos, situaciones hilarantes, sugerentes escenas de notable economía
narrativa) y grandes actuaciones. Pero pocos espectadores ponen en duda que
aquí sobra metraje.
Lo
que hubo y ya no está. Pero la incógnita que
hoy surge es: ¿qué tuvieron 25 Watts y Whisky que no pudo
repetirse en las posteriores películas de Control Z?, ¿dónde se encuentra la
diferencia determinante entre las películas "de peso" de la
productora, y lo que vino después? Y quizá sea posible aventurar aquí una
respuesta: ambas películas hablaban de una sintomatología social, tocaban
temáticas acuciantes y despertaban incógnitas terribles sobre nuestro mundo
inmediato: ¿Cómo es posible que tres boludos, aún dotados de toda la energía
vital de la adolescencia, no hagan nada, no busquen un camino a recorrer, no
tengan perspectivas, horizontes ni aspiraciones claras?, ¿cómo es posible que
personas maduras hayan pasado una vida entera estancados, repitiendo rutinas
inconducentes e insatisfactorias?, ¿cómo pudieron tolerar ese estatismo que los
aniquilaba por dentro?
Las posteriores
películas de la productora no han sido tan contundentes en sus planteos, quizá
sí reprodujeron una misma forma minimalista pero sin la fuerza incisiva y
universal de semejantes radiografías sociales. Control Z parecería orientada a
seguir una línea que ya resulta cansina, poco renovadora, no demasiado
estimulante. Queda por ver si de ahora en más se arriesgará a explorar nuevos
terrenos, si sabrá apostar una vez más por redefinir nuestro audiovisual o si
en cambio optará por estancarse y empantanarse en una monotonía anquilosada y
ya asimilada por todos.
Publicado en El boulevard, mayo / 2012.