Con cerca de cuatrocientos títulos en exhibición distribuidos en doce salas, con funciones que comienzan a las nueve de la mañana y trasnoches que pueden terminar a las 3 de la madrugada, el Festival de Mar del Plata es una portentosa inmersión cinematográfica, una propuesta imposible de abarcar y una ventana al mundo sin parangón en latinoamérica. No en vano es el único festival latinoamericano catalogado como "clase A" por la FIAPF (Federación Internacional de Asociaciones de Producciones de Films), categoría otorgada solamente a un puñado de festivales en el mundo. Para ganarla se necesita cumplir con una serie de requerimientos: un trabajo anual sostenido, una seria selección de películas y de jurados para las competencias, una especial atención a la prensa interesada, un estricto cuidado para evitar el robo o la copia ilegal de las películas a estrenar, un visible apoyo a la industria cinematográfica local y un sistema de seguros que salvaguarde a las copias participantes, además de contar con publicaciones oficiales y materiales de difusión que cumplan con los más altos estándares. El grueso y pesado catálogo impreso, con la descripción de cada una de las películas exhibidas, sería factible de ser usado como una implacable arma arrojadiza, y a uno hasta podría sacarlo de problemas.
Lo que llama particularmente la atención es el carácter popular del festival, su inmenso éxito de público. Las entradas son muy baratas (15 pesos argentinos) algunas funciones suelen agotarse mucho tiempo antes de empezadas, y existe un gentío local fijo que se arroja a los cines durante ocho días y despide las películas con efusivos aplausos (incluso las que no los merecen). En las largas colas hacia los cines, en las esquinas, la gente consulta y discute la programación decidiendo en qué cuatro películas destinará las restantes horas del día. Por la ubicación de las salas de cine, debe de ser además uno de los festivales existentes más cómodos y prácticos, ya que los cines se encuentran distribuidos en un área reducida, a poca distancia uno del otro -como máximo toca caminar diez cuadras desde el Auditorium central a uno de los Shoppings-, y a su vez muy cerca de la rambla, lo que permite alternar el encierro con paseos al aire libre por la costa. Los precios de la ciudad son aberrantemente baratos, y para el visitante uruguayo eso puede significar una oportunidad de comer muy bien en un restaurante sin miedo alguno a ser desvalijado. Pizzerías que venden una porción de muzzarella a ocho pesos argentinos, vendedores ambulantes que ofrecen deliciosos churros rellenos a cuatro pesos. Por 40 pesos se puede almorzar copiosamente, con pan y refresco.
El fin de semana, Mar del Plata bulle. A los aumentos de temperaturas se sumó un fin de semana largo para la población argentina -se conmemoraba con retraso la Batalla de la Vuelta de Obligado- lo que provoca que las calles principales se tapen de gente, de alguna manera marcando el preámbulo de lo que será la insoportable temporada alta, caracterizada por playas atestadas y toda la infraestructura de restaurantes y hoteles funcionando a tope. El festival termina por darle un aire pintoresco a la marejada de gente, ya que entre los transeúntes puede verse caminando a Leonardo Sbaraglia, a Pierre Etaix, al surcoreano Bong Joon-ho, a Graciela Borges y a la brillante actriz chilena Catalina Saavedra, entre tantos otros.
Ricardo Darín da una conferencia en un auditorio atiborrado -en breve será publicado un artículo al respecto-, mientras en otro cine se estrena, con la presencia del productor, una película mexicana que acabará llevándose el premio a mejor película. Al mismo tiempo se proyecta el clásico Electra de Miklós Jancsó en copia restaurada, se presenta un libro y tiene lugar un toque de varias bandas (pop pegadizo, reggae, electrónica, punk). La sensación de estar perdiéndose constantemente de eventos únicos sólo puede compensarse con la certeza de estar recibiendo una concentrada inyección del mejor cine.
Según los asiduos, la programación de este año no fue tan buena como la del año pasado, pero eso porque la anterior edición había sido excelente. Este año sí pudieron verse varias películas poco interesantes o directamente pésimas (como la argentina Tiro de gracia, basura de género "inteligente" o O sol nos meus olhos, uno de esos soporíferos cantos a la nada cinematográfica), pero si se promediara el nivel de las producciones, la calidad sería muy superior a la media de los festivales internacionales.
Otro de los puntos fuertes han sido siempre las retrospectivas de directores. Este año concretamente Bong Joon-ho (también publicaremos un artículo específico sobre el genial director surcoreano), John Landis y Pierre Etaix estuvieron presentando sus películas y charlando con el público acerca de ellas. También hubo una retrospectiva de John Boorman y una videoconferencia con él, se pasaron películas del período mudo de Alfred Hitchcock, hubo una revisión de los clásicos de Roberto Rossellini, de Juan Antonio Bardem y Gabriel Figueroa, y se proyectaron películas argentinas restauradas de Hugo del Carril, José Agustín Ferreira y otros.
China crece. Pero pasando a los grandes hallazgos: seguramente la película más imponente de las que pudo ver este cronista es A touch of sin, del director chino Jia Zhang-ke. El realizador de The world y Naturaleza muerta concibió una película como nunca la hubiéramos imaginado. Quien haya visto sus anteriores películas podrá recordar que son obras más bien lentas, en un registro cuasi-documental, centradas en ambientes y estados de ánimo, y en las que son expuestos cuadros de decadencia y nuevas formas de miseria. Aquí, el titulo que alerta sobre la participación de la Kitano Office al comienzo del filme, quizá adelante de alguna manera lo que vendrá después: un increíble exabrupto de violencia, digno del Kitano más despiadado. Hombres dándoles de palos a otros e incluso a mujeres, puñaladas varias, tiros de escopeta reventando cabezas, sangre saliendo a borbotones. Pero aún así puede reconocerse la mano de Jia, ya que expone cuatro historias sobre las más tristes y terroríficas facetas del crecimiento y el "progreso" de la China industrializada de hoy. Trabajos precarios e insalubres, antiguas fábricas desmanteladas, corrupción, decadencia moral y el extraño e invasivo sentimiento de que el orden social proclamado no es nada más que una fachada que esconde inmensas cantidades de tristeza.
Cada una de las historias presentadas en la película tiene un correlato, incidentes reales de la crónica roja que, a pesar de haber obteniendo escasa cobertura mediática, son bien conocidos para la población China. Así, la violencia no es en absoluto gratuita y refiere a cierto "estado de cosas" que puede vivirse al interior de la nueva potencia mundial. Incidentes "pequeños" que culminaron en violentos estallidos, exabruptos que parecerían desmesurados respecto a las causas que los originan. Lo que da a entender Jia es que detrás de lo que vemos hubo un cúmulo de injusticias, los personajes traen dentro de sí angustia acumulada, una vida insatisfactoria cargada de represión. La sucesión de cambios estructurales recientes significaron para ellos sólo perjuicios; las grandes corporaciones, aliadas con el gobierno, han sustituido eficazmente al Partido Comunista determinando la existencia y las condiciones de vida en el país y, según las palabras del director, los débiles recurren a la violencia "como la manera más rápida y directa de recuperar algo de la dignidad perdida".
Jia logró dos cosas absolutamente increíbles. Primero, sortear al estricto comité de censura chino, que ha resultado ser infranqueable para filmes mucho más inocuos. Aquí seguramente la verdadera explicación sea que entre los fans del cine de Jia se cuenta un hombre llamado Xi Jinping, y que vendría a ser nada menos que el actual presidente de China. Segundo, lograr lo que muchos intentan infructuosamente, es decir, plantear una historia de venganza, de antihéroes bajo presión que explotan en catarsis violentas, pero con un trasfondo social verdadero e insoslayable. Como si una película como Kill Bill se basara en temas tipo la crisis en el sistema de salud norteamericano o la debacle financiera. Jia triunfa y entrega cine de género puro en un terreno de cine social, logrando así afirmarse donde muchos otros cineastas patinaron estrepitosamente. Por esa y algunas razones más, A touch of sin es una de las mejores películas de nuestros tiempos.
Transgresiones varias. La ganadora de la Competencia Argentina fue la notable La utilidad de un revistero, de Adriano Salgado. Si decimos que se trata de una película concebida con un solo plano (en realidad son dos, porque cerca del final hay un corte con fundido a negro) prácticamente estático (hay un sólo y leve movimiento de cámara en determinado momento) y con tan sólo dos actrices, muchos podrían pensar que se trata de un rollo experimental absolutamente aburrido e infumable, cuando en rigor es todo lo contrario. La película muestra la interacción de dos muchachas adentro de un departamento de Buenos Aires; una de ella se presenta como candidata para un trabajo como colaboradora para la construcción escenográfica de una obra teatral, y la otra intenta chequear su idoneidad y sus posibles aptitudes. La informal entrevista comienza a transformarse en una charla en la que la planificación de la obra deriva en una cena conjunta con algún accidente doméstico, y un hilarante intercambio acerca de las mejores maneras de dar sexo oral. Las dos actrices (brillantes) despliegan un largo duelo actoral con efectivas puntas humorísticas, en el que empiezan a dar a los personajes cierta complejidad, dimensiones ocultas que acaban forjando cierta densidad humana. Enfrentando al espectador a sus propios prejuicios (en un comienzo las chicas aparentan ser bastante pelotudas, y terminan siendo algo totalmente distinto), la película utiliza el reducido espacio estableciendo un juego metacinematográfico y de espejos, proponiendo asimismo una reflexión respecto a la puesta en escena teatral y cinematográfica. Una gran ópera prima, diferente, lúdica y muy entretenida de un promisorio director al que conviene seguir de cerca. Sobre la atípica concepción, Salgado ha dicho: “Con este larguísimo plano secuencia quise demostrarme sobre todo que los cortes en el montaje no garantizan ni entretenimiento ni efectividad, y que incluso a veces el corte puede ser una gran decepción”.
El enfant terrible canadiense Bruce LaBruce acierta con Gerontophilia, la historia de un chico de 18 años que siente una gran atracción fetichista hacia los hombres viejos, de modo que su nuevo trabajo en un asilo de ancianos -una labor que sus pares detestarían- para él resulta el paraíso. LaBruce hace uso de un estilo elegante provisto de bellas y pulcras composiciones fotográficas y de una narrativa clásica para construir una absolutamente atípica historia de amor entre este muchacho y un octogenario internado en el asilo.
Es muy curiosa esta nueva película de LaBruce, ya que se recuerda al director como a un terrorista de la imagen, como a un transgresor que gustaba de herir sensibilidades. Normalmente se lo identifica con el movimiento subversivo de los años 90 llamado "New queer cinema" o, como el prefiere, con el "queercore", y es admirado por ciertos sectores de la comunidad LGTB más underground. Sus seguidores se refieren a él como a un revolucionario auténtico y como a un innovador que supo filmar películas porno gay con zombies y vampiros, que mezcló el porno con el cine independiente, y a través de sus películas dio a conocer parafilias de las que muchos ni siquiera habíamos escuchado hablar.
Es sumamente bienvenido este filme, un vuelco de LaBruce al cine apto para las grandes audiencias. Con este vuelco, pareciera haber dado un giro a su estrategia política, ya que, valiéndose de los parámetros del cine romántico vuelve accesible y "normaliza" un vínculo que muchos podrían apresurarse en catalogar como aberrante u obsceno. Pocas cosas tan difíciles como traer a tierra algo como la gerontofilia y demostrar que puede derivar en vínculos amorosos como cualquier otro. LaBruce crea personajes queribles y creíbles, dignos y al mismo tiempo defectuosos. La aproximación cálida, íntima y humana puede derrumbar prejucios sobre ciertas categorizaciones injustas, a la par que trae una nueva e indiscutible acepción a la palabra "ángel". Otorgándole humanidad a sus criaturas, LaBruce rompe esquemas y se acerca un poquito más y, ahora sí con mayor legitimidad, al calificativo de "revolucionario".
En los márgenes. Una de las más agradables sorpresas del festival fue la película argentina Mujer conejo de la directora Verónica Chen (Vagón fumador, Agua). La protagonista es una argentina de rasgos chinos, no entiende una palabra de chino y se desempeña como inspectora municipal, encargada de conceder la habilitación a locales según las leyes establecidas. Cuando se niega a conceder la habilitación a un establecimiento de la mafia china, se ve involucrada en un lío mayúsculo de tríadas, explotación laboral y mutación genética. Si bien el foco parece orientado a las penosas condiciones de trabajo que sufren los inmigrantes, el submundo de los negocios ilegales y los vínculos mafiosos que presionan por matenerlos en la clandestinidad, la película adquiere un tono realmente bizarro cuando trae a la historia a una manada de conejos carnívoros, y cuando recurre a la animación y la alterna con la acción real para relatar ciertos tramos. Quizá lo que disminuye un poco la calidad de la película sean precisamente estos tramos de animación (y no animé, como dicen erróneamente el 90% de las reseñas referidas a la película), toscos y poco profesionales. Pero qué bien la alegoría de los conejos para explorar ciertas temáticas como la interculturalidad, el mestizaje y el cautiverio del hombre por el hombre. Como co-guionista de esta poderosa historia figura en los créditos un nombre uruguayo y salteño: el de la escritora Inés Bortagaray, también co-autora de los guiones de Una novia errante y La vida útil.
Del panorama chileno, seguramente la mejor propuesta fue Las niñas Quispe, de Sebastián Sepúlveda (La León, Joven y alocada) en la que se relata un episodio más bien desconocido de la dictadura chilena. En 1974 Pinochet ideó un plan para extender su control hasta las zonas más remotas de Chile, y para ello envió a sus carabineros a confiscar los rebaños de los habitantes del altiplano, con la idea de reubicar a la gente en otras regiones más accesibles. En este contexto, las hermanas Quispe son tres mujeres mayores, apolíticas y analfabetas, que viven arduamente de su trabajo con los animales, en el medio de la nada, en llanuras desérticas surcadas por las montañas. A partir de los rumores que les llegan, comprenden que los lugareños vecinos están desapareciendo uno tras otro. El episodio es elocuente acerca de cómo una dictadura militar es capaz de instalar el miedo y reproducirlo hasta los últimos y más inalcanzables confines de una región, y asimismo como es capaz de alterar, perjudicar y destruir la vida de personas que no sólo no son opositoras al régimen sino que además serían llanamente incapaces de discernir la diferencia entre un gobierno u otro.
Se pueden nombrar otras obras de sumo interés como la mexicana Los insólitos peces gato, ganadora de la Competencia Latinoamericana, la griega The eternal return of Antonis Paraskevas, la estadounidense The dirties, la argentina Choele, la portuguesa È o amor y la chilena Las analfabetas, pero son demasiados títulos y no hay tanto tiempo. Ahora lo que cabe esperar es que todas estas películas obtengan su debida distribución en el Uruguay; es cine que se impone, y que no convendría dejar pasar.
Publicado en Brecha el 13/12/2013