viernes, 14 de octubre de 2016

Afterimage (Powidoki, Andrej Wajda, 2016)

Testamento, y un retazo de historia


Una de las primeras escenas de Powidoki –titulada Afterimage en el TIFF– es elocuente acerca del período histórico que Wajda procura reconstruir. En la ciudad de Lodz, un artista se encuentra en su departamento-taller, pero de pronto el lienzo en el que está a punto de pintar adquiere un color rojo intenso. No es para menos, un equipo de obreros se encuentra colgando un inmenso cartel de Stalin en la fachada de su edificio, tapándole por completo la luz del día. Ahora su habitación está opacada, inundada por ese inoportuno color rojo. Completamente irritado, el pintor abre la ventana y, con uno de sus caballetes, rompe la sección de tela que la tapa, de modo de poder recibir inalterada la luz del sol y seguir trabajando como siempre. Pero lo suyo ha sido un exabrupto mayor: en los hechos, lo que hizo fue vandalizar la sagrada imagen del líder de la revolución. En esta breve escena se impone, tan sencilla como poderosa, la metáfora. El protagonista pretenderá evitar a toda costa que su arte se convierta en lo que el comunismo le dicta, y no se trata de una rebeldía infantil o caprichosa, sino de hacer uso del más elemental sentido común; es imposible trabajar con los lienzos manchados de rojo. 
Wladyslaw Strzeminski fue un afamado pintor polaco que se desempeñó durante la primera mitad del siglo XX, teórico del constructivismo, ayudante de Malévich y autor de la teoría del unismo. Así, la película de Wajda nos muestra a un Strzeminski veterano, admirado por colegas y por estudiantes durante la segunda mitad de los años cincuenta. Pero en la Polonia de la posguerra, la era de las vanguardias pasó a ser cosa del pasado, y el régimen procuró abrazar un nuevo y estricto código de realismo socialista, que decretaba que “todo arte debe satisfacer las necesidades de las personas”. Así, pasaron a mirarse de reojo especialmente a los pintores abstractos, calificados entonces como “formalistas” que llevaban a cabo un arte contaminado de “americanismo”. 
Strzeminski no sólo luchó por seguir haciendo su trabajo, sino que también se percató de cómo el régimen comunista amenazaba con acabar de un plumazo con la riqueza y la diversidad cultural, imponiendo un funesto paradigma propagandístico. Profesor de historia del arte en la Escuela Superior de Artes Plásticas de Lodz –institución que él mismo había contribuido a fundar–, el protagonista se opondrá enfáticamente a los dictados de los nuevos funcionarios y ministros, lo cual acarreará consecuencias nefastas sobre su persona: desde la expulsión de la escuela hasta la cancelación de sus exposiciones o la directa destrucción de sus obras. Y luego, cosas aun peores. 
Wajda venía planificando este proyecto desde hacía por lo menos veinte años, una deuda consigo mismo, ya que en parte cuenta hechos que vivió en carne propia. Antes de comenzar sus estudios de cine, el director fue estudiante de Bellas Artes en la misma escuela en la que Strzeminski impartía cátedra. Wajda pensaba originalmente realizar una película sobre la vida del pintor y su pareja, Katarzyna Kobro, quien, como él, también fue una célebre artista. Pero luego de pensarlo desistió de abordar la tórrida relación que mantuvieron –sólo eso habría cambiado completamente el tono de la película– y optó por comenzar su abordaje a Strzeminski ya en sus últimos años, poniendo el foco en su relación con colegas, con su hija, con sus alumnos y especialmente con una secretaria personal que lo acompañó hasta sus últimos días, amándolo en secreto.


El carismático protagonista se encuentra notablemente interpretado por Boguslaw Linda, un actor de trayectoria que trabajó con Wajda en varias ocasiones, pero además con muchos de los mejores cineastas polacos: Kieslowski, Holland, Bajon, Kolski, Falk. Hacía tiempo que el intérprete no tenía un protagónico en cine, lo que le dio una gran oportunidad de desempeño. Strzeminski quedó inválido tras perder un brazo y una pierna en la Primera Guerra Mundial, y si bien Linda cuenta con todos sus miembros inalterados, su interpretación y la magia de los efectos visuales llevan a que ello pase completamente desapercibido. 
La terca valentía del pintor y su porte imperturbable ante la secuencia de infortunios que sobre él recaen lo convierten en un gran personaje trágico, abordado con estoica maestría por parte del director. Si bien el guión está repleto de giros dramáticos, la naturalidad con la que se suceden y la ausencia de énfasis sobre ellos los vuelven aún más terribles y memorables; el protagonista lamiendo un plato en el que segundos antes hubo una suculenta sopa, la desaparición de un personaje tras ser arrestado, una cama inesperadamente vacía en un hospital son elementos que operan con parquedad, sin subrayados ni notas estridentes, pero que aun así se tornan inolvidables. Si bien la narrativa es lineal y clásica, Wajda también se permite dejar cabos sueltos, situaciones carentes de explicación, que quedan repicando en la audiencia. La gris y opaca fotografía de Pawel Edelman refleja brillantemente un capítulo significativo de la Polonia del último siglo, período rara vez abordado por el cine. 
El testamento cinematográfico de Wajda ha sido tachado de frío o de falto de intensidad, algo sumamente injusto considerando que se trata de un cine que emociona desde la sutileza, que apela al rigor histórico evitando la lágrima fácil o los lugares comunes del melodrama, y que impresiona desde su despojada literalidad. Es curioso como Wajda, quien supo ser un poeta de grandes alegorías y hermetismos varios, ha dejado un testamento así de llano y desgarrador, uno que, de sólo rememorarlo, llama al escalofrío. 

Publicado en Brecha el 14/10/2016

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