martes, 7 de marzo de 2017

Los documentales de Maite Alberdi

Cine nutrido de realidad

Se estrenó en Cinemateca Pocitos el brillante documental “La once”, de la joven cineasta chilena Maite Alberdi. Aunque aún breve, su filmografía tiene varios elementos en común, sobre todo la excelencia. Considerando, además, que “Los niños” –su tercer largometraje– será estrenado en julio, conviene advertir sobre una directora que vale la pena conocer. 

 


Su nombre comenzó a resonar en Montevideo cuando tuvo lugar el estreno de su ópera prima, El salvavidas, durante las jornadas de la edición 2012 de Doc Montevideo. Fue por lejos el mejor documental presentado durante esas jornadas, no sólo por su singular temática –básicamente se centra en un rescatista que lleva a cabo su labor sin meterse nunca en el mar– sino por un sorprendente registro documental que en ningún momento lo parece. La naturalidad con que los personajes se desenvuelven ante cámaras, un llamativo y constante humor, la profundidad temática y un desenlace completamente inesperado, revelaban una aproximación cautelosa y perseverante, un esmerado rodaje y un soberbio trabajo de edición. 
Alberdi tenía sólo 29 años cuando el estreno de El salvavidas en el Festival de Valdivia. La película se llevó el premio del público (algo llamativo por tratarse de un documental) y tuvo gran aceptación en otros festivales del mundo. La cineasta fue reconocida en su país como una de las grandes revelaciones del cine nacional, y de las más jóvenes. Lo que no estaba del todo claro era que un estilo tan autoral y peculiar como el que se percibía en su debut se continuara en sus siguientes películas, y es algo que afortunadamente pudo confirmarse con el paso del tiempo. 
El salvavidas fue rodada durante tres años, y para el momento de su edición contaba con 150 horas de material bruto. De esta manera puede comprenderse, en parte, tan notable resultado; se trata por un lado de una aproximación que, de tan persistente y continuada, “invisibiliza” las cámaras ante los veraneantes y los mismos salvavidas; y por otro de una rigurosa selección de material que, además de presentar la temática con naturalidad, aporta ritmo y una suerte de narrativa “humorística” donde se revela la idiosincrasia del chileno veraneante. Pero el trabajo de hormiga ya era algo presente antes del rodaje: Alberdi se entrevistó con 180 salvavidas hasta dar por fin con el que más le interesaba: un hippie de rastas que, paradójicamente, era un individuo sumamente disciplinado. Silbando canciones de Michael Jackson y paseándose a lo largo de El Tabo, una de las playas más peligrosas de Chile, impone su presencia a fuerza de silbato, y defiende radicalmente la filosofía de que “es mejor prevenir que curar”, al punto de no entrar nunca al agua. Su precarizada labor obedece a que sus jefes, los vendedores ambulantes (quienes ganaron la licitación para administrar esa playa) lo contratan pagándole lo mínimo y sin facilitarle ningún implemento. Pero aun bajo esas condiciones se trata de un fundamentalista de las normas, empeñado en aplicarlas a rajatabla. 
Lo interesante del planteo es que un personaje tan atractivo y de contradicciones tan evidentes comienza a revelar, en su accionar, elementos sumamente llamativos. Entre ellos el desprecio, la rivalidad y el territorialismo respecto de otro salvavidas, uno que no es ni la mitad de riguroso que él pero que la misma película se encarga de demostrar que sí resulta ser muy útil en los momentos clave. Alberdi logra una increíble aproximación a un perfil peculiar, y su relato es elocuente acerca de las diferencias entre las construcciones teóricas y la práctica, entre el discurso y la acción, entre las poses y las verdaderas posturas vitales. El abordaje deja que el espectador infiera y se explique un perfil psicológico tan complejo como profundamente inquietante, y que plantee además sus propios juicios éticos. 
 

Es en este registro de documental que se asemeja a la ficción, con personajes que parecieran seguir un guión predeterminado, que puede ubicarse La once. El título refiere a la forma en que en Chile se denomina comúnmente a la merienda; la leyenda cuenta que el término proviene de la época en que los mineros se escapaban de su trabajo a la tarde a tomar té con aguardiente. La palabra “aguardiente” tiene 11 letras, y la clave para que sus jefes no supieran que iban a tomar alcohol era decir que salían a tomar “la once”. Un grupo de ancianas de clase alta (“cuicas”, se les diría en Chile, “pitucas” en Uruguay) se reúne mensualmente a tomar té para contarse intimidades, evocar tiempos pasados, cantar, agasajarse con masas y tortas, ver partidos de fútbol. Es una oportunidad también para plantear sus miedos, sus problemáticas vitales, y para servirse de apoyo mutuo. Nacidas alrededor de 1930, fueron juntas al colegio y desde entonces no han dejado de verse. Eso sí, su número ha ido disminuyendo con los años: el grupo se ve cada vez más reducido; “nos hemos ido mermando”, dicen en varias ocasiones, viéndose incluso en la necesidad de “reclutar” otras amigas de fuera de su círculo, para evitar ser tan pocas. 
La acción comienza cuando las protagonistas festejan los 60 años de egreso de la secundaria, y el registro se extiende durante cinco años más. El abordaje es íntimo: planos detalle de las esmeradas y elaboradas tortas, de las pomposas teteras, de la campanita utilizada para llamar a la empleada –una “nana” de rasgos mapuches que las atiende–, se alternan con una aproximación a las interlocutoras, casi exclusivamente en primeros planos, volviendo al espectador partícipe de esas conversaciones. La sensación es la de presenciar una costumbre extinta, de asomarse por una ventana a un pasado de valores diferentes y a señoras criadas para ser buenas amas de casa, con sus particulares formas de vivir, de pensar y también de desahogarse. La merienda, o mejor dicho “la once”, lejos de ser un encuentro superficial e irrelevante, supone un momento de intensa descarga emocional. 
A muchos espectadores en un principio podría causarle rechazo este tipo de reuniones de señoras, pero el abordaje de Maite Alberdi es notable, si bien el registro observacional toma cierta distancia de ellas y sus opiniones, no se trata de una mirada desde la vereda de enfrente, sino de un abordaje inmersivo, que observa desde adentro, no sin cierta empatía (una de ellas es la abuela de Alberdi) y con ferviente afán antropológico. Enseguida las temáticas conversadas, así como ciertos “desencuentros” ideológicos entre estas señoras, captan inevitablemente nuestra atención. Este círculo es el relato vivo de una época y de una clase, y puede ser visto como un paradigma del conservadurismo chileno, aunque con matices; si bien la abuela de Alberdi parece representar su costado más liberal –en determinado momento comenta su simpatía hacia la película La vida de Adèle–, las demás dejan escapar típicos brotes clasistas, racistas y profundamente reaccionarios, como cuando una de ellas le replica que los homosexuales tienen derecho a vivir pero que no deberían “hacer ostentación de su problema”. Lo interesante es que detrás de sus notorias y profundas contradicciones se entrevén también sus sueños, sus asideros vitales, su mirada hacia los cambios sociales de las últimas décadas y hacia la sombra de la enfermedad y la muerte, que, ineluctable, se cierne sobre ellas. 


Como en El salvavidas, Alberdi utiliza las historias que el paso del tiempo va construyendo en la realidad misma. Durante cinco años el grupo cambia radicalmente, las preocupaciones se transforman, el Alzheimer marca sus huellas durante un episodio y el cáncer se convierte en tragedia. En este devenir, la directora demuestra, una vez más, ser una de las mejores creadoras de personajes del cine documental actual, dotándolos asimismo de una evolución dentro del relato. Sobre el final las emociones se imponen, y esas mismas mujeres que pudieron haber causado rechazo, conmueven, perduran y se vuelven disparadoras de profundas reflexiones. 

Publicado en Brecha el 3/3/2017

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