lunes, 3 de abril de 2017

Life: vida inteligente (Life, Daniel Espinosa, 2017)

La nave de las contradicciones 


Desde que Alien sentó en 1979 las bases del cine de “terror espacial”, el esquema no ha cambiando en absoluto. A partir de entonces surgieron réplicas, secuelas y decenas de subproductos que calcaban su idea general (monstruo/s alienígenas que arremeten contra un equipo de humanos en un entorno hostil, con limitada movilidad y recursos), aunque hace tiempo que no se los veía. Es lógico que con el exitoso paquete reciente de películas espaciales (Gravedad, Interestelar, Misión rescate, Pasajeros) la idea se haya reflotado una vez más, con la esperanza de que vuelva a funcionar en las taquillas. Esta superproducción contó con un presupuesto de 58 millones de dólares, bastante más de lo que suele facilitársele a cualquier película de terror. 
Los “tanques” hollywoodenses cuentan usualmente con equipos técnicos de centenares de personas. Y entre todos esos contratados suele haber auténticos talentos cuyos atributos apenas pueden verse plasmados durante breves instantes, quizá segundos, en una película. Aquí uno de los elementos que más relucen es el diseño del extraterrestre y, sobre todo, de sus movimientos. Ese espécimen semitransparente que crece con cada nuevo humano ingerido, que se encoge o se expande, que se traslada por la nave utilizando sus múltiples tentáculos, que se repliega presurosa y sorpresivamente en torno a antorchas luminosas que flotan, ofrece fugaces momentos que evidencian las habilidades del equipo de efectos especiales. Una gran secuencia tiene lugar cuando el monstruo mata a la primera de sus víctimas, y borbotones de sangre emergen de la boca abierta del cadáver y se expanden lentamente en gravedad cero. 
Ahora bien, de todos los múltiples oficios y del amplio abanico de elementos que componen una película, uno de los fundamentales, prácticamente su columna vertebral, es el guión. Y algo tiene que estar muy mal si el único personaje interesante de todo el cuadro es el monstruo, una entidad que no habla, que no expresa sentimientos, que pasa buena parte del metraje intentando eliminar a todos y cada uno de los humanos. Lo curioso es que, a pesar de todo eso, este bicho tiene verdaderas razones para volverse contra los personajes, luego de que uno de ellos tuviera la brillante idea de aplicarle descargas eléctricas para observar su reacción. Luego del picaneo, el monstruo descubre que para sobrevivir tendrá que deshacerse de esos “alienígenas” que lo secuestraron y pretenden experimentar con él. 
Los diálogos de estos fulanos son deplorables. Una tripulante, después de que el espécimen se deglutió a la mitad de la tripulación, en lugar de entrar en shock, llorar, gritar o violentarse, señala con mucha calma algo así como que sus sentimientos en ese momento “no son racionales, ni científicos”; otro se pone a recitar frases existencialistas con la mirada perdida, y prácticamente todos se aprestan a sacrificarse por la supervivencia de los que quedan. Después de escuchar tantas memeces, tanta majadería junta, al espectador no le queda más que esperar que el “villano” ingiera prontamente a todos y cada uno de los que quedaron en pie. 
Y, como para acrecentar más las ambivalencias de esta película, el final es grandioso. Un remate que no se ve venir y que supone uno de los mejores desenlaces del cine de terror de los últimos tiempos, seguramente uno de los más angustiosos y desesperantes. Una pena, una auténtica contradicción que una película tan mala termine a semejante altura.

Publicado en Brecha el 3/4/2017

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