miércoles, 8 de noviembre de 2017

Entrevista a Federico Godfrid

La convivencia como clave 


Se encuentra en cartelera “Pinamar”, laureada película argentina que sobresale por muchas razones. No sólo la adolescencia es una etapa raramente abordada en el cine, sino que en este caso la aproximación es notablemente vívida, fresca y psicológicamente refinada. En entrevista, uno de los directores más prometedores del vecino país reveló varias de las claves para alcanzar un registro sumamente particular. 

Dos muchachos viajan a un balneario de la costa argentina, a casi 350 quilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Debido al reciente fallecimiento de su madre deben concretar la venta de un departamento que heredaron, cargado de recuerdos de la infancia. Pero si bien Pinamar se encuentra plagado de gente durante la temporada, el resto del año es un sitio semidesierto, habitado por pescadores y otros trabajadores locales. En un par de días, ambos muchachos deberán convivir consigo mismos, con los amigos de la zona, pasar el rato y recapitular sobre lo sucedido. Pinamar es una película lograda con una impecable factura técnica, pero cuya principal fuerza radica en la construcción de vínculos, en los diálogos, en el notable desempeño de su joven elenco. En particular, Juan Grandinetti (hijo de Darío), brilla en su primer protagónico, construido con una mirada introspectiva, parquedad y un minimalismo gestual particularmente elocuentes. 
Luego de egresar de la Universidad de Buenos Aires (UBA) como diseñador de imagen y sonido, Godfrid se dedicó a la docencia, al cine y al teatro. Escribió y dirigió varias obras teatrales, y en 2008 logró su debut en el cine con La Tigra, Chaco, en codirección junto a Juan Sasiaín. Durante años dio clases y talleres sobre dirección de actores, tanto en la UBA como en otros institutos. Esta experiencia se ve claramente reflejada en sus diáfanas palabras, que demuestran un profundo conocimiento del medio. 

—En Pinamar tenemos dos hermanos que están viviendo un mismo duelo, pero ambos tienen una forma muy diferente de procesarlo. ¿A vos te interesaba expresar eso, particularmente? 

—Sí y no. Evidentemente por el resultado final pareciera que sí, pero en el momento trataba de que no. Incluso me hubiese gustado que no fuesen tan marcadas las diferencias. Hay un contrapunto y no me parece lo mejor. Pero fue naciendo de la construcción que se fue generando con los actores. Hubo muchas cosas que no estaban en el guión y fueron apareciendo en el rodaje: Agustín, el actor que hace de Miguel, es un pibe al que no lo frenás. Era una máquina de proponer, de generar. En la escena inicial, la del auto, era muy importante que con muy poco se pudiera dar una idea general de cómo era el vínculo entre los personajes. Entonces en el rodaje, en ese tren de no estarse quieto, Agustín sacaba el ukelele y se ponía a tocar. Yo le decía: “¡Basta con el ukelele!”, y entonces se ponía a armar un cigarrillo. Yo estaba atrás, en el auto, escondido con el video assist y le decía: “¡Pará chabón, no hagas nada!, ¿no podés no hacer nada?”, y lo intentó, pero en seguida se puso a hacer esos ruidos con la boca que quedaron en la primera escena. Cuando veo que empieza con eso, me encantó: dije este chabón está reloco, y quedó tal cual. La molestia que le genera a Pablo y que es perceptible fue la que Agustín le estaba generando en ese preciso momento. Terminé de filmar y dije, genial: ya tengo la primera escena. 


—Tengo la impresión de que ambos tienen formas diferentes de evadirse, buscan hacer cosas para no pensar, para no enfrentarse a la muerte de su madre. 

—Exacto. Eso sí estaba en el guión. Que Pablo se pusiese a arreglar cosas, a solucionar problemas, Miguel en cambio precisa salir, esparcirse, y también es una forma de no encontrarse consigo mismo. 

—Das clases de dirección de actores. Pero en esa aproximación a los actores hay muchas escuelas… ¿Cuál sería tu plan de trabajo en ese sentido? 

—Justamente, siempre traté de investigar mucho al respecto. Saco un poco de lo mejor de cada corriente. Desde exponentes del teatro que han llegado al cine como Stanislawsky y Strasberg; ciertas cosas vinculadas a la “memoria emotiva” y otras de la “imaginación absoluta” de Chéjov. También trato de trabajar con los actores en el análisis de los textos y de los diálogos, y trabajar también el hecho de que nunca sientan emocionalmente las mismas palabras que están diciendo. 

—¿Cómo es eso? 

—Me gusta que se genere una disociación. Cuando se está hablando de algo profundo, como “yo pienso en mi mamá y en la muerte, y creo que me puedo conectar con ella en el más allá”, me gusta que el personaje no lo diga desde un lugar de solemnidad, sino en un intento de levantarse a la chica. Esas disociaciones uno las hace permanentemente en la vida, y son muy interesantes de trabajar con los actores. Ahora, de todos los autores robo un poco, pero el que realmente me parece un revolucionario de la actuación cinematográfica es Cassavetes, un tipo que logró en sus películas cosas tremendamente mágicas. Te cuento algo: cursé toda la facultad viendo a Bergman, Hitchcock, Tarkovski, Fellini, etcétera. Pero me llamó la atención que en ninguna materia me habían dado Cassavetes, y yo lo descubrí después y no podía creer que me hubiesen hecho ver cincuenta veces La ventana indiscreta y que existan cincuenta libros al respecto, y que nadie se haya tomado ese trabajo con Opening Night, o con Una mujer bajo influencia. Son películas que tienen un riesgo y una búsqueda de que eso que acontece sea un hecho vivo, real, que está aconteciendo en ese momento. Yo pensaba en cosas que se dan en la facultad, como el Dogma 95, son como juegos de niños, que atrasan 30 años respecto a cosas que aparecieron mucho antes. 

—Es verdad que hay escenas muy Cassavetes… Cuando los muchachos improvisan, se interrumpen o hablan unos encima de otros… 

—Sí, y esas son luchas que tuvimos que dar y que funcionaron. Siempre los sonidistas te dicen que si los chicos hablan unos sobre otros se pisa el sonido y que se precisa que uno termine de hablar para que empiece el otro… y no, eso no es cierto, no lo necesitás. Hay que dar varias luchas, el iluminador también te dice: “Hay que poner todos estos telgopores para que el actor esté bien iluminado”. No, no los necesitás, si ponés al actor adentro de un cubo de cuatro telgopores hay algo que se termina muriendo en el rodaje. Para mí siempre la prioridad es que la cosa esté viva, y lo demás tiene que acomodarse. Es verdad, tiene que haber cierto rigor técnico, pero no puede pasar que un horario condicione, que una luz condicione. 

—Creo entender que tenés un estilo inmersivo, de vivir con los actores, y de que se vaya construyendo un vínculo a partir de la convivencia. 

—Sí. Una vez que elegí a los chicos, después de varios castings, ensayamos prácticamente todos los días en Buenos Aires. Nos juntábamos dos horas, tres horas, para hacer cualquier cosa: desde pasar la escena a charlar sobre la vida, sobre su relación con su familia, sobre lo que sería ser hermanos. Conocerse rápido. Después, en medio de eso, un mes y medio antes de filmar nos vamos a pasar cuatro días en el departamento, con el asistente de dirección, yo y los dos actores principales. Agarré mi auto y fuimos los cuatro a Pinamar. Jugamos a los bolos, a las cartas, cocinábamos algo. Íbamos a conocernos, no a ensayar las escenas, buscamos locaciones juntos. Después, ya durante la preproducción, fuimos otra vez, varios días con los chicos, conviviendo. Así se van construyendo los vínculos: primero Juan y Agustín fueron con ganas de ser hermanos y amarse, pero después de unos cuantos días empiezan las fricciones: uno que dejó el cuarto hecho un desastre y el otro se empezó a hinchar las pelotas por eso, o en el desfasaje en los horarios de irse a acostar, es que empezaron a surgir esos conflictos típicos de hermanos, y todo eso lo utilicé en favor de la película. En esos diez días intensivos trabajando, fue que apareció la película. El éxito de la escena del bosque tiene que ver con eso: ya habíamos estado ahí y los actores ya estaban en su elemento cuando se dio el rodaje real. 


—Por lo general la adolescencia o la primera adultez no son abordadas en el cine. Probablemente por el choque generacional: los directores suelen ser más grandes. Pero además está el tema de que los adolescentes son bastante difíciles de reproducir fielmente, ya que suelen ser atropellados, inquietos, hablan mucho… 

—Me encanta la adolescencia y la cámara la ama. Hay algo de esa efervescencia, de esas ganas de vivir que es tremendamente cinematográfico. 

—¿No te asusta no poder contenerlos? 

—Al revés, prefiero que desborden. Buscaría el desborde también en actores grandes, pero ahora me interesa particularmente que los personajes y los actores estén descubriendo todo: lo que los enamora, lo que los emociona. Me gusta que no hayan racionalizado tanto todo eso. El amor adolescente es mucho más fuerte en ese sentido: uno cuando es grande racionaliza para protegerse un poquito, para no sufrir tanto. 

—Se da una química muy especial entre los tres actores. Y si habrá habido química entre Juan y Violeta que terminaron siendo pareja. ¿Dónde está la clave para eso? 

—No hay forma de prepararla: está o no está. Hay que ayudar a que fluya, pero podés ver qué tipo de química se genera. Cuando hacíamos el casting había otra chica, que casi quedó y que tenía una química hermosa con Juan, pero parecían más como hermanos. Eran como compañeros, peleadores entre ellos, pero me faltaba algo esencial: sexualidad. Cuando ví a Violeta y Juan en el casting, apenas se miraron dije acá está pasando algo… Yo hago todos los castings en pareja: a mí no me interesa que el actor actúe solo, porque todo en el cine es una construcción vincular. Entonces todas mis escenas de casting son escenas vinculares, cuando Juan fue definido como la primera pieza del rompecabezas, empecé a hacer los castings con él. Si vos ves, en la película no hay cachondeo ni flirteo entre ellos, ni siquiera están muy cerca al principio, pero con las miradas se establece esa química.

Publicado en Brecha el 3/11/2017

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