viernes, 13 de julio de 2018

Amantes por un día (L'amant d'un jour, Philippe Garrel, 2017)

Lo mismo, pero un poco menos 


En el cine del director francés Philippe Garrel se reiteran una y otra vez experiencias similares, los mismos tipos de personajes, de conflictos y de motivaciones. Como pasa con Woody Allen, Claude Chabrol, Hong-Sang Soo, Yasujiro Ozu o Eric Rohmer, es normal confundir sus películas, o no recordar exactamente si se vio una o la otra, ya que son directores que mantienen un estilo, una marca autoral, una obsesión. De esta manera, en el cine de este autor los amores fous, la infidelidad, los pequeños cuadros corales en los que varios personajes interactúan, intercambian ideas y experiencias, discuten, dudan y vacilan entre varios amantes, son expuestos con aproximaciones austeras, sin grandes pretensiones. 
A muchos espectadores, de hecho, suele resultarles un cine bastante irrelevante. Pero lo cierto es que a partir de estos cuadros pequeños y mundanos es común que la audiencia juzgue, interprete y reconozca experiencias propias reflejadas en las situaciones que se suceden. De esta manera, escenas o películas enteras que en su momento podían resultar intrascendentes suelen quedar grabadas en la memoria y aparecerse una y otra vez. Las obras de Garrel son como retazos de vidas ajenas, elegidas como al azar, algo semejante a encontrarse con algún amigo en un bar y que te cuente una historia propia, repleta de particularidades. Pero es justamente en esa riqueza de detalles, en el notable trazado de personajes y en una representación sumamente vívida que se encuentra su efectividad y su capacidad de trascender. 
Esta película es la última parte de una trilogía que también incluye La jalousie (2013) y L’ombre des femmes (2015). Garrel se propuso filmar cada una de estas tres películas en 21 días, en blanco y negro, y que alcanzasen una duración cercana a los 80 minutos. Aquí la historia gira en torno a Gilles, un profesor cincuentón (Eric Caravaca), y Ariane, su novia reciente (Louise Chevillote), quien iguala en edad a su hija Jeanne (Esther Garrel, hija del director). Cuando Jeanne sufre una ruptura con su novio, pasa a refugiarse en casa de su padre, y a convivir con él y con Ariane, con quien construye una complicidad basada en secretos. En torno a este pacto y a ese otro, más o menos implícito, por el cual una pareja cimienta su viabilidad, se desarrolla la anécdota. Se explora una diferencia de edad y la dificultad de hacer posible una relación con ciertos desfases. Una escena en la que Gilles rechaza la posibilidad de tener sexo ocasional con una alumna es elocuente respecto de una personalidad mesurada en cuanto a tentaciones y excesos, justamente lo contrario a lo que se expone en Ariane. 
Garrel tiene mucho oficio y la película está bien lograda a nivel de actuaciones y puesta en escena, pero lo que se echa en falta es mayor espacio para la ambigüedad, para la duda y, sobre todo, para la densidad emocional, algo que sí estaba presente en otras de sus películas y que tan bien supo desarrollar el maestro fallecido Eric Rohmer; esos momentos en que los discursos de los personajes parecen ir en una dirección y lo que piensan en otra (a veces opuesta). La clase de situaciones en las que el espectador puede discernir contradicciones sumamente elocuentes acerca de ese enigma fascinante que suele ser el ser humano.

Publicado en Brecha el 13/7/2018

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