viernes, 14 de diciembre de 2018

El repostero de Berlín (The Cakemaker, Ofir Raul Graizer, 2017).

El cocinero, el infiltrado, su amante y la mujer de su amante 


Esta notable película comienza con un encuentro casual de dos hombres en una cafetería de Berlín, que deviene pronto en un entrañable affaire homosexual. Uno de los implicados es un solitario repostero, y el otro un hombre casado, con esposa y un hijo en Israel. Las visitas mensuales del segundo al primero cesan un día, y el repostero sale en su búsqueda. Poco le lleva enterarse del deceso de su amante en un accidente, por lo que decide viajar a Israel con la intención de conocer a su familia. Infiltrado como un ayudante de cocina, intenta entonces descubrir desde cerca los detalles de la vida de la esposa del fallecido. 
Lo que a priori podría sonar como una historia un tanto turbia, está presentada sin embargo con un candor atípico: hay cierto foco en cómo los personajes comen y preparan la comida, pero sobre todo en cómo vuelcan su pasión en su desempeño; el acto de cocinar para otros es exhibido como una gran demostración de amor, lo que lleva a que la audiencia disuelva inmediatamente las sospechas de que el protagonista pueda tener intenciones espurias o perniciosas. 
El cine puede derribar prejuicios o encasillamientos mentales, y es notable cómo los personajes de esta película escapan a las etiquetas fáciles de la homosexualidad o la heterosexualidad, siendo en cambio comprendidos y presentados como seres que admiran, aman o se excitan sin una orientación clara, sino de acuerdo a circunstancias y trasfondos muy específicos y compartibles. Se presenta un cuadro de personajes que escapan a identidades sexuales, nacionales o religiosas. Asimismo, es ejemplar cómo la película se sale de los ideales de belleza, centrándose en un par de protagónicos que no serían atractivos según los parámetros estéticos dominantes. A medida que los vamos conociendo, que entrevemos su personalidad y compartimos sus actividades cotidianas, el enfoque logra que ambos acaben resultando bellos y encantadores; sin dudas la excelente pareja actoral colabora mucho en lograrlo, tanto Tim Kalkhof, con su candorosa contención germana, como la israelí Sarah Adler y su afligido aunque imperioso porte. Pero además, la película está lograda con un enorme cuidado por los detalles y los gestos, y con una parsimonia sumamente envolvente que acaba convirtiendo al registro en algo íntimo y cálido. No es de extrañar que el director israelí Ofir Raul Graizer haya trabajado en gastronomía antes de volcarse al cine, pero tampoco que fuese editor de varias películas antes de lanzarse a la dirección; las escenas y las tomas tienen una duración atípica, un poco más dilatada que lo común. En este caso, ese recurso de estilo favorece a los climas y a la ambientación. 
El único problema parecería ocurrir sobre el final, cuando la historia da un giro en busca de un innecesario pico dramático (siguen spoilers); una revelación en la que se explicitan las intenciones del fallecido antes de sufrir el accidente, que supone un burdo vuelco al más manido melodrama. Lejos de agregar algo, esto conduce temporalmente a la anécdota por un camino estéril.

Publicado en Brecha el 14/12/2018

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