viernes, 7 de diciembre de 2018

El último hombre en la luna (First Man, Damien Chazelle, 2018)

Sacrificio patriótico 


La conquista del espacio ha entusiasmado desde hace décadas a los productores de Hollywood, empecinados en exhibir y propagandear los grandes logros de su país en la materia. La llegada a la Luna es considerada por muchos el final de la carrera espacial, de la que Estados Unidos salía con una victoria definitiva en el contexto de la Guerra Fría. Como sea, el cine hollywoodense se ha encargado de amplificar los grandes logros de la NASA construyendo grandes epopeyas, con personajes heroicos dispuestos a sacrificarse y a anteponer los objetivos nacionales a su propia existencia. 
El joven director canadiense Damien Chazelle ya era la gran promesa de Hollywood cuando estrenó su portentosa película Whiplash (2014), con la cual logró llevarse tres Oscar. Dos años después esto se confirmó cuando lanzó su aclamadísimo musical La La Land (2016), que acabó siendo además la primera y única película en ganar un Oscar y después perderlo –un error en la ceremonia le provocó un muy mal trago al equipo de producción–. Como sea, está claro que el cineasta llegó a Hollywood para quedarse, y esta nueva película1 es una muestra de ello. Por primera vez Chazelle no trabajó con un guion propio (el libreto es de Josh Singer, y está basado en una biografía oficial, escrita por el historiador James R Hansen), lo cual, sin desmerecer sus méritos, quizá explique que esta sea su película más impersonal y convencional hasta el momento. 
El primer hombre en la luna sigue los pormenores y el ascenso profesional de Neil Armstrong en la NASA, y, paralelamente, algunos de sus conflictos íntimos. La narración equilibra ambos flancos; el personaje parece tener tantas dificultades para estabilizar a su propia familia como a los vehículos voladores a los que ingresa. La película sigue con bastante rigor los hechos reales presentados en el libro, tomándose algunas licencias poéticas mínimas: la escena de apertura a bordo de un X-15 ocurría en la vida real de Armstrong cronológicamente después de la muerte de su hija, y no antes. En otro momento el astronauta tiene que eyectarse luego de un vuelo de entrenamiento, y en la siguiente escena aparece todo arañado y magullado. En realidad la consecuencia de ese accidente fue mucho menos cinematográfica: Armstrong se mordió la lengua tan fuertemente que no pudo hablar por días. 
Quizá el aspecto más interesante del planteo sea la falta de grandilocuencia en lo concerniente a la tecnología utilizada en el momento: lejos de la nostalgia vintage, la notable recreación de época trasmite constantemente la sensación de que los astronautas son introducidos en naves precarias, en cabinas muy pequeñas, con carcasas que vibran, crujen y aturden, con hierros que se recalientan y sofocan. La sensación de claustrofobia es similar a la generada dentro del submarino de la película Das Boot o el tanque de guerra de Líbano y, como en muchas grandes películas históricas, el contraste estético entre lo que entonces se consideraba pulcritud, sofisticación y tecnologías de punta, choca radicalmente con nuestros parámetros. Los cohetes rudimentarios de los que se valían los astronautas en los años sesenta trasmiten cualquier cosa salvo seguridad. Parece realmente un milagro que el hombre haya llegado a la Luna a bordo de aquellas latas. 
Si pensamos en resultados, es una película de ritmo irregular, con momentos muy logrados (Chazelle utiliza notablemente los silencios para causar un gran impacto) y un nivel de detalle sobresaliente. Pero a nivel argumental no parecería haber nada demasiado original en su propuesta.

Publicado en Brecha el 7/12/2018

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