viernes, 8 de febrero de 2019

Green Book (Peter Farrelly, 2018)

Conduciendo a Doc Shirley 


Hay un elemento inherente a las road movies –o películas de viajes– que las vuelve irresistibles. Es esa tan cinematográfica sensación de libertad, vinculada a la aventura, al afán de descubrimiento, al poder intrínseco de los paisajes, a los factores inesperados. Es acompañar a personajes en un proceso que los transforma, en un recorrido que es al mismo tiempo interno y que puede ser purga, expiación, desahogo, capricho, realización personal, a veces todo eso junto. El viaje es forma y metáfora, y ha dado así uno de los géneros más efectivos y disfrutables de Hollywood. Aquí el director tras las cámaras es Peter Farrelly, quien se desempeña, esta vez, separado de su hermano Bob, usual compañero de fórmula (ambos cosecharon éxitos en los noventa, con comedias del porte de Loco por Mary y Tonto y retonto), y su abordaje tiene mucho de aquel estilo suelto y descontracturado que los caracterizó y que es una de las principales bazas a favor de esta película. 
Los viajantes son dos de los actores más célebres de Hollywood, Viggo Mortensen y Mahershala Ali, quienes dan vida a personajes que escapan a lo ordinario: por un lado, Don “Doc” Shirley (Ali) es un refinado y exitoso pianista clásico, que vive como un rey en un penthouse ubicado nada menos que encima del Carnegie Hall, en Manhattan; por otro, Tony “Lip” Vallelonga (Mortensen) es un guardia de seguridad ítalo-americano, familiero, con habilidad para iniciar conversaciones, pero poco sutil a la hora de molerse a golpes con algún pendenciero desafortunado. El encuentro supone un choque de mundos que aporta sus buenas dosis de humor y simpatía, y es la fuerza fundamental que lleva adelante esta película. La contextualización histórica es la excusa para ir develando las grandes dificultades de ser negro en la década de los sesenta. 
Green Book tiene la ventaja de la narrativa clásica, de los personajes queribles y carismáticos, así como de la transparencia y la claridad, tanto en intenciones como en mensaje. Este estilo lineal y directo, que bebe de referentes como John Ford y Frank Capra, suele ser preferible a esas imprecisiones, simbolismos y hermetismos excesivos, que a veces inundan el cine de autor. Pero, en este caso, la sencillez puede resultar molesta en su literalidad y su obviedad: el racismo y la segregación se manifiestan no sólo con exclusiones evidentes (de restaurantes, de hoteles, hasta de baños), sino en golpizas al personaje; la evolución y el “camino de comprensión y tolerancia” recorrido por ambos protagonistas es algo que está claro que ocurrirá desde el momento en que se suben al auto por primera vez, y la amistad se sella (cuándo no) con un sentido abrazo final. Así, queda escrito y subrayado, negro sobre blanco, un mensaje único, sin espacio para ambigüedades. El espectador se sentirá satisfecho de ser menos racista que muchos de los personajes presentados, y de haber participado de otra historia amable y biempensante, de esas que suele lanzar periódicamente Hollywood.

Publicado en Brecha el 8/2/2019

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