viernes, 27 de septiembre de 2019

La música de mi vida (Blinded by the Light, Gurinder Chadha, 2019)

La culpa no es de Bruce 


Está claro que desde el éxito de Bohemian Rhapsody, película enfocada en la figura de Freddy Mercury, los musicales centrados en bandas o artistas célebres vienen convirtiéndose en una plaga: este año se estrenaron en salas Rocketman, sobre la vida de Elton John, y Yesterday, ficción centrada en la música de los Beatles, pero ya está previsto el lanzamiento de películas acerca de Céline Dion, David Bowie, Wham!, Prince, Boy George y Aretha Franklin. En algunos casos, se trata de biopics de corte clásico, pero en algunos otros, como los de Yesterday y esta película, son historias de otro tenor las que son puestas como excusa para referirse a la música del artista. 
Aquí le llegó el turno al incombustible Bruce Springsteen. La historia introduce a Javed, un muchacho británico de ascendencia pakistaní que vive en Luton, una ciudad industrial de la conflictiva Inglaterra del año 1987. No uno sino varios problemas parecen aquejarlo: el racismo imperante en las calles, la inestabilidad económica que atraviesa su familia y, principalmente, la imposibilidad de sincerarse y transmitirle a su estricto padre su decisión de convertirse en un escritor. El descubrimiento de la música de “el jefe” Springsteen supone para él una gran revelación, Javed se siente completamente identificado con sus letras, las cuales le infunden valor para enfrentar los conflictos. 
Pero la película tiene grandes problemas de verosimilitud estructural. Uno de los guionistas de la película, Sarfraz Manzoor, es un fanático que vio a Springsteen en vivo unas 150 veces y el autor de la verdadera historia en la que se basa la película, las memorias "Greetings From Bury Park". Pero está claro que en la adaptación a la pantalla no se le supo dar un mínimo de credibilidad a las anécdotas: un acercamiento romántico está desbordado de artificialidad y romanticismo meloso, la intimidación a un grupo de matones en un restaurante cantando una letra de Springsteen es absurda por donde se la mire, y la incorporación ocasional de un par de escenas musicales (con baile incluido) se da sin arrojo ni intensidad, y hasta pareciera que con miedo. Además, la directora Gurinder Chadha, británica nacida en Kenya pero de origen indio, falla estrepitosamente a la hora de insuflarle algo de gracia o vitalidad a esta monótona propuesta. 
Mención aparte merece el hecho de que el protagonista sea supuestamente una gran promesa de la literatura y que tanto sus poemas como el discurso que escribe sean más bien adecuados a redacciones escolares. Pero quizá lo que más moleste sea la inacabable y extenuante seguidilla de lugares comunes, desde las “sorprendentes” aprobaciones de algunos secundarios a la labor del protagonista, hasta el “emotivo” discurso final ante un auditorio, pasando por los enfrentamientos con el padre a viva voz, todo siguiendo los más trillados caminos del cine comercial más almibarado, ñoño y pretendidamente importante.

Publicado en Brecha el 20/9/2019

La omisión (Sebastián Schjaer, 2018)

Paternidad inviable 


La austeridad de esta película es extrema. Fuertemente influenciada por el cine de los hermanos belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne (y más en particular, por su obra maestra Rosetta), la cámara del director argentino Sebastián Schjaer se pega a la nuca de la joven protagonista y la sigue en su deambular diario. Sin introducciones y con un comienzo abrupto, participamos de su cotidianeidad sin que se sepa mucho qué hace, hacia dónde va, ni siquiera a qué se dedica, y mucho menos qué es lo que piensa. Como de a cuentagotas, comenzaremos a recopilar elementos que ayudan a despejar alguna de estas incógnitas, con excepción de la última, la cual se mantendrá inalterada durante todo el metraje. 
Este particular abordaje (que a su vez los Dardenne heredaron en buena parte del maestro francés Robert Bresson) lleva aquí a un clima de enigma constante y a que el espectador tome un rol activo para hacerse una idea general del cuadro presentado. Así, de a poco comprendemos que Paula (Sofía Brito) es una joven madre porteña que decidió, junto a su pareja (Lisandro Rodríguez), ir a trabajar durante la temporada turística a Ushuaia, que su plan original era juntar dinero para irse a vivir a Canadá, pero que las cosas no están saliendo como las habían planeado. La promesa de trabajo fácil no fue tal, Paula malvive de changas mal pagas –desempeñándose como guía turística o en la limpieza de un hotel–, y su novio consiguió trabajo a 200 km, en Río Grande, por lo que no está presente para darle apoyo emocional, cuidar de su hija y/o participar de las decisiones inmediatas que atañen al núcleo familiar. Su hija vive con la bienintencionada hermana de la protagonista, pero –según explicita directamente– se le vuelve imposible continuar ayudándola. 
La falta de un hogar, la inestabilidad laboral y afectiva y el clima hostil convierten la dinámica de Paula en una experiencia abrumadora, por la cual se intuye su hartazgo y hasta su exasperación. La nieve omnipresente convierte su trajinar prácticamente en una epopeya y en una lucha contra los elementos y, de algún modo, se presenta como un preámbulo de lo que le tocaría vivir durante su estancia en Canadá. En el bello vínculo entre Paula y su hija y en la química entre ellas dos, reside uno de las más interesantes ambigüedades que ostenta la película, bien alejada de complacencias o soluciones fáciles. 
La omisión es la esperada ópera prima de Schjaer, quien anteriormente había dirigido cortos sobresalientes como Mañana todas las cosas y El pasado roto, en los que también se centraba en jóvenes con dificultades de inserción laboral y sus complicaciones para confrontar la paternidad. Con sólo 31 años, el director sobresale como pocos en el panorama cinematográfico argentino, logrando un reflejo de las clases medias empobrecidas, y de una problemática profunda y coyuntural.

Publicado en Brecha el 13/9/2019.

lunes, 16 de septiembre de 2019

Yesterday (Danny Boyle, 2019)

Pepsi light 


El director británico Danny Boyle (Trainspotting, Slumdog Millionaire) se las ha ingeniado siempre para lograr películas llamativas e interesantes, con muy buen ritmo, originalidad y, frecuentemente, una estética atractiva que acompaña con fuerza ciertas temáticas de interés general. Sin embargo, habiendo superado los 25 años de actividad, sus propuestas se alejan cada vez más de la transgresión de sus primeras obras y se ven orientadas a un perfil mucho más comercial. Además del vigor narrativo y la energía, se vuelve evidente, también, una gran habilidad para los negocios. 
Aquí la historia fue escrita por el notable libretista Richard Curtis: sin éxito ni talento, un músico en decadencia decide abandonar de una vez por todas su pasión. Pero luego de un apagón eléctrico mundial y un accidente comienza a vivir, misteriosamente, en un mundo alternativo en el que él parece ser la única persona que recuerda a los Beatles y sus canciones. Agudizando su memoria, comienza a reproducir cada uno de sus temas y a tocarlos como propios, y se convierte rápidamente en una celebridad. 
Pero esta premisa principal no puede ser tomada muy en serio. En esta realidad alternativa no sólo han dejado de existir los Beatles, sino también otros símbolos de la cultura, como la Coca Cola y los cigarrillos. Sin dudas, desapariciones de peso que tendrían consecuencias inusitadas en el mundo tal cual lo conocemos; sin ir más lejos, un enorme porcentaje de las bandas que hoy escuchamos, si no todas, serían diferentes o directamente no existirían de no haber sido por un grupo musical tan poderosamente influyente como los Beatles. Pero la película no se ocupa de especular sobre las transformaciones sociales e históricas que, debido a la inexistencia de la banda británica, no habrían ocurrido; simplemente son nombradas en la trama ligeramente y como meros chistes: a bordo de un avión, el protagonista le pide Coca a una azafata y ella lo mira sorprendida, creyendo que se refiere a la cocaína. Es algo bueno y hasta festejable que la película nos lleve a ese terreno de reflexión y discusión de “qué pasaría sí…”, pero no hay una evaluación sobre las ramificaciones de la hipótesis; en este sentido, no existe en la propuesta rigor alguno (ni voluntad para que lo haya). 
En cambio, la anécdota carga sus tintas en su perfil de comedia romántica: presenta como un enamoramiento mutuo y solapado un vínculo laboral de años entre el músico y su mánager. El éxito y la falta de honestidad atentan contra la concreción de esta relación amorosa, y se suceden los típicos malentendidos y las verdades no dichas, que la obstaculizan aun más. Aquí el problema radica en la falta de química entre ambos personajes, ocasionada principalmente por cierto infantilismo general (no se explica por qué ambos pasan décadas sin animarse a dar un paso hacia el otro ni el porqué de sus evidentes inseguridades), lo que atenta también contra la verosimilitud del vínculo. Pero lo cierto es que la narración es ágil y no decae, y que una película en la que se interpretan varios de los principales éxitos de los Beatles ya tiene, de por sí, cierto empuje. Esto, sumado a la solvencia de Boyle como director, compensa varios de sus defectos, y logra así una propuesta entretenida y hasta agradable.

Publicado en Brecha el 6/9/2019

viernes, 13 de septiembre de 2019

Acerca del cine comercial argentino

Giles, chantas e hijos de puta


Desde hace tiempo que el cine de género argentino está obteniendo grandes éxitos en la taquilla, e incluso con una importante exhibición en cines de nuestro país. El estreno de La odisea de los giles, película que reúne varios de los tópicos de este tipo de cine, es una buena excusa para analizar los puntos en común de estas importantes producciones y reflexionar acerca de algunas de las razones de tal aceptación popular. 

La odisea de los giles es el último gran taquillazo argentino. A su tercera semana de exhibición y pese a la crisis económica, en el país vecino superó el millón de entradas, y ya el boca a boca da sus frutos, prometiendo una permanencia en cartel por bastante tiempo más. Aún estamos lejos de los 3,9 millones de espectadores de Relatos salvajes (2014), o de los 2,5 de El secreto de sus ojos (2009), pero ya se trata de otro inusitado éxito comercial. Podría hablarse, casi, de blockbusters argentinos, con la aclaración de que los presupuestos continúan siendo ínfimos comparados con los promedios que maneja Hollywood: Relatos salvajes costó cerca de 4 millones de dólares, y El secreto de sus ojos, aproximadamente la mitad. 
Existen algunos elementos en común en varias de estos grandes éxitos comerciales. Características reconocibles que se han vuelto prácticamente constantes. Una de ellas es sin dudas el actor Ricardo Darín, quien ya se ha convertido en la cara visible del fenómeno. Un rostro que vende por sí mismo y que, para muchos espectadores, debe de ser visto directamente como un “sello de calidad”. Tanto directores como productores son conscientes de esta mina de oro a ser explotada, y es lógico que muchos libretos sean ideados para calzar a su medida. 


Otro elemento a tener en cuenta es la incursión en los géneros clásicos hollywoodenses: hace aproximadamente unos quince años los directores Fabián Bielinsky, Damián Szifrón y Adrián Caetano supieron articular notablemente los parámetros del thriller (El fondo del mar) del policial (Tiempo de valientes), del noir y del caper (El aura) del western (Un oso rojo) y hasta de los escapes de prisión (Crónica de una fuga) con un nuevo cine argentino en ebullición que proponía constantemente nuevas formas y estilos. Así, estas notables películas tuvieron una personalidad propia, nutriéndose de elementos coloquiales y de particularidades de la cultura local. El éxito de este cine llamó la atención no sólo de productores locales, sino además de sus pares foráneos. La productora española de Pedro y Agustín Almodóvar, El Deseo, comenzó a participar como co-productor en numerosas producciones argentinas, así como otros socios capitalistas deseosos de apoyar el talento argentino, tanto en cine autoral como de género. Las co-producciones, además de permitir el trabajo con mayores presupuestos, abrieron mercados y facilitaron canales de distribución y difusión. 
Los hechos históricos del pasado reciente comienzan a hacerse lugar en este cine argentino de género, notablemente vinculado con lo social. La dictadura es una temática omnipresente desde hace rato, pero también se aparecen contextos más cercanos. Sobre el final de Nueve reinas, una corrida bancaria impedía a una multitud retirar sus fondos, para perjuicio del villano interpretado por Darín. Aún no tenía lugar el “corralito” del 2001, por lo que la película sería prácticamente un vaticinio de lo que acontecería un año después de su estreno. El cine suele ser un medio para aceptar o sublimar ciertos traumas sufridos, y como si se quisiera exorcizar un fantasma del pasado, La odisea de los giles retoma este hecho y lo coloca en el epicentro de la narración, con protagonistas que deciden tomar cartas en el asunto y resistirse a ser estafados. 
Desde hace ya bastante tiempo que el “chanta”, el manipulador, el embaucador, es un personaje prácticamente inherente al cine argentino. Claro que se trata de un estereotipo no exclusivo del vecino país, sino que parece compartido por prácticamente todas las culturas (el “mojonero” en Venezuela, el imbroglione en Italia, el weasel y el flake en Estados Unidos, el magouilleur francés, el Schwäzer alemán), pero es interesante cómo se le ha dado un perfil local sumamente atractivo, con modismos y una expresividad inconfundiblemente porteña. Las audiencias del vecino país ven y reconocen a estos personajes, prácticamente como si fuesen parte intrínseca de su “fauna” local, y podría hacerse un extenso estudio sobre la historia del cine argentino y la presencia casi constante de estas figuras, desde El negoción (1959) a Los chantas (1975), desde Plata dulce (1982) a Pizza, birra, faso (1998), desde El manosanta está cargado (1987), a Nueve reinas (2000), los “vivos”, los abusivos de poca monta inundan su filmografía. 


Es interesante como esta figura despierta interés y fascinación casi automáticamente. Romántico y desagradable al mismo tiempo, el estafador presenta dualidades que llaman tanto al rechazo como a la identificación. Por un lado, la “viveza criolla” ese rasgo que muchos se jactan de compartir y que supone encumbrar y enorgullecerse de la inteligencia propia orientada a los pequeños ventajismos, a las intrigas inadvertidas y los hurtos impunes, supone exacerbar características individualistas que a priori llaman al rechazo de los bienpensantes, pero que asimismo presentan cierto costado romántico: hay algo estimable en aquellos outsiders que se saltan las normas, que no se dejan avasallar por el poder establecido o que, justamente, utilizan esta “viveza” para revertir una gran injusticia, reestableciendo de algún modo un orden perdido por ciertos abusos de poder. La serie Los simuladores, el episodio “bombita” de Relatos salvajes o la película La odisea de los giles son, en este sentido, odas a la viveza criolla orientada a estos fines. 
Y qué mejores villanos que aquellos que utilizan y abusan de la viveza criolla para beneficio personal: los subrayados como “hijos de puta” con todas las letras, psicópatas auténticos como los de Kóblic, El clan y El secreto de sus ojos o altos criminales de guante blanco como el de La odisea de los giles. Cuanto mayor la posición de poder, cuanto mayor la impunidad, más deseable que ellos paguen por sus perjuicios. En este sentido, el cine argentino más exitoso ostenta un indisimulado perfil catártico. 
Una cualidad psicológica inherente al ser humano es la de “proyectar” en el prójimo características negativas que uno mismo posee. Así, muchas veces las recriminaciones más irritadas y ensañadas hacia los demás refieren a falencias o incapacidades propias, y este tipo de acalorados discursos referidos a la ineficiencia, la irresponsabilidad, el egoísmo de los demás, a menudo son mucho más elocuentes acerca de aquel que critica que de aquellos quienes son objeto de los reproches. Ver la paja en el ojo del vecino y no la viga en el propio son rasgos tan atávicos como intrínsecos a la humanidad. 


Este mecanismo se sublima de un modo sumamente interesante ante la figura del estafador: detestamos con saña al “hijo de puta”, quizá porque reconocemos en él esas mismas características de la viveza criolla que compartimos y hasta celebramos en otro tipo de circunstancias. Y uno de los aspectos más interesantes de este cine argentino comercial y masivo es hasta qué punto cala hondo el hecho de que estos villanos paguen sus fechorías con la misma moneda con la que abusaron de los demás. El refrán “quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón” tiene un sinfín de correlatos catárticos en el cine del vecino país. Desde las más inocentes y literales –el ladrón robado en La odisea…, el estafador estafado de Nueve reinas–, a algunos más extremos y hasta pasados de rosca: sobre el final de El secreto de sus ojos el torturador impune es igualmente torturado, y en el de Kóblic, un par de colaboradores de la dictadura son conducidos por el protagonista desde una avioneta hacia el mar, para ser arrojados desde allí, cual desaparecidos. 
Se sabe que los villanos pagan de una forma u otra por sus faltas; es la forma de dar al espectador lo que busca, una especie de liberación que, en cierto modo, compensa las broncas acumuladas y reestablece una sensación de justicia, más allá de que ésta llegue tardíamente o se ejecute por fuera de la ley. Pero a veces estas clases de catarsis delatan una ideología desafortunada, así como discursos arraigados en determinados sectores de la población, como aquellos que señalan la pertinencia de la aplicación de la justicia por mano propia. Se trata de una temática delicada que, en ciertas ocasiones, parece utilizada (como en los casos de Kóblic y El secreto de sus ojos) con evidente irresponsabilidad: la búsqueda de verdad y justicia no tiene nada que ver con venganzas o revanchismos personales.

Publicado en Brecha el 6/9/2019

lunes, 2 de septiembre de 2019

Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, Quentin Tarantino, 2019)

La mitad oscura 


A pesar de la infinita intertextualidad de esta película (hay escenas que llegan a tener una veintena de antojadizos guiños o referencias a la cultura pop, a películas, programas de tv, etc), no es necesario conocer cabalmente el período histórico referido para poder disfrutarla. Quizá el único dato que valdría la pena saber con anticipación es que “La familia Manson” un grupo de psicópatas bajo instrucciones específicas del criminal Charles Manson, irrumpió a fines de los años sesenta en la casa de Sharon Tate y Roman Polanski, asesinando brutalmente a quienes corrieron con la mala suerte de estar allí en ese momento, incluida Tate, quien tenía 26 años y un embarazo de ocho meses. Este conocimiento, bastante común y extendido, aunque no de carácter obligatorio para los espectadores foráneos, es el que permite sentir el suspenso en ciertos fragmentos clave, en los cuales esta espada de Damocles que es la masacre se cierne sobre los protagonistas y lleva asimismo a ver al alegre y vital personaje de Tate (interpretada por la brillante Margot Robbie) como a una presa en su camino al matadero. 

Erase una vez en Hollywood es una película nutrida de ambigüedades y sutilezas. Por más que muchos se esfuercen en reducir a Tarantino a un cineasta de una violencia vacía y banalizada (es verdad que de a ratos puede serlo), ya es un hecho sumamente atípico en Hollywood (incluso en las películas del mismo director) que la narración no siga originalmente una estructura clara, que no haya en un comienzo plot points que dirijan la trama en determinada dirección, sino que, en cambio, se siga apaciblemente y sin apuros el deambular de tres personajes principales: el actor Rick Dalton (Leonardo Di Caprio), su ayudante y doble de acción Cliff (Brad Pitt), y la misma Tate. Tarantino sabe que ellos son lo suficientemente atractivos por sí mismos, confía en la portentosa presencia de los tres intérpretes y su capacidad de colocarse la narración sobre sus hombros, y sabe que una película puede valerse de una sumatoria de pequeños detalles, de momentos y atmósferas bien logradas y placenteras, en los que el espectador puede distenderse, vivir y respirar. No es algo nuevo que el director gusta de dilatar los ritmos, desde siempre radicaliza la longitud de sus tomas y la extensión de sus diálogos, es capaz de llevar al espectador al borde del bostezo para luego sacudirlo con escenas hilarantes, tensas o impactantes. Y ¡qué escenas!, una pelea a puño limpio de Cliff con Bruce Lee podría ser el zenit de una comedia, el rodaje de un western contiene interpretaciones de miedo en un cine dentro del cine a la altura de Truffaut y Altman, una incursión en el sobrecogedor Spahn Ranch dilata el suspenso a puntos impensables, y un increíble final en el que el mundo viajado y lisérgico de los sesenta impacta frontalmente con el giallo más extremo y todos sus herederos gore imaginables, imponiendo una mezcla de géneros en la cual la carcajada, el nerviosismo y la incomodidad se montan unos sobre otros, transgrediendo límites y regalando un desaforado festín al espectador.


La vocación por el detalle no es únicamente una acumulación de guiños o despliegues técnicos, sino que están volcados esmeradamente en un libreto que crece al ser revisitado. Los tres personajes confluyen hacia un final que los unifica, y varios elementos presentados con anterioridad cobran protagonismo sin que nada suene exagerado o forzadamente impuesto. Un pitbull que sigue las órdenes de su dueño, la destreza pugilística de Cliff, un lanzallamas, elementos integrados sutilmente durante la narración previa confluyen dando luz a ese final que viene dando y dará tanto que hablar.

Se ha dicho que nunca se vio una película de Tarantino de tanta calidez, con personajes tan queribles, en un universo en el que la cercanía y la nostalgia le toca fibras que se transmiten emotivamente a la audiencia. Pero también es cierto que el subtexto de la masacre sobrevuela la narración en su totalidad como una gran nube negra. Ese olor a podrido que subyace, proveniente de los tantos esqueletos en los armarios, y que puede sentirse continuamente en una discriminación a flor de piel, en el perfil egocéntrico y explotador de Rick, en el pasado asesino de Cliff, en ese submundo de psicópatas que se cuece en los márgenes de una industria ciega y desbocada que, sin el menor escrúpulo, se transforma y recicla desconsiderando el factor humano ubicado tanto delante como detrás de las cámaras. 

Puede pensarse en violencia gratuita, pero por qué no, en esa contrapartida oscura y pútrida del “American way of life” y de los productos hollywoodenses que lo encumbraban, en su mayoría superficiales, edulcorados, comerciales y, por supuesto, acríticos.

Publicado en Brecha el 23/8/2019