La mitad oscura
A pesar de la infinita intertextualidad de esta película (hay escenas que llegan a tener una veintena de antojadizos guiños o referencias a la cultura pop, a películas, programas de tv, etc), no es necesario conocer cabalmente el período histórico referido para poder disfrutarla. Quizá el único dato que valdría la pena saber con anticipación es que “La familia Manson” un grupo de psicópatas bajo instrucciones específicas del criminal Charles Manson, irrumpió a fines de los años sesenta en la casa de Sharon Tate y Roman Polanski, asesinando brutalmente a quienes corrieron con la mala suerte de estar allí en ese momento, incluida Tate, quien tenía 26 años y un embarazo de ocho meses. Este conocimiento, bastante común y extendido, aunque no de carácter obligatorio para los espectadores foráneos, es el que permite sentir el suspenso en ciertos fragmentos clave, en los cuales esta espada de Damocles que es la masacre se cierne sobre los protagonistas y lleva asimismo a ver al alegre y vital personaje de Tate (interpretada por la brillante Margot Robbie) como a una presa en su camino al matadero.
Erase una vez en Hollywood es una película nutrida de ambigüedades y sutilezas. Por más que muchos se esfuercen en reducir a Tarantino a un cineasta de una violencia vacía y banalizada (es verdad que de a ratos puede serlo), ya es un hecho sumamente atípico en Hollywood (incluso en las películas del mismo director) que la narración no siga originalmente una estructura clara, que no haya en un comienzo plot points que dirijan la trama en determinada dirección, sino que, en cambio, se siga apaciblemente y sin apuros el deambular de tres personajes principales: el actor Rick Dalton (Leonardo Di Caprio), su ayudante y doble de acción Cliff (Brad Pitt), y la misma Tate. Tarantino sabe que ellos son lo suficientemente atractivos por sí mismos, confía en la portentosa presencia de los tres intérpretes y su capacidad de colocarse la narración sobre sus hombros, y sabe que una película puede valerse de una sumatoria de pequeños detalles, de momentos y atmósferas bien logradas y placenteras, en los que el espectador puede distenderse, vivir y respirar. No es algo nuevo que el director gusta de dilatar los ritmos, desde siempre radicaliza la longitud de sus tomas y la extensión de sus diálogos, es capaz de llevar al espectador al borde del bostezo para luego sacudirlo con escenas hilarantes, tensas o impactantes. Y ¡qué escenas!, una pelea a puño limpio de Cliff con Bruce Lee podría ser el zenit de una comedia, el rodaje de un western contiene interpretaciones de miedo en un cine dentro del cine a la altura de Truffaut y Altman, una incursión en el sobrecogedor Spahn Ranch dilata el suspenso a puntos impensables, y un increíble final en el que el mundo viajado y lisérgico de los sesenta impacta frontalmente con el giallo más extremo y todos sus herederos gore imaginables, imponiendo una mezcla de géneros en la cual la carcajada, el nerviosismo y la incomodidad se montan unos sobre otros, transgrediendo límites y regalando un desaforado festín al espectador.
La vocación por el detalle no es únicamente una acumulación de guiños o despliegues técnicos, sino que están volcados esmeradamente en un libreto que crece al ser revisitado. Los tres personajes confluyen hacia un final que los unifica, y varios elementos presentados con anterioridad cobran protagonismo sin que nada suene exagerado o forzadamente impuesto. Un pitbull que sigue las órdenes de su dueño, la destreza pugilística de Cliff, un lanzallamas, elementos integrados sutilmente durante la narración previa confluyen dando luz a ese final que viene dando y dará tanto que hablar.
Se ha dicho que nunca se vio una película de Tarantino de tanta calidez, con personajes tan queribles, en un universo en el que la cercanía y la nostalgia le toca fibras que se transmiten emotivamente a la audiencia. Pero también es cierto que el subtexto de la masacre sobrevuela la narración en su totalidad como una gran nube negra. Ese olor a podrido que subyace, proveniente de los tantos esqueletos en los armarios, y que puede sentirse continuamente en una discriminación a flor de piel, en el perfil egocéntrico y explotador de Rick, en el pasado asesino de Cliff, en ese submundo de psicópatas que se cuece en los márgenes de una industria ciega y desbocada que, sin el menor escrúpulo, se transforma y recicla desconsiderando el factor humano ubicado tanto delante como detrás de las cámaras.
Se ha dicho que nunca se vio una película de Tarantino de tanta calidez, con personajes tan queribles, en un universo en el que la cercanía y la nostalgia le toca fibras que se transmiten emotivamente a la audiencia. Pero también es cierto que el subtexto de la masacre sobrevuela la narración en su totalidad como una gran nube negra. Ese olor a podrido que subyace, proveniente de los tantos esqueletos en los armarios, y que puede sentirse continuamente en una discriminación a flor de piel, en el perfil egocéntrico y explotador de Rick, en el pasado asesino de Cliff, en ese submundo de psicópatas que se cuece en los márgenes de una industria ciega y desbocada que, sin el menor escrúpulo, se transforma y recicla desconsiderando el factor humano ubicado tanto delante como detrás de las cámaras.
Puede pensarse en violencia gratuita, pero por qué no, en esa contrapartida oscura y pútrida del “American way of life” y de los productos hollywoodenses que lo encumbraban, en su mayoría superficiales, edulcorados, comerciales y, por supuesto, acríticos.
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