viernes, 4 de febrero de 2022

Belle (Mamoru Hosoda, 2021)

Sin miedo al ridículo


Desde hace ya tiempo que el animé o cine japonés de animación goza de una aceptación crítica importante, y el hecho de que esta película haya sido estrenada en el Festival de Cannes y celebrada con una inmensa ovación es una señal más de la creciente aceptación de un género que, desde hace tiempo, viene desbordando de imaginación con propuestas vivas, desquiciadas y diferentes. Si bien el maestro Hayao Miyazaki, junto con su estudio Ghibli, continúa siendo la figura más destacada de este universo, desde hace unos cuantos años que lo sigue de cerca el también independiente estudio Chizu y su puntal Mamoru Hosoda, quien ha logrado películas grandiosas como Summer Wars y Wolf Children, entre otras. 

Aquí, Hosoda se sumerge una vez más en un mundo de hiperconectividad virtual –ya lo había hecho en Summer Wars–, con figuras aparentemente monstruosas y temibles pero de gran corazón –tenían gran presencia en The Boy and the Beasty Wolf Children–. En este sentido, el cuento de hadas francés La bella y la bestia le vino como anillo al dedo para continuar extendiéndose en lo que viene siendo una de sus mayores obsesiones: las apariencias físicas y la transformación del cuerpo como resultado de dolores intensos y profundos. El hecho de que los protagonistas sean principalmente adolescentes que cambian su apariencia mediante avatares en una realidad virtual no podía ser mejor trasfondo para adaptar el cuento clásico. La condena a la bestia por las hordas enfervorecidas de la historia original tiene un notable sucedáneo en las redes sociales, con su tendencia a la exaltación de la belleza y la condena o la aprobación masiva –o ambas cosas al mismo tiempo– de quienes logran captar la atención de las masas. 


Hosoda logra plasmar una historia sencilla pero rica en detalles; la desabrida cotidianeidad de una adolescente tímida y aquejada por un episodio traumático de la infancia es contrapuesta con su llegada a U, un universo virtual en el que confluyen usuarios de todo el mundo y en el que adquiere una inusitada popularidad. En este mundo, la posesión más valiosa y preciada es el avatar o imagen virtual, y un grupo de «justicieros» –algo así como la policía en esta virtualidad– amenaza a quienes alteran el orden con dar a conocer su identidad real, el único castigo que todos realmente temen y que supondría tener que asumir, ante la mirada de los demás, la identidad y el cuerpo propios. 

Hay, lamentablemente, algunos avances precipitados en la narración –la fama de la protagonista sobreviene de un momento a otro, sin transición alguna– y una representación de los cibernautas demasiado cercana a los estereotipos –la gorda solitaria y resentida que miente sobre sí misma, entre otros–, así como una celebración bastante burda y naíf del triunfo de la empatía y el cariño incondicional sobre la violencia. Esto se ve, por fortuna, compensado con una notable ausencia de miedo al ridículo, que suele ser una de las claves del vuelo de este tipo de producciones y un gran diferencial con respecto a Hollywood. Los sentimientos de los personajes son exagerados y subrayados hasta el paroxismo –aquí la influencia del manga es decisiva–; los puntos trágicos no tienen amortiguaciones forzadas; los números musicales explotan en destellos, flores y colores refulgentes. Un cine efusivo, contagioso y singularmente bello.

Publicado en Brecha el 28/1/2022

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