domingo, 5 de marzo de 2023

Alcarrás (Carla Simón, 2022) y The Fabemans (Steven Spielberg, 2022)

La vida y sus obstrucciones


Núcleos familiares representados en el cine los hay por millares, pero pocos tan memorables como los plasmados en estos dos sobresalientes títulos que acaban de estrenarse. Logradas con un talento sin igual, ambas películas versan sobre unidades familiares que peligran y colapsan.


En esa gran labor, en ese trabajo arduo que supone el naturalismo en el cine –basado, en definitiva, en esconder esa inmensidad de artificios que impone la creación cinematográfica y generar la ilusión de asistir directamente a fragmentos de la realidad–, existen auténticos maestros: Eric Rohmer, Jacques Rivette, Jafar Panahi, los hermanos Dardenne, la hoy revisitada Chantal Akerman. Cada cual a su manera ha sabido depurar un estilo único con un mismo resultado: el espectador se ve envuelto en situaciones casuales a las que parece asistir como si hubiera llegado a ellas por azar. Así, olvidamos que existe un libreto, una composición escénica, un artefacto que filma y capta imágenes. A la breve y acotada lista de maestros capaces de tanto corresponde agregar el nombre de la realizadora española Carla Simón. Es verdad que podría sonar precipitado, ya que hasta hoy solo ha filmado dos películas: Verano 1993 y esta última, llamada Alcarrás, pero lo cierto es que existen pocas obras de ficción tan auténticamente vívidas.
Ganadora, entre otros premios, del Oso de Oro, máximo galardón del Festival de Berlín, Alcarrás es un sobresaliente retrato familiar en el que cada murmullo, cada exhalación, las canciones, las labores diarias, los juegos infantiles, las comidas nos teletransportan a una situación y a un lugar determinados, dando vida a personajes que respiran y palpitan en los fotogramas. En los detalles, en cada pequeño diálogo, en el olor y el tacto de los duraznos, en las cacerías de conejos, en los caracoles a la brasa, en el vino en porrón, en la fiesta en la piscina o en la preparación de la coreografía de baile, y en la crucial importancia que tiene todo esto para los personajes es que puede comprenderse, progresivamente, la magnitud de la tragedia que se impone. Por detrás de escenas cotidianas en apariencia intrascendentes se encuentra una forma de vida que peligra; de manera casi imperceptible, la película involucra emocionalmente al espectador en una historia que cala hondo y que, en su denuncia particular, alcanza una magnitud universal. 

Una familia de payeses, campesinos de Cataluña, trabaja una tierra que no es suya por contrato en el municipio de Alcarrás. Tiempo atrás, en la guerra civil, un terrateniente de la zona había sido ocultado y salvado de un fusilamiento asegurado por los Solé, por lo que contrajo una deuda moral y les otorgó las tierras de palabra para que vivieran en ellas y las trabajaran. Pero, varias décadas después, el heredero de aquel terrateniente ha decidido cambiar el negocio, convirtiendo terrenos que históricamente habían servido a la agricultura en parques de paneles solares. La familia debe renunciar a la casa y al sitio en el que vivió y trabajó hasta el momento. 

Alcarrás es un brillante ejemplo de cómo, desde una aproximación mínima, pueden señalarse transformaciones históricas, auténticos traumas de escala planetaria. La película no solo señala cómo los pequeños productores rurales son arrasados, sino cómo se pierden, junto con ellos, costumbres, formas de comunión y de intercambio familiar, con una irreversible desintegración del núcleo y cambios radicales en sus formas de trabajo. El cataclismo no es en este caso provocado por el calentamiento global, los agrotóxicos o los monocultivos, sino por algo quizá más concretamente terrible y devastador: la concentración del capital. Asimismo, se expone cómo la iniciativa privada y el individualismo destruyen las formas de memoria; poco importa acabar con el pasado, trátense de principios básicos de camaradería o de algo tan básico como ese lazo ancestral, directo del ser humano con la tierra. 



Las raíces.  La aproximación de Steven Spielberg a su pasado y a su entorno familiar no podría ser más diferente a la de Simón, y no por ello menos interesante o emotiva. Spielberg es un ejecutante que parece tocar con igual talento los registros más agudos como los más graves del espectro cinematográfico; saltando de género en género, con los años pareciera haber amplificado más y más sus posibilidades y sus horizontes. Los Fabelman merece ser recordado como uno de los mayores títulos de su filmografía, una película en la que finalmente se desnuda y habla de sí mismo como nunca antes. 

A priori, podría describirse como una sucesión de momentos determinantes para la formación psíquica, emocional y profesional del director, y una ambientación histórica brutal, en la que poco importa el ejercicio nostálgico o las referencias a hábitos, formas de consumo o gustos de época: en los años cincuenta y sesenta de Los Fabelman puede encontrarse todo esto, pero son detalles muy al fondo en una historia que se impone y que capta la atención por su autenticidad y su visceralidad. El actor Seth Rogen ha contado en una entrevista que durante el rodaje de la película encontró varias veces a Spielberg llorando entre escenas. Tiene sentido. Es de suponer que cualquier persona podría hacer un ejercicio terapéutico similar y destacar varios de los hitos de su vida, pero lo que es seguro es que ninguno podría narrarlo y plasmarlo en la pantalla como Spielberg. En los períodos de infancia y adolescencia del director ocurren mudanzas, conflictos conyugales, tornados, bullying, su primer amor. El muchacho protagonista vive todo esto en términos de cine, y no sería exagerado aventurar que esta es la película para la que se preparó toda la vida. Un punto a destacar es que no hay nada demasiado heroico en el trazado de su propio perfil y que, de hecho, existe cierto énfasis en sus momentos de duda, incomodidad o cobardía, lo que acaba por imprimir a la historia un mayor grado de humanidad y verosimilitud. 

Un segundo visionado de Los Fabelman permite comprender mejor la riqueza conceptual y psicológica de su libreto, repleto de líneas de diálogo que pueden ser interpretadas de múltiples maneras. Cuando, por ejemplo, el padre le dice a su hijo que no solo debe amar algo, sino que también debe cuidarlo, parece en un comienzo estar refiriéndose a su tren de juguete, cuando, en rigor, también está hablando de su propia relación marital. Pero podríamos leer Los Fabelman como un ensayo cinematográfico, con el cual el director transmite, por la vía de los hechos, cómo el cine puede ser una forma de expresión única, capaz de cambiar la percepción, la sensibilidad y la vida de una persona. En una escena crucial, el joven director se ve incapacitado de enfrentar a su madre y verbalizar la razón de sus angustias; en vez de hacerlo, le ofrece ver una película que la confronta consigo misma, que la atraviesa y la transforma. Otra escena grandiosa tiene lugar durante el rodaje amateur de una película de guerra: un actor no profesional escucha las directivas del cineasta, quien parece estar al borde del colapso emotivo y acaba contagiando su sentir a su interlocutor. El cine puede nacer de la emoción, crecer junto con ella, imprimirla, magnificarla y contagiarla, y esta película nos lo recuerda con un brío inusitado.

Publicado en Semanario Brecha el 3/2/2023

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