
Esta nueva entrega se inscribe en una tendencia cinematográfica muy de moda hoy en los Estados Unidos, que se caracteriza por un montaje rápido que expone tramas y subtramas de personajes rígidos y de gravísimo semblante en situaciones hiperdialogadas, de frialdad casi burocrática y cierta pretensión de realismo. Michael Mann (Vicio en Miami), Paul Greengrass (La supremacía Bourne) y Peter Berg (El reino) son nombres clave en esta corriente hiperrealista de género, que parece tener ya unos cuantos adeptos. No deja de ser llamativa e interesante la bajada de Batman a un mundo pretendidamente terrenal, un personaje valeroso instalado en una Ciudad Gótica colmada de destrucción y caos, donde campea la ausencia absoluta de reglas y de límites morales. En definitiva, un mundo que precisa, para el papel de defensor de la justicia, a uno de mano extremadamente dura. El problema, entre tanta oscuridad y anarquía, es que prácticamente no hay espacio para la distensión; como en Syriana, la sucesión de circunstancias y giros narrativos se suceden sin respiro y se abruma al espectador con datos, reflexiones pseudo-filosóficas (que merecerían una nota aparte), y escenas de acción que hasta llegan a tornarse confusas.
A los problemas de ritmo se les suma el hecho de que se hace demasiado larga y que carece de personajes creíbles -la fugaz transformación de un individuo de perfecta integridad moral en un demonio sediento de venganza es absurda-, pero no menos desventurado es el trasfondo ideológico que encubre la película. El malvado Guasón (el fallecido Heath Ledger y su genial número de magia son de lejos lo mejor) tiene demasiados puntos en contacto con un terrorista talibán, llámese Bin Laden o quien fuere: manda emisarios dementes con bombas incrustadas en el cuerpo, envía filmaciones caseras de ejecuciones, toma rehenes, planifica el terror y la destrucción urbana con el detallismo de un psicótico. Como dice un personaje: “Álgunos hombres no van en busca de nada lógico, como el dinero. No pueden ser comprados, intimidados, no se puede razonar o negociar con ellos, sólo quieren ver el mundo arder”. No buscan dinero, señal de que están muy enfermos. Batman, por su parte, se parece a Bush: ante tan siniestra amenaza se ve forzado a usar violencia en los interrogatorios, a armarse como nunca antes, a inmiscuirse en la vida privada utilizando dispositivos de vigilancia masiva. El fin justifica sobradamente los medios porque, hombre, estamos en guerra.
Al censurar su exhibición en Teherán, el gobierno iraní declaró oficialmente que esta película “presenta, en varios de sus segmentos, una faceta poco realista de los logros y resultados de la gloriosa Revolución Islámica”. Los casos de censura en Irán son ya moneda corriente, pero de seguro fue especialmente fastidioso para el gobierno este relato autobiográfico de Marjane Satrapi, historietista iraní radicada en Francia que, siendo niña, vivió la dictadura del Sha y su caída cuando la revolución, y durante su adolescencia un régimen aún peor, la guerra con Irak y un traumático exilio en Viena.











