viernes, 5 de enero de 2018

La rueda de la maravilla (Wonder Wheel, Woody Allen, 2017)

Más nihilista que nunca 

Es hora de la cita anual con uno de los más grandes. El director de 82 años ha incurrido una vez más en el drama más doliente con “La rueda de la maravilla”, su película número 47, haciendo otro despliegue de ese pesimismo que viene caracterizando a buena parte de su obra reciente. En el análisis de esta última película hay algunos spoilers, por lo que conviene evaluar si continuar con la lectura.


Si hay un director de cine que hoy está más allá del bien y del mal, ese es justamente Woody Allen. Desde su debut en 1971 ha filmado una película por año, disponiendo una filmografía extensísima en la que existen –al menos– media docena de obras maestras. Es algo que hasta sus detractores deberían aceptar como prueba de su trascendencia, de su marca indiscutible en la historia del cine. 
Prácticamente desde sus inicios, el director neoyorquino alterna comedias con dramas, pero es más bien en sus últimos años que viene tocando un espectro de notas especialmente graves. Tomando sólo películas de cinco años atrás, Blue Jasmine (2013), Un hombre irracional (2015) y Café Society (2016) fueron obras especialmente amargas, cuando no directamente desencantadas y nihilistas, en las que el octogenario director se explayaba en debilidades y mezquindades humanas, dramas en los que las fatalidades acababan recayendo sobre sus personajes, barriendo de un plumazo con momentos humorísticos previos e instalando una intensa amargura como último sabor para su audiencia. 
Algo de esta nota pesimista puede percibirse ya en la ambientación en los años cincuenta y en Coney Island, centro de esparcimiento ubicado en el extremo sur de Brooklyn, Nueva York, y que en sus mejores momentos supo estar plagado de parques de diversiones, cines, helados y playa, entrando en decadencia justamente por esas fechas. A partir de la década del 50, en los terrenos previamente ocupados por los parques de diversiones comenzaron a edificarse viviendas colectivas de interés social, que permanecen hasta nuestros días. Hoy en día el área se ha revitalizado, pero cierto es que, luego de esa decadencia, se deprimió convirtiéndose en foco de criminalidad. 
La elección está dominada entonces por la nostalgia, y la película ambienta su acción en ese preciso momento en que los parques todavía existen, pero algunas familias de escasos recursos comienzan a asentarse justo allí. Si bien vivir pegados a un parque de diversiones podría parecer un sueño colorido e idílico, la muchedumbre y el bullicio permanente se vive como una maldición difícil de aguantar. Y ese parece ser sólo uno de los infortunios que atraviesa Ginny (Kate Winslet), actriz frustrada devenida mesera, con fuertes migrañas, un hijo pirómano a su cargo y juntada más bien por inercia con Humpty (James Belushi), un ex alcohólico que trabaja en una de las calesitas. Con lo que ganan entre los dos a duras penas les alcanza para pagar el alquiler, pero dos sucesos trastocarán su ya ardua existencia: la súbita aparición de Carolina (Juno Temple), hija de Humpty, perseguida por su ex marido mafioso, y el encuentro casual de Ginny con Mickey (Justin Timberlake), salvavidas de la playa, narrador de esta historia y con el que ella se involucra en un apasionado affaire
Es curioso que en la película no haya ni una escena filmada dentro de la noria referida en el título; algo elocuente acerca de la austeridad de recursos de la que se vale Allen y de su voluntad de evitar los ambientes festivos. De hecho, en torno a apenas cinco personajes, la playa y unas pocas locaciones se construye la mayor parte de la anécdota, dándole una mayor carga teatral que al resto de sus películas. Pero es justamente aquí donde entra en juego la maestría de Allen, tanto en la dirección de actores como en la puesta en escena. Los personajes están perfectamente definidos, cada uno con sus claroscuros. A través de ellos y la suma de sus conflictos, la película alcanza ciertos picos de dramatismo. 
En una escena clave de Sed de mal (1958), de Orson Welles, en el interior de un hotel las luces cambiantes que llegan de un cartel del exterior refuerzan el dramatismo de un diálogo, recargando la atmósfera con acompasados destellos. De forma similar, las luces del parque que aquí alternan del rojo al azul o simplemente se apagan lentamente, refuerzan el estado emocional en los soliloquios de Ginny, virando al rojo en los momentos de mayor cólera, al azul cuando demuestra mayor vulnerabilidad, y apagándose y devolviendo la penumbra cuando le toca volver a la monotonía que tanto aborrece. Si hay algo que sabe hacer Allen es lograr que sus protagonistas femeninas brillen: le tocó a Diane Keaton y a Mia Farrow, a Dianne Wiest, a Scarlett Johansson, a Cate Blanchett. Esta vez es el turno de Kate Winslet: diálogos que prácticamente son monólogos y una cámara centrada puntualmente en ella son la oportunidad para que la actriz despliegue aquí un convincente abanico emocional. 
James Belushi, por su parte, logra un secundario a la altura, con una interpretación emocionalmente recargada, una figura tan cándida y paternal como proclive a los arrebatos de violencia, si es que por azar se cruza una botella en su camino. En tercer lugar, Justin Timberlake logra un personaje ambivalente con el que se puede simpatizar durante un rato, hasta que un giro de guión lo vuelve merecedor de un contundente rechazo. 


Pero La rueda de la maravilla no es solamente una de las obras más pesimistas de Woody Allen, sino además la más impiadosa. La empatía solía ser uno de los rasgos característicos del director, siempre empeñado en acompañar y en comprender a sus criaturas, aun en los momentos en que ellos se equivocaban rotundamente. Esta vez, en cambio, Allen se acerca a ese cine más distante y austero, cercano al de los hermanos Coen de Simplemente sangre (1984) o Fargo (1996), en el que vemos a un montón de personajes cometiendo errores, desesperándose, destruyéndose entre sí, y alcanzando puntos de extremo patetismo. 
Esta decisión no es en sí criticable: un autor tiene pleno derecho de volcarse del optimismo al más profundo pesimismo y viceversa cuantas veces se le cante, pero el problema es que aquí los tramos finales son bastante predecibles, de acuerdo con los indicios que venía presentando la historia. La aparición de los gánsteres se ve venir, así como el declive de la protagonista, quien quizá merecía tocar fondo con mayor dignidad. En este caso, Allen parecería identificarse con el hijo de Ginny, ese niño cinéfilo y pirómano que observa todo desde afuera, deseoso de prender fuego a todo y a todos, de destruir y así purificar. 
También cabe preguntarse si esta puesta en escena y este guión teatral con toques de tragedia griega, en los que hasta hay gritos catárticos, no termina boicoteando la credibilidad del cuadro. Es verdad que La rueda de la maravilla es una obra que mantiene a su audiencia expectante durante todo su metraje, pero no llega a alcanzar el vuelo de películas del mismo tenor en el que se ha hecho uso de mayores libertades y juegos cinematográficos, como Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan), Encrucijada de odios (Edward Dmytryk), La huella (Joseph Mankiewicz), Antes que el diablo sepa que estás muerto (Sidney Lumet), Secretos y mentiras y Todo o nada (Mike Leigh), e incluso las del iraní Asghar Farhadi –nuevo maestro en lo que refiere a este tipo de dramas psicológicos–. En este sentido, es probable que el registro del que se vale Allen sea una limitante, y quizá la razón de que esta película no llegue a los picos de intensidad que logró en El sueño de Casandra, Match Point o Blue Jasmine
Se entiende, de todos modos, que una obra “mediana” de un gran autor es muy superior a la amplia mayoría de los estrenos de la cartelera, y que Allen siempre puntúa alto en todo tipo de recuentos y resúmenes de temporada. La rueda de la maravilla es un cine inteligente, notablemente logrado; y un digno reencuentro en las salas con uno de los más grandes.

Publicado en Brecha el 5/1/2017

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