viernes, 14 de febrero de 2020

1917 (Sam Mendes, 2019)

Maten al mensajero


Por lo general la Primera Guerra Mundial se encuentra opacada por la Segunda a nivel cinematográfico. Las razones son varias: en primer lugar, como en la Primera participaron los Estados Unidos pero en menor medida, no se dan las pautas para que Hollywood desarrolle grandes despliegues cinematográficos heroicos y complacientes. En segundo lugar, no existían aún los nazis, quienes se han convertido hoy en el enemigo más demonizable y común a todos. Es entonces particularmente extraño encontrarse con una película de este porte, con el foco en la contienda desde las trincheras, como también fueron las excepcionales La patrulla infernal (1957), de Stanley Kubrick, y Caballo de Guerra (2011) de Steven Spielberg. 
La idea de filmar el metraje íntegro de una película dando la ilusión de que se trata de un único plano secuencia ininterrumpido no es para nada novedosa, y últimamente este tipo de producciones han proliferado, con resultados desiguales. El rescurso ya lo inauguraba Hitchcock en La soga, pero últimamente lo utilizaron otros directores como Alejandro González Iñarritú (en Birdman), Sebastián Shipper (en Victoria), Erik Poppe (en Utoya, 22 de julio), y hasta el uruguayo Gustavo Hernández (en La casa muda). Aquí, el efecto es alucinante: como si se tratase de un videojuego de mundo abierto, o uno bélico especialmente detallista como las diferentes entregas de Call of Duty, los planos secuencia recrean notablemente un episodio de la Primera Guerra Mundial, al norte de Francia. Extensas trincheras, viviendas y edificios semiderruidos (y semihabitados), un gran cráter repleto de lodo y cadáveres, un refugio subterráneo plagado de ratas fueron construidos especialmente, con atajos y paredes demontables para que la cámara pudiese trasladarse. La minuciosidad general aporta realismo al cuadro y convierte el visionado en una experiencia inmersiva y sensorial, al punto de que pequeños detalles como el sabor de la leche, las nubes de moscas formadas sobre los caballos muertos, el barro resbaladizo, el contacto con las pútridas entrañas de un cadáver, el denso polvo luego de una explosión se tornan vívidos; el director británico Sam Mendes (Belleza Americana, Revolutionary Road) logró la increíble proeza de recrear un momento histórico determinado con una inmediatez y un respeto por el detalle sobresalientes. Tanto el trabajo de fotografía de los veteranos Roger Deakins como el diseño de producción de Dennis Gassner se llevan las palmas como nunca antes, propiciando la singular sensación de que el espectador está participando de la misión encomendada a los protagonistas. El tono oscila notablemente desde la oscuridad más inquietante propia de una película de terror, a la tensión de los ejercicios bélicos más intensos, con momentos de calma distensión y de una envolvente belleza compositiva. 
La historia está basada en las anécdotas del abuelo del director, quien a los 16 años participó en la guerra, muchas veces llevando mensajes a través de “tierra de nadie”. Como medía poco más de un metro sesenta de altura, tenía la ventaja de esconderse con facilidad e incluso de pasar desapercibido, bajo la niebla, a los aviones enemigos que surcaban la zona. A nivel argumental, 1917 plantea una historia bastante pequeña y sin demasiada profundidad, pero esto quizá sea todo un mérito cuando este tipo de producciones rebosan de pretendida importancia y solemnidad. Las extenuantes peripecias de un individuo anónimo en una misión casi suicida pero crucial para salvar 1600 vidas permanece oculta en un universo en el que cada individuo realizaba a diario periplos imposibles por sobrevivir, bajo un estrés continuo, viendo morir compañeros, esquivando balas y sepultados en el barro, comiendo mal y con severas dificultades para conciliar el sueño. 

*Publicado en Brecha el 7/2/2020

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