El horror frente al espejo
Para entender que aquí tenemos un documental sin precedentes basta mirar los créditos. El co-director es anónimo, uno de los productores es anónimo, el director de fotografía es anónimo. Así, los anónimos se continúan en varios rubros, a lo largo de la ficha técnica completa. Es que la película fue concebida en Jakarta, ciudad en la que se vive una realidad horripilante: en la vivienda contigua puede vivir el asesino de uno de tus parientes y del otro lado otro de ellos, como si nunca nada hubiera pasado, en perfecta impunidad.
Si hiciéramos un gran esfuerzo especulativo y pensáramos que hubiese sucedido si las dictaduras del Plan Cóndor en América del Sur se hubiesen mantenido en el poder durante 40 años continuos, erigiendo asesinos y torturadores como héroes nacionales, manteniendo privilegios y dando cartas blancas absolutas a militares para que continuasen obrando como se les cantara, martirizando a quienes quisieran, saqueando, violando y asesinando a piacere, quizá podríamos acercarnos un poco a la realidad indonesia presentada en este documental.
Es necesario un poco de historia: en 1965 y 1966 tuvieron lugar una serie de masacres llevadas a cabo por el general Suharto, en sus intentos por derrocar al gobierno de Sukarno, primer presidente de Indonesia que lideró la revolución contra el imperialismo alemán. Aunque Sukarno no era comunista, sí fue apoyado por el PKI (Partido Comunista Indonés) que, con su brazo armado, protegía al gobierno de un posible golpe. Luego de una serie de asesinatos a jefes militares por parte del PKI, Suharto tomó la delantera y contrató a cuanto gángster hubiera en la zona, creando con ellos sus propios escuadrones de la muerte. Así, exterminaron a todos los miembros del PKI –muchos de ellos campesinos que nunca habían tocado un arma– y se ensañaron en una purga de comunistas, intelectuales y chinos en general, en la cual eran diezmados familiares, amigos, colaboradores, simpatizantes, vecinos de, gente con rasgos parecidos. La masacre fue, en rigor, un genocidio que se cobró más de un millón de víctimas y derivó en el ascenso al poder, con el apoyo de la CIA y el Banco Mundial, del régimen de facto. Suharto se mantuvo al mando hasta el año 1998, pero aún luego de su caída una legión de criminales y gángsters continuaron detentando poder de hecho, libre albedrío total y respaldo político.
El director Joshua Oppenheimer (quien perdió a gran parte de su familia en el holocausto nazi) se introdujo en el mundo de estos mismos gángsters, algunos ya veteranos, quienes le cuentan con absoluta soltura la forma en que mataron, violaron y torturaron, relatan con orgullo cómo incineraron hasta las cenizas aldeas enteras y alguno hasta asegura seguir cometiendo hoy algunas de esas atrocidades. La película (producida nada menos que por los grandísimos Werner Herzog y Errol Morris) supone el inconcebible acercamiento a un mundo en el que muchos de los valores que comparte el demócrata occidental promedio se encuentran absolutamente subvertidos: el jefe de prensa de un diario local cuenta con tranquilidad su participación en sesiones de tortura y su obvia manipulación de las noticias –es que claro, los comunistas no podían quedar frente a la opinión pública como gente buena–. En un programa televisivo local, los miembros de los escuadrones son tratados como auténticas celebridades; hay recreaciones, entre risas, de las formas más efectivas de asesinar e interrogar al prójimo.
Si todo ya es demasiado increíble de por sí, la película levanta auténtico vuelo cuando los entrevistados comienzan a dudar; cuando al ponerse en los roles de sus propias víctimas parecen alcanzar un increíble proceso de empatía, sin precedente alguno en sus vidas. Oppenheimer explora aquí, como nunca antes, la psicología de los asesinos y de los torturadores, y lo hace presentándolos como lo que verdaderamente son: hombres risueños, buenos vecinos y mejores familiares. Hombres que, quizá al enfrentarlos con su pasado pueden ver como por una rendija lo que hicieron, horrorizándose de sí mismos como nunca antes.
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