domingo, 29 de diciembre de 2019

Raia 4 (Emiliano Cunha, 2019)

La imperceptible revolución 



La expresión coming of age refiere a un género cinematográfico en sí mismo, el cual ha dado últimamente un sinfín de grandes películas, como la argentina Juana a los 12, la ecuatoriana Alba, o las norteamericanas Eight Grade y Mid 90s. Aproximaciones a adolescentes en pleno desarrollo, en las cuales se presentan universos personales e íntimos, con conflictos más o menos agudos que dan cuenta de las dificultades y escollos que inciden en los comportamientos de los personajes, así como en su formación psicológica y moral. 
Esta película no escapa al género, pero la aproximación es sobresaliente y sumamente atípica: tiempos dilatados y una lograda fotografía a cargo de Edu Rabin exhiben de cerca a la notable actriz Brídia Moni interpretando a Amanda, una muchacha que alterna su tiempo en sus entrenamientos de natación, su grupo de amigos y su familia. La austeridad del cuadro, la inescrutabilidad y la extrema introversión de la protagonista, así como bellísimas escenas acuáticas son rasgos que subrayan una autoría singular. Con notable sutileza, en una cotidianeidad en la que parecería no suceder nada, se vuelcan pequeñas pistas e indicios que podrían sugerir qué es lo que acontece por detrás. Más allá de las apariencias, puede intuirse que una inmensa revolución tiene lugar en el fuero interno de la protagonista. 
Quizá como una forma de rebeldía, Amanda busca decepcionar: la natación competitiva, la que otrora pudo haber sido su pasión, ya no parece seducirla, y parecería comenzar a ver con cierta postura crítica el rígido sistema de reglas para el entrenamiento, encarnado en el personaje de su entrenador. Él mismo ya lo había dicho al comienzo de la película: con los cambios físicos de la pubertad, muchos adolescentes pierden su interés y las ganas de competir, y se predisponen ante el deporte de forma diferente. Pero Amanda va más allá: necesita decepcionar para ser vista (y verse) como una persona independiente, ajena a las imposiciones de los adultos. De esta forma, precisa escapar del aniñamiento que vuelca su padre en ella –quien aún le compra ropa con diseños infantiles–, de la expectativa de convertirse en una “señorita” según los parámetros de su madre –quien parece empeñada en lograr una “complicidad” juvenil con ella–, y se rebela contra el éxito esperado por su entrenador –incluso asumiendo faltas ajenas como propias–. Pero si bien el eje pulsional de Amanda parece orientado ahora hacia su despertar sexual y a un nuevo mundo ajeno al deporte, aún subyace en ella una competitividad enfermiza, la cual pasará a ser volcada en otros aspectos de su vida. 
Raia 4 es de esas películas que parecen destinadas a la marginalidad y a la incomprensión. El director y guionista debutante Emiliano Cunha apostó a un enigma que es construido a lo largo de todo el relato, y que permanece abierto una vez terminado el metraje. También a una austeridad que remite al maestro Robert Bresson (y particularmente a su última película, El dinero). Tales elementos mueven a una ambigüedad constante, y alejan la película de las certezas aceptadas por el gran público. Ojalá a Cunha se le reconozca su gran talento y pueda mantenerse fiel, como creador, a un cine tan excepcional.

Publicado en Brecha el 20/12/2019

jueves, 19 de diciembre de 2019

Monos (Alejandro Landes, 2019)

Con metralleta 


Un capítulo crucial de la historia de Colombia, prácticamente ininterrumpido desde las guerras civiles del S XIX hasta el día de hoy, es el referido al paramilitarismo y las guerrillas de izquierda. Desde que los grandes latifundistas y las oligarquías regionales comenzaron a financiar ejércitos a su servicio, el paramilitarismo comenzó a ser una realidad, fuertemente apuntalada en los años 50 por los partidos de derecha, quienes utilizaban a los soldados para combatir la insurgencia. Desde entonces los conflictos entre diferentes facciones militarizadas (liberales, conservadores, extrema izquierda), a los que se sumaron el Estado Colombiano y los cárteles, tuvieron las más diversas variables. Como daño colateral, los grupos autónomos de disidentes o “residuales”, surgidos por la insubordinación o la desintegración de viejas unidades, suelen causar a menudo daños y ultrajes graves a la población civil. 

Sin referirse a ningún momento histórico concreto, esta película comienza a lo alto de una planicie de una remota montaña. Se trata de un pequeño contingente militar, integrado por adolescentes, –no hay elementos para deducir si pertenecen a una facción de derecha o de izquierda–. Por ser los soldados rasos, los más jóvenes, es lógico que estén ubicados en la retaguardia, y a ellos les es encargado el cuidado de una rehén estadounidense secuestrada, así como el de una vaca lechera llamada Shakira, esencial para la alimentación de los soldados. Cuando por accidente esta última recibe un disparo y muere, una serie de circunstancias desafortunadas se precipita sobre los integrantes del grupo, poniendo a prueba sus lealtades y su capacidad de obediencia. 


El foco centrado en este grupo de púberes, en una ambientación agreste y en situaciones límite que los confronta a unos con otros, recuerda a ese gran clásico de la literatura que es El señor de las moscas, pero quizá las referencias más justas a nivel audiovisual sean Apocalipsis Now (1979) de Francis Ford Coppola y la increíble película rusa Ven y mira (1985) de Elem Klimov. Como en ellas, la aproximación es envolvente, el espectador ingresa a un universo hostil y demencial, pero desde una cercanía por la que cual comparte la urgencia y la extrema necesidad de los personajes. Una gran fotografía, que acentúa y ensalza lo ominoso de la tupida selva y de las cumbres montañosas por encima de las nubes, se complementa notablemente con un trabajo brutal de sonido, en el que los silencios son resquebrajados por notas estridentes e inquietantes. 

Monos es una gran alegoría y, como tal, una película que se presta a interpretaciones variadas. Una escena inicial en la que los personajes juegan un partido de fútbol con los ojos vendados, u otra en la que el más pequeño de los muchachos va a parar a una familia “normal” y comienza a ver un programa de televisión sobre la producción de ositos de gelatina a miles de kilómetros de distancia ofrecen múltiples posibilidades de interpretación. La película en su conjunto parecería plantear sutiles apuntes sobre la animalidad, la cegera o la incapacidad general de comprender o juzgar la injusticia neoliberal en la que vivimos inmersos, sobre la vulnerabilidad de una juventud militarizada y carente de afecto –y, por ende, sobre su potencial peligro–, sobre el absurdo de vivir en un mundo globalizado pero crecientemente injusto. Sea cuales fueren las lecturas, como esas escenas, la película toda está dotada de una sostenida y enigmática tensión; algo propio de un cine singular, arriesgado, alucinante, y ejecutado con una creatividad contagiosa. 

Publicado en Brecha el 13/12/2019

jueves, 5 de diciembre de 2019

Huérfanos de Brooklyn (Motherless Brooklyn, Edward Northon, 2019)

Noir con personalidad 


Edward Norton, El director-guionista-protagonista de esta película, interpreta a un antihéroe o, más bien, a un “héroe problemático”, un personaje con síndrome de Tourette, es decir, que durante su vida cotidiana sufre constantemente de tics, putea y dice cosas inconvenientes sin voluntad de hacerlo, con las dificultades que esto puede acarrearle en su labor como investigador privado. Al comienzo de la película, su estimado jefe (Bruce Willis) es asesinado en medio de un enigmático caso; vaya uno a saber por qué, en su lecho de muerte, en vez de dejársela fácil a su discípulo, le dice y le repite una palabra en clave, imprescindible para que se entretenga devanándose los sesos durante media película. El quién, el por qué y el para qué fue asesinado, son incógnitas que quedan planteadas desde ese mismo comienzo. 
La estética es bella y calma, con claroscuros típicos, un aire melancólico y buena música de jazz, acompañada además de una hermosa composición del hoy omnipresente Thom Yorke. Se respira además cierto aire de camaradería entre varios personajes, situaciones coloquiales bien logradas en las que subyace una sensación de respeto y amistad, y de individuos que, aún cuando tienen que hacerse daño, no desearían hacerlo. La seriedad imperante se alivia notablemente con los exabruptos incontenibles y humorísticos del mismo personaje, en situaciones de a ratos sumamente hilarantes. De lo que sí pareciera pecar la película es de extender un tanto algunas escenas; el intrincado guión quizá mereciera un mayor pulido para agilizar el ritmo y disminuir un tanto el metraje (casi dos horas y media). 
Pero el libreto es sumamente inteligente (está basado en la novela homónima de Jonathan Lethem) y, como varios de los mejores noirs, pone sobre la mesa una problemática social y política compleja. Robert Moses fue un político que, conocido mediáticamente como el “constructor maestro” tomó decisiones clave para la urbanización de Nueva York a lo largo del S XX. En su labor, barrió con zonas marginales enteras (en las que vivían principalmente negros y extranjeros) para construir los grandes puentes, las autopistas y los rascacielos que son hoy toda una señal de identidad de la ciudad. En alguna de sus biografías, se señala que Moses construyó adrede puentes y autopistas bajas para que los ómnibus no pudieran pasar, desestimulando que los pobres y en particular los negros accediesen a los parques estatales de Long Island. También se opuso, en cierto momento, a que los veteranos de guerra negros se mudaran a los complejos de desarrollo residencial en Manhattan. Su misión parecía ser la de modernizar la ciudad, pero para disfrute exclusivo de la gente rica y blanca. Aquí el poderoso antagonista, interpretado por Alec Baldwin, se inspira en este peculiar personaje. 
Huérfanos de Brooklyn es un cine bien logrado, personal e ingenioso. Alguna inconsistencia en el planteo, alguna escena innecesariamente edulcorada y estereotipos algo remarcados le quitan vuelo, pero no por ello deja de ser una opción sólida y sumamente disfrutable.

Publicado en Semanario Brecha el 30/11/2019

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Leto (Kirill Serebrennikov, 2018)

Vagos y contestatarios


Hay algo profundamente enigmático en las primeras escenas de esta película. Una banda punk interpreta su canción ante un auditorio semi-rígido, con jóvenes que, si bien se nota en sus expresiones y en sus rostros que aprueban y disfrutan de la música, permanecen sentados, como apuntalados a sus butacas. Nos encontramos ante un mundo anacrónico: se trata del Leningrado de la URSS y de los primeros ochenta, y mientras en otros países las bandas de punk destruían escenarios enteros, con un público enfervorizado que se atropellaba y volaba por los aires, aquí la rigidez y las estrictas prohibiciones derivaron en un submundo en las antípodas.  Así, en los toques los asistentes no podían pararse, llevar pancartas o gritar, e incluso se les prohibía moverse al compás de la música. 

Basada en las memorias de Natacha Naumenko, la película hace uso de un esmerado y elegante blanco y negro para centrarse en un grupo de jóvenes rockeros fuertemente influenciados por bandas como The Velvet Underground, T-Rex, David Bowie, Talking Heads, Lou Reed, Iggy Pop, Sex Pistols y Blondie, y en el nacimiento de Kino, uno de los grupos más importantes de la escena soviética de comienzo de los ochenta. Su líder Viktor Tsoy murió a los veintiocho años en un accidente de tránsito, y aquí es presentado una década antes, cuando entró en contacto con su ídolo Maik Vassilievitch, cuya banda Zoopark ya gozaba de cierto prestigio local. Sorprendido por el talento de Víctor, Maik decide apadrinarlo, con el daño colateral de la casi irrefrenable atracción entre Víctor y Natacha, su novia, lo que complica el vínculo convirtiéndolo en un triángulo amoroso. 


En medio de la narración tienen lugar maravillosos videoclips de temas como “Psycho Killer”, “Perfect Day” y “The Passenger” en los que los personajes desafían con irreverencia a las autoridades, en increíbles y bellísimos planos secuencia que se superponen con animaciones anárquicas y estética de comic. Una suerte de narrador fantasma nos recuerda que nada de lo presentado en estos fragmentos ocurrió realmente: “esto nunca sucedió ni sucederá” reza alguno de los carteles que exhibe a cámara. Así, la película no se queda solamente en una recreación de época, sino que logra transmitir esa rebeldía reprimida, el deseo por aquello que quiso hacerse y no fue posible. Los músicos deben conformarse con tocar en vivo ante un público inmóvil, con que cada estrofa de sus canciones sea analizada y juzgada por un comité de arbitraje, con que la calidad de sus grabaciones esté muy lejos de lo aceptable. 

Pero si bien la película exhibe un mundo juvenil fuertemente determinado por los controles estatales, asimismo se evitan los extremos, y se ve incluso la forma en que los artistas, haciendo uso de la diplomacia, se las ingeniaban para conectar con el ser humano detrás del burócrata censor, sorteando así algunas de las prohibiciones. La prueba de ello es justamente la existencia de Kino, banda que supo catalizar y reflejar un sentimiento de descontento por parte de una juventud que clamaba por expresarse con libertad y sin el peso de una supervisión constante. “Soy un vago” insistía Maik desde el estribillo de uno de sus temas, al interior de un régimen en que la productividad y el trabajo eran vistos prácticamente como una base fundacional.

A pocas semanas de estrenada esta película, el guionista y director ruso Kirill Serebrennikov (Traición, El discípulo) fue arrestado por las autoridades rusas, acusado de un supuesto fraude financiero y sentenciado a arresto domiciliario. Pero varias figuras de la escena cultural rusa e internacional han protestado ampliamente por lo que señalan es un arresto arbitrario y una forma de censura a un creador provocador y vanguardista. Serebrennikov fue liberado luego de veinte meses de reclusión bajo fianza, pero el caso aún se dirime en tribunales y el director podría ser sentenciado a una condena mucho mayor. 

Publicado en Brecha el 20/11/2019

viernes, 8 de noviembre de 2019

Santiago, Italia (Nanni Moretti, 2018)

Ejercicio de memoria 



Es curioso ver a Nanni Moretti (Caro Diario, La habitación del hijo), uno de los más carismáticos y originales directores italianos de los últimos treinta años, abocado a un documental histórico de corte clásico, centrado nada menos que en el Chile de inicios de los setenta. El mismo cineasta aclaró en una entrevista que “no sabía bien por qué estaba haciendo el documental hasta que Matteo Salvini fue nombrado ministro del Interior. Entonces comprendí por qué había querido hacer la película”. Salvini, un líder xenófobo de la extrema derecha, es el responsable de la brutal política antiinmigratoria de su país, la cual niega la ayuda a los náufragos rescatados del Mediterráneo y cierra los ya existentes centros de inmigrantes en Italia. 
De esta manera, el documental conecta con la realidad actual, proponiendo un sutil contraste entre las actuales políticas antihumanitarias italianas y el papel ejemplar y crucial que jugó el gobierno demócrata-cristiano de la época, el cual otorgó refugio al interior de la Embajada de Italia a perseguidos políticos, dando asilo a más de 600 personas, las cuales se transportaron en avión con salvoconductos. El documental coloca en contexto la situación mediante materiales de archivo y entrevistas a figuras clave del conflicto, principalmente asilados chilenos, aunque también se les da la palabra a algunos de los militares represores y hasta algún ícono como el cineasta chileno Patricio Guzmán. 
Así, se trata de un notable ejercicio que pone el foco en rememorar y dar a conocer algunos de los momentos clave del período: la elección democrática y el gobierno popular de Salvador Allende, el Plan Cóndor y los preparativos del golpe, el bombardeo a la Casa de la Moneda, la atroz represión posterior, la utilización del Estadio Nacional como centro de detención y torturas, el papel crucial del Cardenal Henríquez en la Vicaría de la Solidaridad, así como la terrorífica osadía de saltar el muro de la Embajada, esquivando los balazos de los militares. El relato de anécdotas poco difundidas o por muchos olvidadas nutren al documental de datos elocuentes acerca de la brutalidad del período, como aquella vez que los militares arrojaron al cuerpo torturado y sin vida de la estudiante de sociología Lumi Videla por encima del muro, hacia adentro del patio de la Embajada. La propaganda de la dictadura difundiría que la joven militante había muerto como resultado de una orgía entre asilados. Mención aparte, una entrevista en la que un adulto cuenta de su refugio en la Embajada cuando era niño, y relata acerca de los juegos infantiles en los que él y sus pares reproducían alternativamente los roles de carabineros y militantes es un atípico toque de interés que aporta cierta personalidad al abordaje. 
El documental supone un notable y oportuno ejercicio de memoria, exhibido por la Cinemateca Uruguaya en un momento clave. La limitante de un repaso cronológico tan abarcativo es la imposibilidad de profundizar en alguno de sus puntos clave y quizá dar un aporte más sustancial, pero se trata de un trabajo riguroso, interesante y necesario.

Publicado en Brecha el 1/11/2019

viernes, 18 de octubre de 2019

Ricordi? (Valerio Mieli, 2018)

Bellos y sufrientes


La escena de inicio es notable: una pareja cuenta, cada uno desde su propia perspectiva, cómo se conocieron. Así, se presenta un flashback con la particularidad de que los puntos de vista de él y de ella son completamente distintos. Tanto así que, hasta la luminosidad, los colores de fondo y toda la dirección de arte difieren, alternándose ambos puntos de vista en un montaje “invisible” pero que fluye con naturalidad. Este tipo de recuerdos, en los que los hechos son cambiados, transmutados, exagerados o minimizados, pueblan esta película, proponiendo un juego tan interesante como estimulante. 
Al igual que Wong Kar-wai y Alain Resnais (aunque sin alcanzar el vuelo conceptual y audiovisual de ninguno de ellos) el director Valerio Mieli hace uso de una estética refinada y elegante, y pone su foco en una relación de pareja, con la temática de los recuerdos constantemente sobre la mesa. La estructura narrativa es caótica, se cruzan las temporalidades saltándose constantemente la linealidad en el devenir de esta relación; su inicio, su transcurso, sus desavenencias y su ruptura se entremezclan, y la anécdota está atravesada por las memorias evocadas por uno y otro. Mientras él vive sumido en una opaca tristeza nostálgica, ella es alegre, vivaz y luminosa y hasta pareciera considerar el olvido como una fatalidad necesaria. Las relaciones de pareja, y cuánto de la “magia” de sus inicios puede ser recuperada y recreada con el paso de los años, es puesto en consideración, con acierto y perspicacia. 
Lo que sí molesta de a ratos es la decisión del director de elegir solamente personajes “bellos” de acuerdo a las estéticas dominantes: la excesiva fotogenia de la pareja protagonista, y también de cuanto secundario se les cruce, se vuelve hasta chirriante. Además, el protagonista no convence como un personaje supuestamente “atormentado” por su pasado y, por el contrario, pareciera anclado en una pose constante, sin mayores pretensiones vitales que la auto-indulgencia, aniquilando así las posibilidades de empatía con él, o de que exista cierta química en la pareja. Esto quizá no sea tanto el problema del actor Luca Marinelli (quien había estado muy bien en películas como La soledad de los números primos y la increíble Lo llamaban Jeeg Robot), sino algo mal parido desde el mismo libreto, un tanto redundante en este “sufrimiento” insustancial. 
Pero esto no impide el goce estético que transmite esta película, gracias principalmente a su notable puesta en escena, y a una historia que invita a la audiencia a reflejarse en ella y pensarse a sí misma. No es poca cosa.

Publicado en Brecha el 11/10/2019.

viernes, 11 de octubre de 2019

Así hablo el cambista (Federico Veiroj, 2019)

Tan pusilánime como fascinante 


A lo largo de esta película, ningún personaje observa a Brause (Daniel Hendler) con una mirada cálida o cariñosa. Por el contrario, el recelo, la desconfianza, o la más llana mueca de desprecio se esboza, una y otra vez, en el rostro de sus interlocutores. Y es que jamás se había presentado, en el cine uruguayo, un protagonista tan profundamente despreciable, uno que pareciera bucear constantemente a medio camino entre el patetismo y la absoluta falta de escrúpulos. 
Siguiendo los derroteros de películas sobresalientes como El otro Sr. Klein (Losey, 1977), Il divo (Sorrentino, 2008), e incluso El reino (Sorogoyen, 2018), Así habló el cambista logra con suma habilidad enfocarse e inmiscuirse en la vida cotidiana de seres humanos a contracorriente de lo que habitualmente se considera integridad moral, rectitud u honestidad. Como en aquellas películas, lo fascinante se encuentra en la osadía de explorar y compartir una representación posible de aquellos submundos ocultos que, camuflados en plenas dinámicas citadinas, pasan perfectamente desapercibidos. Nidos de serpientes en pleno funcionamiento, con sus lógicas y sus dinámicas, abordados mediante un acercamiento casi clínico al peculiar material humano que los habitan. 
Se elige uno de los períodos más conflictivos de nuestro país, entre los años 1956 y 1976, pero poniendo foco en un personaje desinteresado por los problemas sociales circundantes. Brause es un cambista, cuya vida pasa por comprar y vender dólares a inversores o turistas, en un comienzo bajo la tutela de su suegro, el señor Shweinsteiger (Hugo Machín), y más adelante por su cuenta, entrando en toda clase de negocios turbios con políticos, militares, guerrilleros, terratenientes, paramilitares o cuanto perfil oscuro se le presente en su oficina de la Ciudad Vieja, deseoso de un intermediario hábil para lavar, esconder o blanquear cuantiosas sumas de dinero. El Montevideo de la dictadura fue el escenario perfecto para que toda clase de forajidos provenientes tanto de los países vecinos como del propio, sacasen provecho del secreto bancario y de la eliminación del control de cambio. Y Brause pareciera sacar su propia tajada de todo y todos. 


A once años de su debut en el largometraje (Acné, 2008) el cineasta uruguayo Federico Veiroj sorprende, en primer lugar, por su reciente prolificidad, sumamente atípica por estas latitudes. Tres películas, El apóstata (2015), Belmonte (2018) y Así habló el cambista en los últimos cuatro años es un ritmo sorprendente para lo acostumbrado a ver por parte de nuestra producción local, lo cual habla bien de su creatividad y sus inquietudes personales, así como de mecanismos de producción notablemente aceitados. En segundo lugar, parecería haber logrado no sólo la película de su carrera, sino probablemente una de las uruguayas más sólidas que se hayan filmado hasta el momento. Una ambientación histórica impecable y con tonalidades a juego con un período especialmente gris; un libreto preciso (adaptación de la novela homónima de Juan E. Gruber, publicada en 1981) que aporta siempre información parcial, con personajes y situaciones enigmáticas en las que el espectador toma un rol activo; soberbias interpretaciones de Hendler y Dolores Fonzi y una historia magnética y fascinante como hace tiempo no se veía, redondean brillantemente el cuadro de un personaje que pareciera cosechar, tanto en su vida pública como privada, aquello mismo que siembra, perdiéndose en círculos viciosos de soledad y desesperación.

Publicado en Brecha el 4/10/2019.

viernes, 4 de octubre de 2019

Por qué Euphoria

Sexo, drogas y electrónica




“It’s not TV, it’s HBO” es el slogan con el que el canal HBO recalca sus diferencias, intentando desmarcarse de la competencia. Y lo cierto es que, en lo que concierne a series, parece estar yéndole bastante bien: apenas finalizado Game of Thrones el canal despunta y sobresale con más propuestas originales como los dramas históricos (Chernobyl, Gentleman Jack) y políticos (Years and Years); ahora faltaba proponer algo realmente despegado en el terreno de las temáticas adolescentes, y esto es, efectivamente, Euphoria.

Basada en la serie israelí de mismo nombre, se trata de una adaptación escrita y dirigida en su mayor parte por el director y libretista Sam Levinson, una de las mayores promesas del cine norteamericano actual. Levinson ya se había destacado con su notable Assassination Nation (2018), película en la que ya demostraba su capacidad para exponer cuadros adolescentes sin reservas, y con la cercanía y la empatía necesarias. Como en ella, esta serie es un auténtico prodigio a nivel estético: colores intensos, atmósferas enrarecidas, efectos visuales sumamente novedosos (en un viaje lisérgico, la protagonista atraviesa con dificultad una habitación literalmente giratoria), y una música alucinante y ecléctica, que cuenta con composiciones propias a cargo del británico Labrinth, clásicos casi olvidados de Andy Williams y Air Supply así como temas de artistas en ascenso como Billie Eilish, Megan Thee Stallion y Ark Patrol.



La serie acompaña a un grupo de adolescentes en sus vínculos con asuntos controversiales como los mandatos de género, la pornografía, las drogas, las redes sociales. Un universo juvenil en el que los celulares son como prótesis y en el que la hiperconectividad es una herramienta de doble filo, capaz de arruinarles la vida o de ser vehículo para su propia aceptación y empoderamiento. En este sentido, la serie ostenta un mérito atípico, y es que si bien da cuentas de varios de los riesgos a los que son expuestos los jóvenes, lo hace evitando caer en el maniqueísmo panfletario, sin regodearse en miserias, sin moralina, e incluso desdramatizando algunas situaciones. Por ejemplo, el consumo de drogas es algo generalizado y, cuando es moderado, se presenta simplemente como una mera opción recreativa. Y si bien es cierto que la viralización de un video sexual puede ser algo terrible para una de las protagonistas, se da cuentas de que, lejos de ser el fin del mundo, con el tiempo se convierte en algo naturalizado por todos y hasta por ella misma; una adversidad que le sucede a muchos otros de su entorno, siendo parte intrínseca a la vida del instituto. De esta manera, la serie se posiciona sin negar la gravedad de estas nuevas realidades, pero sin tampoco caer en posturas apocalípticas.

La realización es formidable, un cuadro coral que, de a ratos, se convierte en un verdadero bricollage de conflictos personales, en el que el realizador nos regala un hermoso caleidoscopio de sensaciones, atmósferas y estados mentales. Levinson se permite incluso experimentar con las imágenes, transmitiendo alternativamente fascinación, decadencia o auténtico desasosiego. Pero por sobre todo, la serie se nutre de un puñado de personajes que no podrían ser más atractivos: la carismática Rue (Zendaya) proclive a los excesos y drogadicta a los 17 años, la transexual Jules (Hunter Schafer) quien experimenta con el sexo casual mediante las aplicaciones de citas, y la no menos imponente Kat (Barbie Ferreira) una chica corpulenta que comienza a tener sus primeras experiencias sexuales. Y hace tiempo que no veíamos un villano tan interesante como Nate (Jacob Elordi); quien aparenta ser el típico adolescente abusivo, escultural y popular, siempre resuelto a hacer alarde de su hombría así como deseoso de hostigar y violentar física y psicológicamente al prójimo. Pero al mismo tiempo se lo ve como una víctima de su frustración y de sí mismo, e incapacitado de aceptar un rasgo que parece compartir con su padre: su interés y atracción por los hombres. 


Hay mucho sexo, que, de a ratos, se torna realmente gráfico. Una escena en la que un hombre exhibe su micro-pene y se masturba frente a cámara es sorprendentemente explícita para lo que acostumbra verse en series sobre la adolescencia, y series en general. Abundancia de penes erectos (curiosamente, en contrapartida no se ve ni una sola vagina), pechos desnudos y muchos coitos intensos y desacomplejados, atentan contra los límites puritanos dominantes en este tipo de producciones. 

Mención aparte merecen varias de las principales actrices, quienes además de ser excelentes intérpretes parecen llevar, detrás de cámaras, un correlato a sus personajes. Rue, la carismática protagonista es nada menos que la célebre cantante Zendaya, activista por la diversidad y feminista a quien hemos visto recientemente en la gran pantalla como novia del nuevo Spiderman. Jules es la modelo trans Hunter Schafer, todo un símbolo del activismo de los derechos LGTB en los Estados Unidos. En cuanto a Kat, Barbie Ferreira, es una partidaria del body positivity, y una desenvuelta modelo de tallas grandes. Al parecer no sólo se atinó a dar con actrices brillantes, sino además con notables ejemplos a seguir.

Publicado en Brecha el 25/10/2019

Midsommar (Ari Aster, 2019)

Terrorífica pero optimista 



Desde un comienzo, esta película muestra hasta qué punto la relación entre Dani (Florence Pugh) y Christian (Jack Reynor) se encuentra en plena crisis; no hay reciprocidad en los afectos de uno a otro y ambos dudan de la estabilidad del vínculo. Y justo cuando Christian comienza a sentir la relación como un auténtico lastre acontece una tragedia inusitada, horripilante y profundamente traumática. Debemos recordar que el aquí director y guionista es nada menos que el neoyorquino Ari Aster, director de la indefinible Hereditary, una de las películas de terror más enfermizas que se hayan visto jamás. Como para mantenerse a la altura en cuanto a cordura y sanidad mental, la totalidad de esta película escapa a cualquier cosa que se haya visto previamente en una sala de cine. 
Si el vínculo entre los protagonistas ya viene trunco desde un comienzo, más lo será un viaje de estudio que nunca debió haber sido, con una invitación forzada y deshonesta. Pero la excursión tiene lugar y así es que cuatro americanos (tres de ellos estudiantes de antropología) y dos ingleses acaban ingresando a una comuna ancestral llamada Hårga, en Hälsingland. Allí, sus habitantes viven al margen de la sociedad, y se abocan al festejo del solsticio de verano, que al parecer tiene particularidades específicas que lo diferencia de otras festividades similares en otras regiones. La mezcla de vida al aire libre, drogas y sexo casual parece seducir a los estudiantes, y seguramente mucho más que el interés antropológico intrínseco a esas ceremonias. 


Sin embargo, poco demoran en acontecer las prácticas incomprensibles (ritos con sacrificios humanos), los sucesos extraños (como la particularidad de que jamás anochezca), y las desapariciones misteriosas, todo bien adobado con un consumo de drogas casi permanente. Además, todas las ingestas despiertan sospechas, y nunca se descarta una creciente intoxicación a través de los constantes banquetes que son obsequiados a los personajes. Los interiores oscuros de toda la primera parte contrastan notablemente con la chillona incandescencia de la estadía en Hälsingland, con una naturaleza omnipresente y fulgurante, alucinantes imágenes de plantas que respiran, hierbas que se funden con los cuerpos, árboles con caras. La inquieta cámara acompaña el compás de los bailes folclóricos y destacan especialmente la fotografía del polaco Pawel Pogorzelski, así como la música envolvente del británico Bobby Krlic y una dirección de arte sobresaliente, con una copiosa iconografía basada en la mitología nórdica. 
Una mirada apresurada podría hacer pensar en otra película de ese cine de terror reaccionario en el cual un grupo de amigos estadounidenses tiene la mala idea de irse de vacaciones lejos de la seguridad de su propio país, para ser sometidos a vejaciones y horrores inusitados. Pero lo interesante del planteo es, primero, cómo Ari Aster presenta sutilmente a este grupo de estudiantes como un puñado de egoístas, incapaces de mostrar respeto por la diferencia o de disimular su afán explotador de las “exóticas” costumbres de la comuna. Y, en segundo lugar, todo el planteo alcanza grados de delirio tales que la lectura literal se vuelve insustancial. Corresponde ver al relato como una gran metáfora, quizá referida a la necesidad de eliminar vínculos tóxicos y de generar lazos más reales, en donde la honestidad, la empatía, el contacto corporal, la atención verdadera sean la nueva regla. No es menor que en la primera parte las comunicaciones se hagan a través de correos electrónicos y celulares, y que sobre el final sobrevenga una conexión colectiva, física y mental, un nuevo bálsamo que facilita la aceptación y la superación. Esta otra lectura permite dilucidar al sacrificio final como un acto de purificación, y el velado optimismo de la película. 


Es una verdadera pena que, una vez terminada, Midsommar haya sufrido una posterior amputación, ya que unos treinta minutos fueron eliminados del corte original del director. Esto no ocurrió, curiosamente, por razones de longitud, sino porque la MPAA (órgano encargado de las calificaciones parentales de Estados Unidos) le impuso a la versión original la calificación NC-17, la cual supone la prohibición inexorable de la entrada a menores de edad y, por lo tanto, una muerte comercial asegurada. De esta manera, la producción debió “corregir” la película para hacerla entrar en la calificación “R”, y que los menores de edad pudiesen ir al cine acompañados por adultos responsables, asegurando una mayor aceptación por parte de los complejos cinematográficos. Sólo nos queda esperar la versión original completa, la cual será difundida próximamente, en formatos domésticos.

Publicado en Brecha el 27/9/2019

viernes, 27 de septiembre de 2019

La música de mi vida (Blinded by the Light, Gurinder Chadha, 2019)

La culpa no es de Bruce 


Está claro que desde el éxito de Bohemian Rhapsody, película enfocada en la figura de Freddy Mercury, los musicales centrados en bandas o artistas célebres vienen convirtiéndose en una plaga: este año se estrenaron en salas Rocketman, sobre la vida de Elton John, y Yesterday, ficción centrada en la música de los Beatles, pero ya está previsto el lanzamiento de películas acerca de Céline Dion, David Bowie, Wham!, Prince, Boy George y Aretha Franklin. En algunos casos, se trata de biopics de corte clásico, pero en algunos otros, como los de Yesterday y esta película, son historias de otro tenor las que son puestas como excusa para referirse a la música del artista. 
Aquí le llegó el turno al incombustible Bruce Springsteen. La historia introduce a Javed, un muchacho británico de ascendencia pakistaní que vive en Luton, una ciudad industrial de la conflictiva Inglaterra del año 1987. No uno sino varios problemas parecen aquejarlo: el racismo imperante en las calles, la inestabilidad económica que atraviesa su familia y, principalmente, la imposibilidad de sincerarse y transmitirle a su estricto padre su decisión de convertirse en un escritor. El descubrimiento de la música de “el jefe” Springsteen supone para él una gran revelación, Javed se siente completamente identificado con sus letras, las cuales le infunden valor para enfrentar los conflictos. 
Pero la película tiene grandes problemas de verosimilitud estructural. Uno de los guionistas de la película, Sarfraz Manzoor, es un fanático que vio a Springsteen en vivo unas 150 veces y el autor de la verdadera historia en la que se basa la película, las memorias "Greetings From Bury Park". Pero está claro que en la adaptación a la pantalla no se le supo dar un mínimo de credibilidad a las anécdotas: un acercamiento romántico está desbordado de artificialidad y romanticismo meloso, la intimidación a un grupo de matones en un restaurante cantando una letra de Springsteen es absurda por donde se la mire, y la incorporación ocasional de un par de escenas musicales (con baile incluido) se da sin arrojo ni intensidad, y hasta pareciera que con miedo. Además, la directora Gurinder Chadha, británica nacida en Kenya pero de origen indio, falla estrepitosamente a la hora de insuflarle algo de gracia o vitalidad a esta monótona propuesta. 
Mención aparte merece el hecho de que el protagonista sea supuestamente una gran promesa de la literatura y que tanto sus poemas como el discurso que escribe sean más bien adecuados a redacciones escolares. Pero quizá lo que más moleste sea la inacabable y extenuante seguidilla de lugares comunes, desde las “sorprendentes” aprobaciones de algunos secundarios a la labor del protagonista, hasta el “emotivo” discurso final ante un auditorio, pasando por los enfrentamientos con el padre a viva voz, todo siguiendo los más trillados caminos del cine comercial más almibarado, ñoño y pretendidamente importante.

Publicado en Brecha el 20/9/2019

La omisión (Sebastián Schjaer, 2018)

Paternidad inviable 


La austeridad de esta película es extrema. Fuertemente influenciada por el cine de los hermanos belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne (y más en particular, por su obra maestra Rosetta), la cámara del director argentino Sebastián Schjaer se pega a la nuca de la joven protagonista y la sigue en su deambular diario. Sin introducciones y con un comienzo abrupto, participamos de su cotidianeidad sin que se sepa mucho qué hace, hacia dónde va, ni siquiera a qué se dedica, y mucho menos qué es lo que piensa. Como de a cuentagotas, comenzaremos a recopilar elementos que ayudan a despejar alguna de estas incógnitas, con excepción de la última, la cual se mantendrá inalterada durante todo el metraje. 
Este particular abordaje (que a su vez los Dardenne heredaron en buena parte del maestro francés Robert Bresson) lleva aquí a un clima de enigma constante y a que el espectador tome un rol activo para hacerse una idea general del cuadro presentado. Así, de a poco comprendemos que Paula (Sofía Brito) es una joven madre porteña que decidió, junto a su pareja (Lisandro Rodríguez), ir a trabajar durante la temporada turística a Ushuaia, que su plan original era juntar dinero para irse a vivir a Canadá, pero que las cosas no están saliendo como las habían planeado. La promesa de trabajo fácil no fue tal, Paula malvive de changas mal pagas –desempeñándose como guía turística o en la limpieza de un hotel–, y su novio consiguió trabajo a 200 km, en Río Grande, por lo que no está presente para darle apoyo emocional, cuidar de su hija y/o participar de las decisiones inmediatas que atañen al núcleo familiar. Su hija vive con la bienintencionada hermana de la protagonista, pero –según explicita directamente– se le vuelve imposible continuar ayudándola. 
La falta de un hogar, la inestabilidad laboral y afectiva y el clima hostil convierten la dinámica de Paula en una experiencia abrumadora, por la cual se intuye su hartazgo y hasta su exasperación. La nieve omnipresente convierte su trajinar prácticamente en una epopeya y en una lucha contra los elementos y, de algún modo, se presenta como un preámbulo de lo que le tocaría vivir durante su estancia en Canadá. En el bello vínculo entre Paula y su hija y en la química entre ellas dos, reside uno de las más interesantes ambigüedades que ostenta la película, bien alejada de complacencias o soluciones fáciles. 
La omisión es la esperada ópera prima de Schjaer, quien anteriormente había dirigido cortos sobresalientes como Mañana todas las cosas y El pasado roto, en los que también se centraba en jóvenes con dificultades de inserción laboral y sus complicaciones para confrontar la paternidad. Con sólo 31 años, el director sobresale como pocos en el panorama cinematográfico argentino, logrando un reflejo de las clases medias empobrecidas, y de una problemática profunda y coyuntural.

Publicado en Brecha el 13/9/2019.

lunes, 16 de septiembre de 2019

Yesterday (Danny Boyle, 2019)

Pepsi light 


El director británico Danny Boyle (Trainspotting, Slumdog Millionaire) se las ha ingeniado siempre para lograr películas llamativas e interesantes, con muy buen ritmo, originalidad y, frecuentemente, una estética atractiva que acompaña con fuerza ciertas temáticas de interés general. Sin embargo, habiendo superado los 25 años de actividad, sus propuestas se alejan cada vez más de la transgresión de sus primeras obras y se ven orientadas a un perfil mucho más comercial. Además del vigor narrativo y la energía, se vuelve evidente, también, una gran habilidad para los negocios. 
Aquí la historia fue escrita por el notable libretista Richard Curtis: sin éxito ni talento, un músico en decadencia decide abandonar de una vez por todas su pasión. Pero luego de un apagón eléctrico mundial y un accidente comienza a vivir, misteriosamente, en un mundo alternativo en el que él parece ser la única persona que recuerda a los Beatles y sus canciones. Agudizando su memoria, comienza a reproducir cada uno de sus temas y a tocarlos como propios, y se convierte rápidamente en una celebridad. 
Pero esta premisa principal no puede ser tomada muy en serio. En esta realidad alternativa no sólo han dejado de existir los Beatles, sino también otros símbolos de la cultura, como la Coca Cola y los cigarrillos. Sin dudas, desapariciones de peso que tendrían consecuencias inusitadas en el mundo tal cual lo conocemos; sin ir más lejos, un enorme porcentaje de las bandas que hoy escuchamos, si no todas, serían diferentes o directamente no existirían de no haber sido por un grupo musical tan poderosamente influyente como los Beatles. Pero la película no se ocupa de especular sobre las transformaciones sociales e históricas que, debido a la inexistencia de la banda británica, no habrían ocurrido; simplemente son nombradas en la trama ligeramente y como meros chistes: a bordo de un avión, el protagonista le pide Coca a una azafata y ella lo mira sorprendida, creyendo que se refiere a la cocaína. Es algo bueno y hasta festejable que la película nos lleve a ese terreno de reflexión y discusión de “qué pasaría sí…”, pero no hay una evaluación sobre las ramificaciones de la hipótesis; en este sentido, no existe en la propuesta rigor alguno (ni voluntad para que lo haya). 
En cambio, la anécdota carga sus tintas en su perfil de comedia romántica: presenta como un enamoramiento mutuo y solapado un vínculo laboral de años entre el músico y su mánager. El éxito y la falta de honestidad atentan contra la concreción de esta relación amorosa, y se suceden los típicos malentendidos y las verdades no dichas, que la obstaculizan aun más. Aquí el problema radica en la falta de química entre ambos personajes, ocasionada principalmente por cierto infantilismo general (no se explica por qué ambos pasan décadas sin animarse a dar un paso hacia el otro ni el porqué de sus evidentes inseguridades), lo que atenta también contra la verosimilitud del vínculo. Pero lo cierto es que la narración es ágil y no decae, y que una película en la que se interpretan varios de los principales éxitos de los Beatles ya tiene, de por sí, cierto empuje. Esto, sumado a la solvencia de Boyle como director, compensa varios de sus defectos, y logra así una propuesta entretenida y hasta agradable.

Publicado en Brecha el 6/9/2019

viernes, 13 de septiembre de 2019

Acerca del cine comercial argentino

Giles, chantas e hijos de puta


Desde hace tiempo que el cine de género argentino está obteniendo grandes éxitos en la taquilla, e incluso con una importante exhibición en cines de nuestro país. El estreno de La odisea de los giles, película que reúne varios de los tópicos de este tipo de cine, es una buena excusa para analizar los puntos en común de estas importantes producciones y reflexionar acerca de algunas de las razones de tal aceptación popular. 

La odisea de los giles es el último gran taquillazo argentino. A su tercera semana de exhibición y pese a la crisis económica, en el país vecino superó el millón de entradas, y ya el boca a boca da sus frutos, prometiendo una permanencia en cartel por bastante tiempo más. Aún estamos lejos de los 3,9 millones de espectadores de Relatos salvajes (2014), o de los 2,5 de El secreto de sus ojos (2009), pero ya se trata de otro inusitado éxito comercial. Podría hablarse, casi, de blockbusters argentinos, con la aclaración de que los presupuestos continúan siendo ínfimos comparados con los promedios que maneja Hollywood: Relatos salvajes costó cerca de 4 millones de dólares, y El secreto de sus ojos, aproximadamente la mitad. 
Existen algunos elementos en común en varias de estos grandes éxitos comerciales. Características reconocibles que se han vuelto prácticamente constantes. Una de ellas es sin dudas el actor Ricardo Darín, quien ya se ha convertido en la cara visible del fenómeno. Un rostro que vende por sí mismo y que, para muchos espectadores, debe de ser visto directamente como un “sello de calidad”. Tanto directores como productores son conscientes de esta mina de oro a ser explotada, y es lógico que muchos libretos sean ideados para calzar a su medida. 


Otro elemento a tener en cuenta es la incursión en los géneros clásicos hollywoodenses: hace aproximadamente unos quince años los directores Fabián Bielinsky, Damián Szifrón y Adrián Caetano supieron articular notablemente los parámetros del thriller (El fondo del mar) del policial (Tiempo de valientes), del noir y del caper (El aura) del western (Un oso rojo) y hasta de los escapes de prisión (Crónica de una fuga) con un nuevo cine argentino en ebullición que proponía constantemente nuevas formas y estilos. Así, estas notables películas tuvieron una personalidad propia, nutriéndose de elementos coloquiales y de particularidades de la cultura local. El éxito de este cine llamó la atención no sólo de productores locales, sino además de sus pares foráneos. La productora española de Pedro y Agustín Almodóvar, El Deseo, comenzó a participar como co-productor en numerosas producciones argentinas, así como otros socios capitalistas deseosos de apoyar el talento argentino, tanto en cine autoral como de género. Las co-producciones, además de permitir el trabajo con mayores presupuestos, abrieron mercados y facilitaron canales de distribución y difusión. 
Los hechos históricos del pasado reciente comienzan a hacerse lugar en este cine argentino de género, notablemente vinculado con lo social. La dictadura es una temática omnipresente desde hace rato, pero también se aparecen contextos más cercanos. Sobre el final de Nueve reinas, una corrida bancaria impedía a una multitud retirar sus fondos, para perjuicio del villano interpretado por Darín. Aún no tenía lugar el “corralito” del 2001, por lo que la película sería prácticamente un vaticinio de lo que acontecería un año después de su estreno. El cine suele ser un medio para aceptar o sublimar ciertos traumas sufridos, y como si se quisiera exorcizar un fantasma del pasado, La odisea de los giles retoma este hecho y lo coloca en el epicentro de la narración, con protagonistas que deciden tomar cartas en el asunto y resistirse a ser estafados. 
Desde hace ya bastante tiempo que el “chanta”, el manipulador, el embaucador, es un personaje prácticamente inherente al cine argentino. Claro que se trata de un estereotipo no exclusivo del vecino país, sino que parece compartido por prácticamente todas las culturas (el “mojonero” en Venezuela, el imbroglione en Italia, el weasel y el flake en Estados Unidos, el magouilleur francés, el Schwäzer alemán), pero es interesante cómo se le ha dado un perfil local sumamente atractivo, con modismos y una expresividad inconfundiblemente porteña. Las audiencias del vecino país ven y reconocen a estos personajes, prácticamente como si fuesen parte intrínseca de su “fauna” local, y podría hacerse un extenso estudio sobre la historia del cine argentino y la presencia casi constante de estas figuras, desde El negoción (1959) a Los chantas (1975), desde Plata dulce (1982) a Pizza, birra, faso (1998), desde El manosanta está cargado (1987), a Nueve reinas (2000), los “vivos”, los abusivos de poca monta inundan su filmografía. 


Es interesante como esta figura despierta interés y fascinación casi automáticamente. Romántico y desagradable al mismo tiempo, el estafador presenta dualidades que llaman tanto al rechazo como a la identificación. Por un lado, la “viveza criolla” ese rasgo que muchos se jactan de compartir y que supone encumbrar y enorgullecerse de la inteligencia propia orientada a los pequeños ventajismos, a las intrigas inadvertidas y los hurtos impunes, supone exacerbar características individualistas que a priori llaman al rechazo de los bienpensantes, pero que asimismo presentan cierto costado romántico: hay algo estimable en aquellos outsiders que se saltan las normas, que no se dejan avasallar por el poder establecido o que, justamente, utilizan esta “viveza” para revertir una gran injusticia, reestableciendo de algún modo un orden perdido por ciertos abusos de poder. La serie Los simuladores, el episodio “bombita” de Relatos salvajes o la película La odisea de los giles son, en este sentido, odas a la viveza criolla orientada a estos fines. 
Y qué mejores villanos que aquellos que utilizan y abusan de la viveza criolla para beneficio personal: los subrayados como “hijos de puta” con todas las letras, psicópatas auténticos como los de Kóblic, El clan y El secreto de sus ojos o altos criminales de guante blanco como el de La odisea de los giles. Cuanto mayor la posición de poder, cuanto mayor la impunidad, más deseable que ellos paguen por sus perjuicios. En este sentido, el cine argentino más exitoso ostenta un indisimulado perfil catártico. 
Una cualidad psicológica inherente al ser humano es la de “proyectar” en el prójimo características negativas que uno mismo posee. Así, muchas veces las recriminaciones más irritadas y ensañadas hacia los demás refieren a falencias o incapacidades propias, y este tipo de acalorados discursos referidos a la ineficiencia, la irresponsabilidad, el egoísmo de los demás, a menudo son mucho más elocuentes acerca de aquel que critica que de aquellos quienes son objeto de los reproches. Ver la paja en el ojo del vecino y no la viga en el propio son rasgos tan atávicos como intrínsecos a la humanidad. 


Este mecanismo se sublima de un modo sumamente interesante ante la figura del estafador: detestamos con saña al “hijo de puta”, quizá porque reconocemos en él esas mismas características de la viveza criolla que compartimos y hasta celebramos en otro tipo de circunstancias. Y uno de los aspectos más interesantes de este cine argentino comercial y masivo es hasta qué punto cala hondo el hecho de que estos villanos paguen sus fechorías con la misma moneda con la que abusaron de los demás. El refrán “quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón” tiene un sinfín de correlatos catárticos en el cine del vecino país. Desde las más inocentes y literales –el ladrón robado en La odisea…, el estafador estafado de Nueve reinas–, a algunos más extremos y hasta pasados de rosca: sobre el final de El secreto de sus ojos el torturador impune es igualmente torturado, y en el de Kóblic, un par de colaboradores de la dictadura son conducidos por el protagonista desde una avioneta hacia el mar, para ser arrojados desde allí, cual desaparecidos. 
Se sabe que los villanos pagan de una forma u otra por sus faltas; es la forma de dar al espectador lo que busca, una especie de liberación que, en cierto modo, compensa las broncas acumuladas y reestablece una sensación de justicia, más allá de que ésta llegue tardíamente o se ejecute por fuera de la ley. Pero a veces estas clases de catarsis delatan una ideología desafortunada, así como discursos arraigados en determinados sectores de la población, como aquellos que señalan la pertinencia de la aplicación de la justicia por mano propia. Se trata de una temática delicada que, en ciertas ocasiones, parece utilizada (como en los casos de Kóblic y El secreto de sus ojos) con evidente irresponsabilidad: la búsqueda de verdad y justicia no tiene nada que ver con venganzas o revanchismos personales.

Publicado en Brecha el 6/9/2019

lunes, 2 de septiembre de 2019

Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, Quentin Tarantino, 2019)

La mitad oscura 


A pesar de la infinita intertextualidad de esta película (hay escenas que llegan a tener una veintena de antojadizos guiños o referencias a la cultura pop, a películas, programas de tv, etc), no es necesario conocer cabalmente el período histórico referido para poder disfrutarla. Quizá el único dato que valdría la pena saber con anticipación es que “La familia Manson” un grupo de psicópatas bajo instrucciones específicas del criminal Charles Manson, irrumpió a fines de los años sesenta en la casa de Sharon Tate y Roman Polanski, asesinando brutalmente a quienes corrieron con la mala suerte de estar allí en ese momento, incluida Tate, quien tenía 26 años y un embarazo de ocho meses. Este conocimiento, bastante común y extendido, aunque no de carácter obligatorio para los espectadores foráneos, es el que permite sentir el suspenso en ciertos fragmentos clave, en los cuales esta espada de Damocles que es la masacre se cierne sobre los protagonistas y lleva asimismo a ver al alegre y vital personaje de Tate (interpretada por la brillante Margot Robbie) como a una presa en su camino al matadero. 

Erase una vez en Hollywood es una película nutrida de ambigüedades y sutilezas. Por más que muchos se esfuercen en reducir a Tarantino a un cineasta de una violencia vacía y banalizada (es verdad que de a ratos puede serlo), ya es un hecho sumamente atípico en Hollywood (incluso en las películas del mismo director) que la narración no siga originalmente una estructura clara, que no haya en un comienzo plot points que dirijan la trama en determinada dirección, sino que, en cambio, se siga apaciblemente y sin apuros el deambular de tres personajes principales: el actor Rick Dalton (Leonardo Di Caprio), su ayudante y doble de acción Cliff (Brad Pitt), y la misma Tate. Tarantino sabe que ellos son lo suficientemente atractivos por sí mismos, confía en la portentosa presencia de los tres intérpretes y su capacidad de colocarse la narración sobre sus hombros, y sabe que una película puede valerse de una sumatoria de pequeños detalles, de momentos y atmósferas bien logradas y placenteras, en los que el espectador puede distenderse, vivir y respirar. No es algo nuevo que el director gusta de dilatar los ritmos, desde siempre radicaliza la longitud de sus tomas y la extensión de sus diálogos, es capaz de llevar al espectador al borde del bostezo para luego sacudirlo con escenas hilarantes, tensas o impactantes. Y ¡qué escenas!, una pelea a puño limpio de Cliff con Bruce Lee podría ser el zenit de una comedia, el rodaje de un western contiene interpretaciones de miedo en un cine dentro del cine a la altura de Truffaut y Altman, una incursión en el sobrecogedor Spahn Ranch dilata el suspenso a puntos impensables, y un increíble final en el que el mundo viajado y lisérgico de los sesenta impacta frontalmente con el giallo más extremo y todos sus herederos gore imaginables, imponiendo una mezcla de géneros en la cual la carcajada, el nerviosismo y la incomodidad se montan unos sobre otros, transgrediendo límites y regalando un desaforado festín al espectador.


La vocación por el detalle no es únicamente una acumulación de guiños o despliegues técnicos, sino que están volcados esmeradamente en un libreto que crece al ser revisitado. Los tres personajes confluyen hacia un final que los unifica, y varios elementos presentados con anterioridad cobran protagonismo sin que nada suene exagerado o forzadamente impuesto. Un pitbull que sigue las órdenes de su dueño, la destreza pugilística de Cliff, un lanzallamas, elementos integrados sutilmente durante la narración previa confluyen dando luz a ese final que viene dando y dará tanto que hablar.

Se ha dicho que nunca se vio una película de Tarantino de tanta calidez, con personajes tan queribles, en un universo en el que la cercanía y la nostalgia le toca fibras que se transmiten emotivamente a la audiencia. Pero también es cierto que el subtexto de la masacre sobrevuela la narración en su totalidad como una gran nube negra. Ese olor a podrido que subyace, proveniente de los tantos esqueletos en los armarios, y que puede sentirse continuamente en una discriminación a flor de piel, en el perfil egocéntrico y explotador de Rick, en el pasado asesino de Cliff, en ese submundo de psicópatas que se cuece en los márgenes de una industria ciega y desbocada que, sin el menor escrúpulo, se transforma y recicla desconsiderando el factor humano ubicado tanto delante como detrás de las cámaras. 

Puede pensarse en violencia gratuita, pero por qué no, en esa contrapartida oscura y pútrida del “American way of life” y de los productos hollywoodenses que lo encumbraban, en su mayoría superficiales, edulcorados, comerciales y, por supuesto, acríticos.

Publicado en Brecha el 23/8/2019

martes, 27 de agosto de 2019

Entrevista a Roger Corman

Maestro de maestros 

Roger Corman, productor y director de 93 años que supo ser un hito del cine clase B y del terror, y que durante casi toda su vida se abocó trabajando incansablemente apoyando al cine independiente, fue el invitado estrella del XV Fantaspoa (Festival de cine fantástico de Porto Alegre). Ahí este cronista pudo hacerle un puñado de preguntas breves, pero gracias al entusiasmo del propio cineasta, la entrevista pudo extenderse unos minutos más del tiempo establecido. 

Fotos: Beta Iribarrem (gentileza Fantaspoa).

“¿Todavía está vivo?” fue la incógnita refleja de varios cinéfilos, luego de mi comentario acerca de la inminente entrevista con el director y productor nonagenario. Es que justamente, a nadie más que a Corman le calza mejor la definición de “leyenda viva”. Y hay que ver hasta qué punto está viva: el día de su llegada al aeropuerto de Porto Alegre almorzó y conversó animadamente con este cronista y otros comensales, dio esta entrevista a Brecha, y acto seguido dio un pequeño paseo por el centro y fue trasladado al Cinema Capitolio para ser homenajeado. En los días posteriores, dio una masterclass repleta de gente, firmó un sinfín de autógrafos y volvió al cine a presentar una de sus películas. Cuando miles de personas protestaron en una marcha por la educación que tomó las calles de la ciudad brasileña pasando por la puerta del cine, Corman salió del edificio –aún bajo la lluvia– para observar con atención semejante movimiento de manifestantes y paraguas.

Quizá esa curiosidad inagotable sea la clave de su longevidad, así como sus inextinguibles ganas de hacer y de contar, patentes en esta entrevista. Corman es un ejemplar humano único, y su historial es prueba de ello: en los años 50 y 60 se consagró por dirigir películas de bajo presupuesto y de gran recaudación, en las cuales la creatividad y su cinefilia fueron piezas clave para su llegada al público. A lo largo de su vida dirigió 60 películas y produjo más de 400 –por exageradas que parezcan, estas cifras son fácilmente constatables en el sitio imdb–, recibió un óscar honorario en 2009, y fue quien descubrió y catapultó a un sinfín de talentos, entre los que se cuentan actores como Jack Nicholson, Peter Fonda, Bruce Dern, Michael Mc Donald, Sylvester Stallone, Robert de Niro y Dennis Hopper, quienes iniciaron junto a él sus carreras. Por si fuera poco, fue además mentor de los cineastas Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich, Martin Scorsese, Brian de Palma, Ron Howard, Joe Dante y James Cameron, entre otros.

El nerviosismo de este cronista se mantuvo hasta el último momento; era posible que la entrevista no pudiese concretarse ya que Corman, recién llegado de un largo vuelo, quizá estuviese exhausto y cancelara el encuentro. Aún cuando este sucediera, quedaban dudas acerca de la lucidez del cineasta, sobre su capacidad para entender cabalmente y responder las preguntas. Por fuera de eso, 10 minutos, el tiempo máximo permitido, nunca sería suficiente para un diálogo con una persona que trae sobre sus hombros centenares de sustanciosas anécdotas. Pero durante el encuentro todos estos temores se disiparon: Corman sigue tan lúcido como siempre y 16 minutos fueron suficientes para que se extendiera, con simpatía inigualable e impensable claridad, sobre algunos puntos memorables de su carrera. La sonrisa constante, una voz gruesa que entonaba un inglés pausado pero prístino, la calidez y el cariño por su oficio, se hicieron presentes durante cada minuto del intercambio. 

–¿Podrías contarnos cuáles fueron tus primeros contactos con el cine? 

–A los 10 o 11 años vi Lo que vendrá (1936), una película inglesa de ciencia ficción basada en una novela de H.G. Wells. Me encantó, y quedé atónito por la exactitud con la que previó lo que vino a continuación. Había sido filmada en los últimos años de la década del treinta y predijo la Segunda Guerra Mundial; hablaba de la total devastación de la civilización, de un grupo de científicos que se escondía de los horrores de la guerra y que emergía después para construir una nueva civilización basada en principios científicos. A partir de entonces comencé a estar seguro de que era la mejor película que había visto jamás. No hace mucho conseguí un dvd y se lo mostré a mis hijas, que tienen hoy más de treinta años. Quedaron tan impresionadas como yo en aquel momento, así que se puede decir que mantiene su vigencia… 

–¿Y cómo fue que de recibirte de ingeniero pasaste a trabajar en el cine? 

–Cuando estudiaba en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Stanford comencé a colaborar con el “Stanford Daily”, diario de la universidad, y descubrí que los críticos de cine del periódico obtenían entradas gratuitas para todos los cines de Palo Alto. Había dos críticos y uno de ellos se estaba graduando, así que mandé en seguida unas reseñas de muestra y me tomaron. Ahí fue que empecé a ver las películas más seriamente; antes las pensaba sólo como entretenimiento, pero a partir de ese momento comencé a analizarlas, y en ese momento sentí que el cine me gustaba mucho más que la ingeniería. Pero no quería empezar a estudiar de nuevo, ya estaba cursando el último año de la carrera, así que la terminé y me gradué, pero lo cierto es que ya venía siendo un fracaso como estudiante ese último año. En seguida me conseguí el peor trabajo que cualquier ingeniero hubiese obtenido hasta ese momento: empecé a trabajar como mensajero en la 20th Century Fox, cobrando 32 dólares con cincuenta centavos por semana. Yo había crecido en Beverly Hills; varios de los padres de mis compañeros de clase trabajaban en la industria del cine, así que eso posiblemente influyó de algún modo en esa decisión; ya venía predispuesto a trabajar en el área. A partir de ese momento empecé a empaparme en el oficio, y más adelante a iniciar mi carrera propiamente dicha. 


–En varias de tus películas más recordadas (El cuervo (1963), El pozo y el péndulo (1961), La máscara de la muerte roja (1964), trabajaste con el actor Vincent Price, ¿qué es lo que te gustaba de él? 

–Era un actor brillante, un tipo muy inteligente y un caballero consumado. Teníamos intercambios siempre interesantes y sustanciosos, porque discutíamos los guiones y el personaje, entrábamos en detalle sobre las líneas de diálogo. Después trabajando con él en el set, cambiábamos algunas cosas del libreto, a él le surgían ideas nuevas y a mí también, los dos lo entendíamos y logramos una dinámica estupenda. 

–En los años sesenta abandonaste el terror por un buen tiempo, y de hecho sólo volviste a dirigir una película del género 25 años después (Frankenstein desencadenado, en 1990), ¿por qué ocurrió eso? 

–Había estado haciendo una serie de películas basadas en la obra de Edgar Allan Poe para American International Pictures (AIP). En realidad, nunca había propuesto hacer una serie de películas de Poe, mi idea era simplemente filmar La caída de la casa Usher y listo. Pero fue muy exitosa y en seguida me pidieron que hiciera otra; terminé rodando cinco o seis. Cuando había filmado ya la última (La tumba de Ligeia, en 1964) me insistieron en que hiciera una más. Les dije que no; me estaba empezando a repetir, no tenía nada más que decir en esa materia, y francamente estaba cansado de trabajar siempre adentro de los estudios (como eran relatos de época tenía que recrear el S XIX en sets de filmación). Para variar, me dieron ganas de salir a la calle y filmar la realidad. A partir de ahí vinieron una serie de películas más realistas, y en exteriores. 

–Fue por esa época que hiciste The Wild Angels (1966), una película con la banda de motoqueros “Hell’s Angels”, ¿podrías contarme como fue tu acercamiento a ellos? 

–Empecé a involucrarme personalmente con la contracultura del momento, y oí hablar de ellos, que tenían mucha publicidad. Estaban en boca de todos, se hablaba de un grupo de rebeldes indomables, eran todo un suceso. Cuando los productores de AIP me preguntaron qué quería hacer yo les dije que una película con ellos, y no hubo prácticamente discusión; me dijeron que sí, que eran todo un fenómeno contemporáneo. Obviamente nunca había conocido a los Hell’s Angels, así que no sabía bien como contactarlos. Pero me acuerdo de haber leído en Los Angeles Times que uno de sus lugares de encuentro era “The Blue Blades Café” un bar al este de Los Ángeles, así que llamé y pedí para hablar con el gerente. Cuando me atendió le conté lo que quería hacer; me dijo: estos tipos son bastante rudos… ¿estás seguro de querer conocerlos? Le dije que sí. Arreglé para encontrarlos ahí mismo. Cuando me encontré con ellos la discusión nos llevó prácticamente todo un día (eran definitivamente tipos rudos) pero hablaron conmigo decentemente y los terminé contratando. A lo que llegamos fue que les iba a pagar determinada suma a cada uno de ellos por cada día de trabajo, otra suma por el uso de su motocicleta, y otra suma por lo que ellos llamaban sus “old ladies”, es decir sus parejas. Y de acuerdo a lo que arreglamos, querían más dinero por las motocicletas que por las mujeres. 

–¿Y cómo te llevaste con ellos durante el rodaje? 

–El rodaje anduvo muy bien, sorprendentemente bien porque yo pensaba, ¿cómo voy a manejar esto? No había forma de que pudiera, como director, estar vociferándoles órdenes, pero por otro lado no podía mostrarme inseguro porque les hubiese dejado tomar las riendas. La única forma era ser deliberadamente neutral y simplemente declarar objetivamente lo que tenían que hacer en cada escena. En la primera escena ellos asaltaban un pueblo y una tienda de comestibles, y les dije con absoluta frialdad y sin atisbo de emoción que llegaran por la calle principal, que doblaran en tal lugar, que simularan el atraco. Era simplemente una descripción, ellos aceptaron y con esta dinámica el rodaje anduvo bastante bien. 

–¿Quedaron contentos con el resultado? 

–No, para nada. La película fue un suceso enorme, y de hecho fue la producción de bajo presupuesto más exitosa hasta el momento. El récord se rompió una vez más dos años después, cuando dos tipos con los que había trabajado hicieron Easy Rider, usando la misma temática. Ahora bien, los Hell Angel’s tomaron muy mal el éxito de mi película y, de hecho, cuando se enteraron, lo primero que hicieron fue anunciar públicamente que me iban a matar. Me acuerdo de verlos en un noticiero en la televisión y que el locutor se empezó a reír cuando escuchó eso. En tono de burla repitió: “los Hell’s Angels dicen que van a matar a Roger Corman, por mostrarlos como una banda de forajidos motociclistas por fuera de la ley, cuando en realidad dicen ser una organización social dedicada a la difusión de información técnica sobre motocicletas.” Después decidieron denunciarme por un millón de dólares. Me acuerdo como si fuera hoy la conversación que tuve por teléfono con el líder de los Hell’s Angels. Me dijo: “hey, hombre, vamos a acabar contigo”; le respondí, “no lo creo, ya anunciaron públicamente que me van a matar, ¿a quién va a salir a buscar la policía si me matan, o si me tropiezo accidentalmente en la bañera? ¿Por otro lado, cómo van a cobrar el millón de dólares si me matan? Mi recomendación es que olviden el placer momentáneo de asesinarme, y que vayan por el millón…” Lo pensó del otro lado del tubo y finalmente me respondió “sí, hombre, eso es lo que vamos a hacer, vamos por el millón”. La demanda finalmente quedó en la nada. 


–Un amigo mayor me comentó que vio Baldazo de sangre (1959) en la televisión siendo niño, y que se murió de miedo. Cuando le dije que iba a hacerte una entrevista, me comentó: “¡Ese viejo arruinó mi infancia!” recordando esa mala impresión. ¿Podrías contarme algo de esa película? 

–Fue mi primer intento de combinar terror con comedia. Por supuesto que yo no era el primero en hacerlo; era algo que ya se había hecho varias veces antes. Al año siguiente vendría La tiendita del horror (1960), en el que otra vez jugué con ese cruce de géneros; de algún modo, las dos películas calzaron la una con la otra, por su tono y su atmósfera. 

–¿Cómo crees que lograste causar tanto miedo en tu audiencia? 

–Por un lado, la gente normalmente no entiende que el horror no se genera por un susto puntual. Es una construcción, hay que construir la sensación de temor, la sensación de que hay algo allí afuera (o adentro) que puede alcanzarte, agarrarte. Entonces hay que construir esa atmósfera y sostenerla en el tiempo, e interrumpirla finalmente con el momento del sobresalto. Y, de hecho, es lo mismo que con la comedia, tenés que construir un clima con cierta tensión hasta que alcanzás la liberación con una carcajada. En el sexo lo mismo: uno construye la tensión y la dilata en el tiempo, hasta que finalmente acaba. Para mí eso es lo bueno de unir comedia con horror, me hubiera gustado unir comedia, terror y sexo, pero nunca lo hice.

Publicado en Brecha el 9/8/2019