jueves, 25 de agosto de 2011

Insidious (James Wan, 2010)

El miedo disfrazado

A veces pasa: una película de género de clásica factura sorprende por su orquestación, por sus portentosos climas, su efectividad y la imaginación en ella volcada. Insidious es una joya del cine de terror que, lejos de apuntar a la repulsión y al gore, busca –y encuentra- el miedo mediante sutiles mecanismos.

Primero lo primero: el título que fue colocado a esta película en los países de habla hispana nada tiene que ver con el original Insidious. La traducción literal sería “insidioso”, pero en lugar de buscarse un sinónimo que sonara mejor se optó por un curioso y poco pertinente “La noche del demonio”. Se adelanta de antemano que existe una presencia demoníaca, detalle que sólo se revela pasada la mitad de la película. Y además, no es que exista una “noche” específica en la cual aparezca el demonio en cuestión, sino que se trata de un continuo de días –y noches-, sin ninguna preponderancia particular para ninguno de ellos.
El término “insidioso” refiere concretamente a las pérfidas intenciones de un sinfín de amenazas que acechan a la pareja protagonista, a presencias extraterrenales que acosan a una familia tipo hasta la locura, al punto de llevar al coma a uno de sus tres hijos. Así, la película podría dividirse fácilmente en dos. En la primera mitad tiene preponderancia la mujer, una madre hiperabrumada por el cúmulo de tareas a su cargo, y que se ve poco y nada respaldada por su marido. En esta primera parte los espíritus acosadores hacen apariciones esporádicas y muy parciales, en ese estilo de terror sutil tipo Los otros o Al final de la escalera: hay objetos cambiados de lugar, puertas que se abren y cierran solas, extraños ruidos, sombras espectrales. Aquí se desliza cierta referencia metafórica a los miedos masculinos, haciéndose énfasis en la voluntad del protagonista de “escapar” del núcleo familiar ante una situación cotidiana con la que sencillamente no puede lidiar. En cambio, la segunda parte está centrada en ese mismo padre, en su aceptación de la realidad, en el movimiento que implica tomar cartas en el asunto y emprender un temible enfrentamiento a las fuerzas sobrenaturales en cuestión, y a sus propios miedos.
La factura es impecable. James Wan es un director malayo de raíces chinas que creció en Australia, que ya había filmado tres sólidos largometrajes en Estados Unidos, El juego del miedo (la primera de la serie; la visible), Dead silence y Death sentence, y aquí logra su mejor película, caracterizada esencialmente por un clima lúgubre, de ensueño, y una puesta en escena soberbia y cuidada al detalle. La dirección artística es un lujo, y está repleta de elementos que se prestan para un análisis semiótico (relojes, juguetes y vestimentas antiguas se predisponen de forma sugerente) la ambientación sonora es fundamental en la construcción de climas, y los sonidos graves –que muchas veces aparecen descontextualizados, hasta en momentos no terroríficos-, no dan paz e incrementan el tormento al espectador. El montaje violento aporta dinamismo sin afectar al bienvenido clasicismo general del planteo. Insidious se apoya tranquilamente en un territorio seguro y transitado, –algunos fragmentos recuerdan a películas recientes, como Actividad paranormal, El orfanato o Shutter- pero desde allí se afirma para levantar auténtico vuelo y dar rienda suelta a la imaginación de sus creadores.
Además, existen tres elementos o trampas retóricas que el director maneja a la perfección y que demuestran su profundo conocimiento respecto al género, herramientas que llevan a que Insidious logre sus sobresaltos y que la experiencia de su visionado adquiera tal intensidad. Primero: abundan las pistas falsas, es decir, los elementos presentados (una puerta entreabierta, un espejo, un cuarto visto parcialmente al fondo del cuadro) que captan la atención haciendo pensar que el próximo objeto de pavor provendrá de allí, cuando en realidad acaba surgiendo inesperadamente de otro sitio -este elemento es una constante en el buen cine de terror; un aspecto casi básico, vale decir-. Segundo: se introducen eficazmente falsas seguridades. Es decir, se genera un ambiente que lleva a creer que no pueda existir, al menos momentáneamente, una amenaza real sobre los personajes. Por ejemplo: en una escena la madre del protagonista cuenta una pesadilla y se reproduce lo que ella vivió en ese sueño. El espectador así sabe que está doblemente amparado, por tratarse de una situación pasada y por ser un contexto no-real, y que por eso todo lo que se muestre allí no interferirá con el presente que viven los protagonistas en ese momento. Pero inmediatamente la narración se corta, con un impactante cuadro de la realidad actual en el que la figura de la pesadilla hace acto de presencia, abruptamente y en un plano absolutamente desconcertante, a pleno día y en plena charla. Lo mismo ocurre en una escena en que el abarrotamiento de gente amigable dentro de una misma habitación hace pensar en una situación segura. Pero es tan ingenua la creencia de que el miedo no llega en esos momentos como pensar que uno no va a asustarse en una sala de cine colmada de gente. Tercero: el elemento más atípico, -y a través del cual James Wan da muestras definitivas de genialidad- es el saber insertar un falso registro en plena narración. El director logra introducir elementos humorísticos en una trama que no podía ser más grave y oscura; y es realmente difícil –o imposible- dar con una película de puro horror con esta clase de elementos ridículos, hilarantes, descontextualizados, casi kitsch –como la aparición de un par de frikkis con pinta de caza-fantasmas, especializados en detectar fenómenos paranormales- que llevan a arrancar risas nerviosas de la audiencia. En el imaginario popular, una película de miedo no puede dar risa, y éste es un elemento que Wan utiliza para desconcertar, impactar y descolocar aún más al espectador.
Aquí hay sabiduría. Se ha vuelto imperativo seguir a James Wan, auténtica revelación del panorama del terror actual. Y qué mejor idea que vivir el impacto de Insidious ahora, que está pasando por la pantalla grande.


Publicado en Brecha el 26/8/2011

jueves, 18 de agosto de 2011

3 irresistibles

Hay películas que, aunque no sean la gran maravilla, vale la pena reseñar, resaltar y dar a conocer. Aun cuando la mayoría de los espectadores no las comprenderían y/o tolerarían, aun cuando rozan lo estrafalario, aun cuando por momentos pareciera que son una tomadura de pelo y aun cuando hay que estar un poco mal de la cabeza para que gusten. Pero cierto es que, aunque reducido, existe un público para ellas, que Internet es una herramienta notable para dar con esta clase de bizarradas y que, a su manera, también aportan su dosis experimental al universo cinematográfico.

Todos los elementos que conforman The house of the devil (Estados Unidos, 2009) llevan a pensar que se trata de una película de terror de los años ochenta: la estética, la música, el vestuario, el maquillaje, los decorados, sus distendidos ritmos, la temática escogida, el guión; hasta el obsoleto título parece de época. Pero lo increíble es que se trata de una película filmada ayer mismo y que fue concebida por un detallista enfermo llamado Ti West. La composición es impecable, el suspenso se dilata hasta la exasperación, y la historia de una chica que va a cuidar no se sabe bien qué a la lúgubre mansión de una familia terrorífica, hoy no tendría pies ni cabeza. Incluso hay clichés, elementos de inverosimilitud que no son propios de nuestra época sino de los mismísimos ochenta. Quizá lo único que escape un poco a la ilusión sean las actuaciones, que están muy bien, -en aquellos tiempos las películas de terror clase B estaban muy mal actuadas- y aquí reluce especialmente el veterano Tom Noonan, con un papel inquietante. The house of the devil es una joyita para entendidos -ojo, que llega a puntos de intensidad y gore que parecen sacados de El loco de la motosierra (1974)-, un grotesco plato que es mejor consumirlo frío, de noche, y con las luces bajas.

Por su parte, Trolljegeren (Noruega, 2010) es un extraño mockumentary -o falso documental- noruego: un grupo de estudiantes universitarios comienza a rodar un reportaje a un cazador furtivo, de quien sospechan que está cazando osos en forma clandestina. El hombre desaparece por las noches, su auto está todo rasguñado –por zarpazos inconcebiblemente grandes- y en un comienzo se rehúsa a responder las preguntas de los estudiantes. Pero al poco tiempo de metraje, el equipo de filmación, -junto a los espectadores- se dará cuenta de que no se trata precisamente de un cazador de osos sino de inmensos trolls, que se encuentra al servicio de un grupo gubernamental que se dedica a mantener a esas criaturas dentro de los límites de sus reservas naturales y de hacer creer a los lugareños que las masacres de ganado o las caídas de árboles son obra de los osos y de fenómenos climáticos. Por la temática y las corridas desesperadas con cámara al hombro, el filme recuerda a películas como La cinta McPherson, El proyecto Blair Witch, o REC, pero quizá lo más parecido a esto sea la fallida Incident at Loch Ness, en la que el mismísimo Werner Herzog se adentraba en el lago del título para filmar al legendario monstruo, y lo lograba. Bien filmada y con efectos especiales impactantes, Trolljegeren es una rareza descomunal.

Y qué se podría decir de la francesa-angoleña Rubber (Francia, Angola, 2010) una de las películas más extrañas e incalificables que haya visto en mi vida. Aquí todo intento de descripción, todo rótulo genérico, toda definición será insuficiente, pero bueno, haremos el intento: el protagonista de esta “historia” es nada menos que Robert, un simpático neumático. Sí señor, una ordinaria “cubierta” de automóvil, que claro, tiene habilidades particulares. Se desplaza rodando por sí misma, tiene sentimientos e inicia un recorrido repleto de imprevistos y adversidades. Pero también se descubrirá que goza de otras capacidades diferentes: es capaz de hacer explotar objetos, animales y hasta cabezas humanas con sus poderes telequinéticos. No se puede decir que exista algo esencialmente malo en ella, tan sólo se remite a destruir todo elemento molesto que se le cruza en el camino. Mientras tanto, desde un paraje desértico, un grupo de espectadores observa la acción con prismáticos, y la comenta como si se tratara de una película. Rubber es un delirio que entrecruza la road movie, el terror y la comedia, que tiene sus chispazos de genialidad, que es capaz de arrancar más de una carcajada y que hasta se permite algunos momentos de reflexión meta-cinematográfica. Y además tiene el plus de que, una vez terminada la función, el espectador podrá contar a sus amigos que vivió para ver una película sobre un neumático asesino.

Publicado en Brecha el 19/8/2011

viernes, 12 de agosto de 2011

Los agentes del destino (The adjustment bureau, George Nolfi, 2011)

Digitado y estupendo


La obra de Phillip K. Dick ha dado pie a unas cuantas adaptaciones cinematográficas, de entre las que sobresalen películas tan disímiles como Blade Runner, El vengador del futuro, Minority report o la animación A scanner darkly de Richard Linklater. Todas ellas tienen en común una idea base originalísima, pero fue la visión particular y la impronta de sus realizadores lo que las convirtieron en algo memorable.
La historia original en la que se basa esta película es uno de los primeros relatos cortos que Dick escribió en su carrera (“Equipo de ajuste”, publicado en 1954) y trata sobre una organización secreta que controla el destino y los grandes acontecimientos humanos, inmiscuyéndose y manejando desde las sombras la vida mundana. Pero un buen día el programado ladrido de un perro se retrasa, por error, un minuto, y como consecuencia un empleado de una agencia de bienes raíces llega a su oficina con anticipación, descubriendo a los agentes del destino en plena labor compositiva. Es así que se destapa, en tono risueño, toda una alegoría paranoica de tintes pesimistas, con algunos apuntes sobre la vida marital.
Aquí se retoma tan sólo la idea general: Matt Damon es un promisorio congresista que se ve trastocado por un encuentro inesperado y azaroso con una bailarina, que le servirá de inspiración para un contundente discurso político. Pero es cuando la vuelve a encontrar que el destino digitado se tuerce, y que surge una seguidilla de problemas e imprevistos para la agencia de planificación, ya que la consumación de ese amor podría acarrear problemas terribles.
Los personajes son sólidos, la narración clara y concisa, y un preciso e inteligente montaje agiliza el relato, lográndose resumir una considerable seguidilla de eventos sustanciales en apenas minutos. Se trata, claramente, de un thriller de ciencia ficción, pero el peso sustancial está colocado en el romance entre ambos protagonistas. La película funciona, y muy bien, debido a dos pilares fundamentales: la construcción de los “agentes” como burócratas en plena labor, que cometen errores a pesar de sus poderes y que ni siquiera tienen muy claro por qué es que hacen eso que hacen, que además se ven estresados, sudorosos y abrumados por los inesperados cambios de agenda, o pendientes de mecanismos internos como promociones, ascensos y sanciones. Anthonie Mackie y John Slattery (el Sterling de Mad men) convencen con secundarios sólidos y Terrence Stamp impone su presencia para sustentar un villano de los de verdad. En segundo lugar, las historias de amor suelen adquirir intensidad cuando son dilatadas cronológicamente –aquí pasan años sin que los personajes puedan verse-, y además existe una química sustanciosa entre los personajes de Matt Damon y Emily Blunt.
Los agentes del destino se permite tocar, como al pasar, temáticas como la capacidad destructiva del hombre, la inescrutabilidad divina, la libertad de opción y los destinos digitados. Esto ya puede sonar a lugar común en thrillers que se la dan de “inteligentes” pero por fortuna no se insiste demasiado en estos puntos como para que logren irritar o para que el planteo todo resulte altisonante.


Publicado en Brecha el 12/8/2011

lunes, 8 de agosto de 2011

Entrevista a Renate Costa

Morir de tristeza

En la reciente exhibición de Doc Montevideo, la joven documentalista paraguaya Renate Costa presentó su brillante filme “Cuchillo de palo” en el que indaga en la vida y muerte de su tío homosexual durante la dictadura de Stroessner, busca saber cómo fue él en vida, y trata de comprender las actitudes de su mismo padre.

Lejos de verse afectada por la derrota futbolística de su país en la copa América, Renate se unió a la marabunta festiva del domingo, y cuando tuvo lugar esta entrevista, esbozaba una sonrisa radiante. Pero su rostro sabe adquirir la seriedad pertinente cuando se le habla de su película, de la dictadura de Stroessner y las aberraciones que sufrieron los homosexuales durante el período.

-¿Tu papá vio la película?

-Sí. Una de las cosas que suelo contar es una respuesta que el dio en la Berlinale, cuando hicieron esta misma pregunta. Era la última proyección, y yo me animé a decirle: por qué no bajás vos a responder. La gente no sabía que estaba presente. Y el baja y dice que para él es una película muy muy difícil, de un tema familiar que realmente le dolía mucho, como una espina que tenía clavada. Pero que era una verdad que el vivió como padre, como hermano de Rodolfo y como hijo. Fue la primera vez que lo vi a él reflexionando sobre su propia educación. Además tuvo una actitud muy abierta después de la película, incluso en el estreno llegó a conocer a las travestis, pudo hablar con ellas, conoció a los amigos de Rodolfo.

-O sea, el cambió gracias a tu película…

-No me animaría a decir o a juzgar si el cambió o no. Sí que estamos mucho más cerca después de esto. Mi relación con él cambió mucho, y yo creo que su relación con el mundo también cambió. Mi papá es católico apostólico romano, es practicante, en un momento de su vida el se aferró a la iglesia y la iglesia, quieras o no, le salvó la vida, y yo respeto mucho eso. No es mi intención cambiarle la manera de pensar a alguien con una película como esta, tampoco a mi papá. El proceso es al revés, es ver cómo hago para aceptarle completamente como es. Mi papá es diferente, de la misma manera que para mi papá su hermano era diferente.

-Y la responsabilidad tuya sería entonces, entenderlo a él…

-Claro, así como yo le presionaba para tratar de saber si él entendía o no a su hermano, si le quería o no le quería, eso mismo pasa en mi relación con él, es decir, yo te acepto así como sos, supercatólico y con tus dogmas y tu forma de pensar porque sos mi papá y porque te quiero.

-¿La postura que él tenía en cuanto a la homosexualidad es algo muy extendido en Paraguay?

-En parte sí; Paraguay es un país bastante machista, hace solo 150 años fue la guerra de la Triple Alianza donde murieron prácticamente todos los hombres mayores de once años, y el hombre fue un semental. El rol del hombre era procrear, con muchas mujeres incluso, y el labor de la mujer era trabajar para levantar al país. Eso fue hace poco tiempo. Imaginate en la posguerra cómo iba a posicionarse un hombre, un varón que era homosexual. Quedaba fuera de lugar ya que había que procrear por la patria. La concepción de la gente está influida por esa guerra tan tremenda. Después claro, vino la dictadura, una seguidilla de gobiernos conservadores y muy de derecha. Tampoco había allí una grieta ni una oportunidad para la homosexualidad.

-¿Creés entonces que las torturas y aberraciones contra homosexuales durante la dictadura estaban amparadas por las creencias populares?

-El caso de los 108 en Paraguay fue en 1959 y fue tremendo a nivel de medios de comunicación, porque el propio diario de mayor tiraje decía en su título “108 amorales están presos en Tacumbú (la carcel)” y la gente enviaba cartas de lector, diciendo que por favor se destierre a todos esos hombres, porque en Paraguay supuestamente no existían homosexuales, eran una enfermedad y una lacra social. La opinión pública era muy violenta, la forma en que se le ruega al gobierno que los elimine por completo. Después, ya en el 82, cuando la dictadura de Strossner estaba finalizando, hubo este otro caso en el que estuvo mi tío, en el que fue asesinado un niño y por eso fueron apresados más de 500 homosexuales. Ahí se hicieron muchísimas listas y luego se hacían públicas para ridiculizarlos, y la gente las reproducía. Una noche, un automóvil anónimo empezó a tirar las listas en el centro de la ciudad, luego también empresarios, políticos, y gente de poder recibía, al llegar a sus trabajos, una de estas listas, o ya las tenían en el escritorio. Si un trabajador de los que estaba a su cargo estaba en esa lista, significaba que esa persona debía ser echada de su trabajo, o castigada, o desplazada. Incluso algunos homosexuales en ciertos casos negociaban para sacarse a ellos mismos de la lista y ponían el nombre de otro que no cayó preso, hubo delaciones. Lo terrorífico es que los que se quedaron en Paraguay –porque muchos tuvieron que exiliarse- no eran como los desaparecidos de otros países, lo que hizo el gobierno fue exponerlos, iluminarlos, que todo el mundo supiera de su vida privada, los marcaban y estigmatizaban, impidiendo que tuvieran trabajar, estudiar o tener una vida tranquila.

-No me quedó claro si tu tío fue asesinado, se suicidó, o qué ocurrió con él…

-Yo no quise llevar al espectador a respuestas concretas. Más bien quiero dejar al espectador con mis propias preguntas. La película no es un thriller, lo que hago es acercarme poco a poco a mi papá, y no quiero que el espectador resuelva un misterio. Estoy buscando que transiten la película y que piensen en su propia vida, en su propio papá, en su propia generación y en la anterior. No quiero que gane tanto peso lo que realmente pasó, por qué murió, cómo fue.

-Del título “Cuchillo de palo” podría inferirse, además de que tu tío fuera un cuchillo de palo en casa de herrero, que tú también lo fueras. ¿Cómo nace una documentalista en la casa de un herrero?

-Saliéndose un poco de la crianza, de la manera en que mi papá me trató de enseñar. Yo tuve un tipo de crianza especial, y claro está que el tiro salió por la culata. De los malos ejemplos también se aprende.

-¿Qué marca dejó tu tío en tu formación?

-Él realmente tuvo poca presencia en mi vida, mientras vivía. El problema fue que una vez que ya estaba muerto yo no paraba de pensar en por qué vivió así. Me influencia en el sentido en que me hace pensar mucho en la libertad de ser uno mismo, en buscar el camino propio, mis deseos y qué clase de persona quiero ser. Tratar de que, cuando la gente se siente intimidada por las diferencias que hay entre los seres humanos, que eso a mí no me limite. A él sí lo limitó, y muchísimo.

-¿Cómo se sustentó durante tanto tiempo la versión de que tu tío “murió de tristeza”?

-Ahí te daría una respuesta un poco surrealista. Yo creo en la muerte de tristeza. Hay una frase de Nietzsche que me llega mucho: “si miras mucho tiempo hacia el abismo, el abismo termina tragándote”. Sí creo en eso, incluso en animales ocurre, o en parejas que viven mucho tiempo juntos. Muere uno de ellos y meses después muere el otro de muerte natural. Creo en esa clase de muertes.

-Es llamativa la forma en que los entrevistados se abren a ti, al punto que uno se olvida de que además de estar tú y otra persona en la habitación, hay un camarógrafo y un sonidista. ¿Cómo llegar a las personas así, a la hora de entrevistarlas?

-Con mi papá fue más difícil. Perdimos muchas semanas de rodaje porque a él le costaba mucho abrirse a mí. Algunas escenas finalmente se dieron casi de casualidad, mi padre se dirigió varias veces a mí, creo que olvidándose de la presencia de la cámara. No es necesario entrar en el cuadro como lo hice yo, pero es una cuestión de que la otra persona no se sienta agredida porque todo un equipo le está mirando y le está poniendo toda la atención y la tensión. Hay que arriesgarse y desnudarse, vos le estás apuntando con la cámara, pidiendo respuestas. Si te escondés atrás de la cámara generás cierta resistencia. Al ingresar yo al encuadre con mi padre –algo que no era mi propósito originalmente- ahí hubo un gran cambio respecto a él.
Víctor Kosakovsky, un director ruso, decía que hay que hacer cosas estúpidas frente a los personajes que estás filmando. Él una vez tiró un árbol abajo, ahuecó el árbol y se metió adentro del tronco. Estaba filmando unos campesinos que dejaron de prestarle atención porque dijeron “qué raro, qué estará haciendo este tipo” así pensaron que ellos no eran tan importantes y qué él quizá le prestaba más atención a ese tronco que estaba preparando para su rodaje, y de ese modo logró que los hombres actuaran distinto. Y el elemento principal es el tiempo. Hay que pasar mucho tiempo con la gente y hay que ser muy honesto. La gente te huele, siente si estás ahí porque te interesa solo la película o si realmente te interesa la persona. Tenés que ser muy sincero contigo mismo también, si vas a entrevistar porque necesitás una respuesta o si lo hacés para tratar de conocerle e intercambiar algo con ella. Fue muy difícil llegar a la travesti Liz Paola porque pertenecía a un mundo distinto al mío y desconfiaba de todo lo que eran medios de comunicación.

-Fue fundamental ese abrazo que le das…

-Y ella también me empieza a tocar. Es la única de la película que llora por mi tío, es la única que me toca, me limpia una lágrima, y la única –esto no está en escena- que me manda a la mierda por preguntarle por un tema tan triste al final de una fiesta. No quería recordar la dictadura y su sufrimiento. Pero eso igual fue muy bueno porque son el tipo de cosas que te acercan a la persona…

-Ser gay o travesti en plena dictadura era prácticamente un gesto militante…

-Es un acto de valentía y de defender lo que uno quiere, en un entorno en que se le cortaba la cabeza a esta gente. Liz Paola fue una de las pioneras en Paraguay, y junto a dos travestis más defendían su esquina y se daban de golpes contra la policía. Eran tremendamente revolucionarias. Strossner no quería gente que piense y Liz Paola, además de ser culta, es de las personas más sensatas que vi en mi vida. Hoy tiene clientes que la visitan sólo para hablar con ella, y aprender cosas, porque da gusto oírla.

Publicada en Brecha el 5/8/2011

sábado, 6 de agosto de 2011

Capitán América (Captain America: The first avanger, Joe Johnston, 2011)

Yo era un alfeñique de cuarenta y cuatro kilos

Esta película da pena. No es que se le pueda pedir demasiado a la enésima adaptación de un comic de Marvel al cine, pero sí pasar un rato entretenido, atender a un guión medianamente sólido y llevadero, encontrarse con personajes creíbles, con ritmo y un mínimo de creatividad volcada a las escenas de acción. Esos elementos supieron estar presentes en mayor o menor medida en películas de superhéroes como las dos primeras de El hombre araña y X-men y en la primera Iron man, y hasta supieron conjugarse notablemente en la reciente Kick-ass. Pero aquí brillan por su ausencia.
En plena segunda guerra mundial, un joven patriota enfermizo y debilucho se empeña una y otra vez en alistarse para integrar las filas norteamericanas, sin éxito. Visto su empeño y su disposición, el científico Heinz Kruger (Stanley Tucci) decide convertirlo en un superhombre fuerte y musculoso, en una hazaña científica completamente exitosa –algo que resulta extraño hoy, ya que desde hace mucho tiempo que en el cine la ciencia aplicada a metamorfosis humanas suele acarrear consecuencias funestas-. Como es de esperarse, el hombre se convierte en un luchador implacable, patea unos cuantos culos enemigos y se arroja a una lucha contra su enemigo natural Red Skull (Hugo Weaving) quien, cuándo no, quiere dominar el mundo.
Es difícil identificarse con un protagonista que, lejos de tener los conflictos existenciales que aquejan normalmente a los personajes de Marvel, su única preocupación es ganar la guerra y hacer el bien, y que de tan valiente que es, no duda en arrojarse sobre una granada para salvar a sus colegas soldados, en un impulso que parece más suicida que patriótico. Por otro lado, Hitchcock decía que cuánto más interesante un villano más interesante una película, y aquí el malo de turno es digno del Skeletor de los dibujitos de He-man, en el sentido en que pretende causar miedo a fuerza de ostentar su cabeza esquelética. Las dos primeras veces que el Capitán América se le enfrenta, se va corriendo; así que, como amenaza, resulta bastante patética.
La imaginación del director Joe Johnston para idear escenas de acción es nula. Una persecución de motos a través de un camino arbolado recuerda a una vibrante, ingeniosa y divertida que hubo en Indiana Jones y la última cruzada, pero aquí el protagonista despacha a sus enemigos con facilidad, con métodos convencionales vistos mil veces y como si fuese un trámite más. De hecho, la película toda parece un trámite: está la obligada historia de amor, la rutina de entrenamiento, la transformación, el posterior reconocimiento, el enfrentamiento final. Se circula por un camino seguro, olvidando aportar los elementos clave para cualquier aventura que se precie: tensión, enigma, sorpresa. Si Capitán América no llega a convertirse en un bodrio absoluto es porque eventualmente Stanley Tucci y Tommy Lee Jones aportan presencia y simpatía, y una pequeña espina final introduce, por vez primera, un elemento que estuvo ausente a lo largo de toda la película: el dramatismo.

Publicado en Brecha el 5 /8/2011