viernes, 28 de marzo de 2008

4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamâni si 2 zilem, Cristian Mungiu, 2007)

El aborto como anticonceptivo



Atención: este artículo revela detalles importantes de la resolución de la trama. Quizá el lector considere inconveniente leerlo sin antes haber visto la película.

Durante la década de 1980 el dictador Nicolae Ceaucescu decidió llevar a cabo una política para acabar con la deuda externa de Rumania. Para ello implementó una reducción drástica de algunos artículos de primera necesidad como carne, leche, huevos, medicamentos, agua y luz eléctrica, incrementándose así la pobreza en el país. También llegó a prohibir que la temperatura de dentro de las casas aumentara los 14 grados centígrados en invierno. Paralelamente la policía secreta (Securitate) comenzaba a hacerse cada vez más ubicua en las calles, instalándose una suerte de estado policial, sobre todo en los años precedentes a la revolución de 1989.
La ilegalidad del aborto fue impuesta en 1966 con el objetivo de incrementar la taza de natalidad, que se disparó en los años siguientes. Muchas mujeres se vieron obligadas a recurrir a abortos ilegales, lo que provocó que cerca de 500.000 murieran por abortos mal practicados en los 24 años que duró la prohibición. En palabras de Cristian Mungiu, director de 4 meses, 3 semanas, 2 días se trataba de una época en que “el régimen comunista (…) prohibía abortar a las mujeres para aumentar una mano de obra disciplinada”. Mungiu nació en 1968, cuatro años después de la prohibición, y él mismo no había sido programado por sus padres. “Cuando la generación de mi hermana, cuatro años más grande que yo, contaba en total con cerca de 30 alumnos, la mía se dividía en grupos de la A a la G, cada uno de 40 personas. Todo esto mataba al individualismo, nos trataban como a una manada. No pude más adelante ingresar a los estudios de medicina porque un solo puesto lo disputaban 40 candidatos, y al final lo conquistaba el hijo de un funcionario estatal. Toda nuestra juventud fue una gran frustración”.
4 meses, 3 semanas, 2 días sumerge al espectador en la Rumania de los últimos años de Ceaucescu. El año es 1987, todavía no empezaban las primeras manifestaciones contra el régimen y se atravesaba un punto de máxima represión policial. Pero algo curioso en la película es que no es necesario conocer ninguno de estos datos para sentir la opresiva atmósfera propia de una dictadura. Mungiu, consciente de sus escasos recursos (el presupuesto de la película fue de poco más de 600 mil euros) vuelve la falta de iluminación un poderoso medio expresivo y con una dominante gama de grises plasma un ambiente ideal para potenciar las incomodidades. Son muy sutiles los indicios que a lo largo de la película se van dosificando y dan cuenta del clima de paranoia que lo inunda todo. Otilia y Gabita, las protagonistas, ni se animan a hablar entre ellas del aborto, ni siquiera se atreven a nombrarlo en la intimidad de su habitación, fortaleciéndose la idea de que el régimen dictatorial trasciende hasta los ámbitos privados. Para comprar jabón y cigarrillos las jóvenes recurren a la venta clandestina. En un hotel, una recepcionista reta a Otilia por no tener el carné de identidad al día porque, afirma, si la “milicia” la agarra puede tener serias complicaciones.
En este panorama, nada podía ser más problemático que acudir a un aborto clandestino; la sofocante escena del aborto en la habitación de hotel puede recordar a las rodadas por Mike Leigh en Vera Drake, pero si la abortista de aquella película era pura sonrisas, aquí el “médico” no tiene ni la más mínima consideración por Gabita, y hasta improvisadamente llega a abusarse de la desesperación en que las protagonistas se encuentran sumidas. En ningún momento se explican las razones por la que Gabita debía recurrir a un aborto, pero las exasperadas mentiras, los manotazos de ahogado de la chica demuestran que para ella no existe otra salida.


Mungiu introduce mínimos elementos de tensión que se aglomeran en los momentos más conflictivos. Antes de provocarse el aborto, se sabe que puede entrar en cualquier momento algún empleado del hotel a la habitación; el abortista alerta que nadie debe escucharlos y, más adelante, él mismo grita al irritarse. Al rato más elementos angustiosos: responsabilidades que deben ejecutarse con precisión, un teléfono sonando que nadie atiende, una conversación molesta que nunca parece acabarse. Para colmo, las protagonistas son personajes con altos grados de irresponsabilidad, por lo que se conoce que su inestable situación pende de hilos muy delgados.
Por momentos se augura lo peor: la policía se instala en la recepción del hotel, Gabita no atiende el teléfono cuando Otilia la llama para saber si está bien, Otilia debe correr serios riesgos deshaciéndose del feto. La cámara al hombro es otro factor de incomodidad aunque opere a nivel inconsciente: hasta en los planos fijos el cuadro temblequea levemente, causando un efecto reforzador de inquietudes.
Mungiu ha sido sobradamente talentoso en demostrar la opresión de un patriarcado rumano que desconsidera y desvaloriza a la mujer. Discutiendo con su novio, Otilia le cuenta del aborto que debió llevarse a cabo y lo acusa de no cuidarse cuando tienen relaciones sexuales, de caer en la irresponsabilidad de no eyacular siempre afuera. La referencia al coitus interruptus para evitar el embarazo demuestra, quizá mejor que ningún otro detalle, la nula capacidad para acceder a métodos anticonceptivos, y la afirmación de que cualquiera podía llegar al punto de tener que recurrir a un aborto clandestino. Otilia, como Gabita, también es una estudiante de escasos recursos, proviene de un pueblo alejado de la capital y se alberga en Bucarest para poder terminar sus estudios. Se deduce, la clase de persona a la que le sería sumamente espinoso tener un hijo en esa situación.
En la misma conversación de Otilia y su pareja, la vemos desbordada, hipersensible y algo agresiva frente a su desconcertado novio. Él, por su parte, se muestra absolutamente incapaz de comprender o siquiera intuir la situación que ella atraviesa “¿tuvieron que recurrir a un abortista?, mirá vos” parece decir el chico, aparentemente más preocupado por la cena con su familia que por el estado anímico de su novia.
No es arrojado decir que 4 meses, 3 semanas, 2 días es un intenso alegato por la despenalización del aborto, pero es importante señalar sin embargo que la mirada del director Cristian Mungiu tampoco es extremista en ese sentido. Una escena que algún crítico tachó de “gratuita” enfoca, en el piso del baño del hotel y durante un considerable lapso de tiempo, al feto muerto. Es la única escena que se podría calificar de “explícita” de la película, pero sin lugar a dudas, la decisión de incluirla dista sobremanera de la gratuidad. Es curioso que por lo general las imágenes de fetos ensangrentados son utilizadas por los más impresentables grupos antiabortistas en sus terroríficas campañas contra la legalización, equiparando con ellas aborto con asesinato. La decisión de Mungiu de incluir esa escena puede comprenderse ya que en una entrevista señaló que “después de 1989, una de las primeras medidas fue volver a legalizar el aborto. Hubo casi un millón de abortos durante el primer año, mucho más que en cualquier país de Europa. Todavía hoy el aborto se usa como método anticonceptivo en Rumania, con más de 300.000 casos declarados anualmente”. En el panorama rumano actual, Mungiu parece decir “aborto sí, pero con responsabilidad”.
La escena final es elocuente. Si bien lo peor ya pasó y el aborto aparenta haber salido bien, las cosas no terminan aún. Todavía quedan posibles secuelas psicológicas para Gabita, el sentimiento de culpa de Otilia por haber traspasado dolorosos límites morales. Ambas protagonistas se juran “no volver a hablar de esto jamás”, por lo que la historia que atravesaron estaría condenada a perderse, a quedar en la nada. A veces el cine cumple la labor de rescatar del silencio y del olvido hechos y circunstancias que ameritan recordarse, retazos de historia que merecen ser expuestos para impartir sensaciones, dolores y enseñanzas. La última mirada de Otilia a cámara recuerda que el espectador es un tercer personaje invisible, el que al fin puede romper el grueso muro de silencio que las protagonistas construyeron.

Publicado en Brecha el 28/3/2008

sábado, 22 de marzo de 2008

Edmond (Stuart Gordon, 2005)

Hacia el centro de la noche


Como Kevin Spacey en Belleza americana, Edmond es un hombre que un buen día decide deshacerse de sus ataduras, desentenderse de su mujer y su rutinario trabajo y salir a vivir la vida. Y ese “vivir la vida” significa, en primer lugar, tener todos los encuentros sexuales posibles. El recorrido primario de Edmond es un puñado de prostíbulos varios y bares de mala muerte, pero como Michael Douglas en Un día de furia, él es un hombre franco, directo, y no tolera que lo estafen. William H. Macy merecía que lo colocaran en otro papel protagónico desde su soberbia interpretación en Fargo, y la elección de adjudicarle este rol no podía haber sido más acertada: un loser demasiado simpático como para generar rechazo, un filósofo de bar homofóbico y racista que acaba destapando facetas de psycho killer. Hay que verlo inmerso en el hampa neoyorquino con su cara de ejecutivo embustero, discutiendo obstinadamente con prostitutas porque no está dispuesto a pagarles tragos de 50 dólares, cayendo paulatinamente en la demencia por las malas experiencias de su travesía. En una escena especialmente desfavorable se lo muestra empujando enérgicamente una puerta, que en realidad se abre tirando hacia atrás; la acción dura solo unos segundos, pero es muy representativa de lo que le va ocurriendo al personaje. Edmond es un ser que no cuadra en el ambiente, no conoce sus reglas de juego y se niega a adaptarse; una fuerza a contracorriente en un entorno hostil.
La película comparte el tono ácido de un Todd Solondz, pero sin que se cause tanto daño a sus personajes ni al espectador. Abundante en sarcasmos y humor negro, se sostiene con dos pilares fundamentales: William H. Macy, impagable, y un guión escrito por el gran David Mamet (Los intocables, Glengarry Glen Ross, Spartan) que aporta algunas líneas de diálogo geniales, –“¿de verdad mataste a esa chica?” -“es que creo que bebí demasiado café”- y una vuelta de tuerca final que resignifica bastante las cosas. El director es Stuart Gordon, quien supo pergeñar alguna película de culto como Re-animator, aunque en rasgos generales su obra deja bastante que desear. Aquí la dirección no sobresale y roza lo convencional pero tampoco decae en ningún momento.
Ya es algo frecuente para el cine norteamericano que en las películas la violencia emerja desde el mismo sistema, no desde las clases bajas, sino del centro, del stablishment. Como parecen decir los Coen en su Sin lugar para los débiles, las reglas de juego cambiaron. Hay unos cuantos fusibles saltando en las metrópolis, los adolescentes disparan a quemarropa sobre sus compañeros de clase y horrores incomprensibles emergen en los lugares menos pensados. El cine plasma la inédita sensación de que en Estados Unidos ya no quedan resquicios donde estar seguro.Un integrado pequeño burgués que decide romper con todo, cuando en el fondo lo que busca son prostitutas y arremeter a cuchilladas contra alguien, puede parecer ficcional y paródico, pero Edmond tiene también sus inquietantes correlatos en la realidad.

Publicado en Brecha el 20/3/08

jueves, 20 de marzo de 2008

Quien me ame que me siga (Qui m’aime me suive, Benoît Cohen, 2007)

Que sea rock


A los treinta y cuatro años Max (Mathiu Demy) queda a cargo de la sección de cirugía torácica en uno de los mejores hospitales de Paris. Asentado por fin, en pareja desde hace años y firme en una existencia desahogada y prometedora descubre de golpe que malgastó su vida en una orientación que no es de su agrado y decide reincidir, luego de década y media, en su antigua pasión: la música.
Pero para empezar de cero una banda de rock debe ocultarse primero e inventar excusas y luego lidiar con variadas reprimendas y alguna acusación de haberse vuelto loco, de arruinar su vida. Alguno de los personajes que se oponen a sus intenciones pueden parecer algo estereotipados -la desconsiderada y manipuladora esposa, el padre intransigente-, pero funcionan como contrapartida, como un contrapeso emocional válido a la hora de exponer el drama existencial que atraviesa el protagonista.
Los momentos musicales desbordan sentimiento y están filmados con la cercanía, la luminosidad y el colorido de los video clips más directos. El mérito de Quien me ame que me siga no es su originalidad ni la agudeza de su planteo, sino su fuerza, su espíritu rockero, la forma de sentir y transmitir la música, y las ganas de contar una historia vivenciada. El mismo director Benoît Cohen obtuvo el título de arquitecto poco antes de arrojarse al cine y su guión (coescrito con Eleonore Pourriat, la cantante y actriz principal), tiene entonces sus buenas dosis de autobiografía.
Decía Truffaut que al ser los hombres esencialmente cobardes, muchas veces van al cine a encontrarse con alguien parecido a ellos, aunque más valiente, más fuerte, más arrojado. Hay mucho de heroico en el personaje de Max, un sujeto de bajo perfil que descubre lo que quiere y no se detiene hasta lograr su objetivo. En su decisión de cortar con sus seguridades laborales, en sus arranques de sinceridad, en la incansable persecución a la cantante seleccionada, en la manera de convencer a golpes a un amigo para que toque con él, Max exuda rocanrol por todos sus poros. La irreverencia es una acción inmensamente cinematográfica.
Se hace partícipe a la audiencia en el proceso de crear la banda, en los problemas que llevan a peligrar su composición, en los habituales escollos que deben atravesar. Al ser el espectador testigo de este desarrollo, la adhesión con la causa se vuelve incondicional. En estos aspectos, la película se asemeja sobremanera a The commitments de Alan Parker, esa otra obra honesta, colorida y desbordante de energía. La diferencia aquí es que la música es rock francés del mejor, y el humor, los personajes y la cotidianeidad de ciertas situaciones transmiten esa alegría tan propia de las más sobresalientes comedias francesas.
El final, de un impensado pesimismo, puede dar que hablar y contrasta sobremanera con el espíritu alegre y contagioso del resto de la película. Aunque también es cierto que no se lo espera nadie.

Publicado en Brecha 20/3/2008

miércoles, 19 de marzo de 2008

Imperio (INLAND EMPIRE, David Lynch, 2006)

Lynch sigue siendo Lynch


Desquiciada, extravagante, abrumadora, Imperio sigue en la línea más personal, libérrima y trastornada de Lynch, en la que se situarían películas como Eraserhead, Carretera perdida y Mulholland Drive. Lynch insiste en seguir siendo Lynch. Cuando un diálogo comienza a parecer “normal” algo siniestro lo corta antes de que termine. Cuando el espectador cree que se puede aferrar a algo que se asemeja a un “argumento”, inmediatamente se desintegra entre sus dedos. Cuando la película parece que comienza a moverse en determinada dirección, de golpe da un quiebre insospechado y toma nuevas dimensiones. Lynch invita al espectador a sumergirse en un experimento alucinante, a abandonar por un buen rato (3 horas) los razonamientos lineales y a pensar este filme desde la lógica de los sueños; a dejarse llevar por un universo construido por sensaciones y atmósferas.
Personajes de rostros borroneados, individuos con fisonomía de humano y cabeza de conejo, seres que amenazan y sermonean a los protagonistas, un rodaje donde se confunde lo que es película y lo que es realidad, conversaciones incómodas, pegadizos números musicales, hipnotismo, amnesia y recuerdos del futuro, prostitución, asesinatos, desdoblamientos de personalidad, la tentación de lo prohibido y la ardua lucha entre placer y represión, todo edificado alrededor de la descomunal labor de Laura Dern. Personaje poliédrico si los hay, de múltiples caras y facetas, trasciende una individualidad única, representando la esencia de todas y cada una de las mujeres de la película.
El arsenal de recursos que Lynch maneja y explota es inacabable. Filmada en gran parte en formato digital, con demenciales juegos de luces y sombras, cámaras al hombro, abundancia de fundidos e imágenes superpuestas, colores inquietos, repentinos flashes, gotas que centellean en tomas pasajeras, primeros primerísimos planos que parecieran querer introducirse en la psiquis de los personajes, y una riquísima banda sonora compuesta mayoritariamente por música y sonidos etéreos, la película ameritaría extensos estudios detallados, y Lynch abruma por su conocimiento del lenguaje cinematográfico.
El director filmó Imperio sin un guión preconcebido, a partir de una o dos ideas sueltas, y a partir de allí comenzó a armar la película. Cuando alguien le preguntó sobre el significado de la obra, su respuesta fue tajante: “no lo sé”. Al cineasta le interesan las formas, y que cada uno busque el significado que más le convenga.
Lynch ha dicho en una entrevista que lo ideal es ver las películas en un lugar oscuro, silencioso, de modo que no se entrometan factores externos en la experiencia de sentir y respirar las obras. Imperio es ideal para ver en una pantalla grande, por lo que la oportunidad de verla en el cine no debería dejarse pasar. Eso sí, una proyección de tres horas ameritaría a que se hiciera una pequeña pausa entre medio, para que el espectador pudiera estirar las piernas, distenderse un poco, quizá tomar algo antes de volver a entregarse a la segunda mitad de una portentosa inyección sensorial.

Publicado en Brecha 20/3/2008

sábado, 15 de marzo de 2008

Honor de caballería (Honor de cavalleria, Albert Serra, 2006)

Por dios no la vean


Algunos sectores de la crítica mundial vienen encumbrando a Honor de caballería como una obra a contracorriente, arriesgada, valiente. Cahiers du cinema la eligió como una de las 10 películas del año 2007, (el puesto número 7, en rigor). De verdad vale preguntarse qué demonios está pasando por la cabeza de tantos especialistas.
Se supone que la película se basa en el Quijote, pero mejor será que nadie vaya a verla pensando que es una adaptación, porque podría llevarse un gran chasco. Nada más lejos de la realidad. La intención palpable del director Albert Serra es mostrar como podrían haber sido, de haber existido, los verdaderos Quijote y Sancho, los que hubieran inspirado a Cervantes para escribir su novela. Es por eso que ambos individuos se sientan, caminan, miran hacia la nada, de vez en cuando esbozan alguna especie de diálogo, y así por más o menos dos horas. No hay molinos, ni Dulcinea, ni diálogos ingeniosos. De hecho, es probable que los diálogos no ocupen ni el 10% de la película. A veces el Quijote grita cosas como “¡te mataré!” a personas inexistentes, pero claro, a nadie le importa, Sancho ni se inmuta, y los espectadores tampoco.
Sokurov, otro director de ritmos muy morosos y que también se toma sus tiempos para expresarse, por lo menos tiene buen ojo para los planos, sabe hacer de un paisaje un cuadro impactante e irrepetible. Angelopoulos genera un extraño poder hipnótico con los movimientos de su cámara. Kiarostami, por su parte, en la mayoría de sus películas crea personajes, historias. Tarkovsky era un maestro del enigma y uno se sentía empujado por ellos a terminar sus películas, pero aquí no hay nada de esto.
Se habla de una película sugerente. Claro, el grado cero de la sugerencia. La neutralidad de un jabón también puede ser sugerente si nos lo proponemos. De hecho, cualquier película puede ser sugerente si la audiencia está suficientemente autosugestionada. También se viene hablando de una película original. Menuda originalidad, la de estirar hasta sus últimas consecuencias la paciencia del espectador. Honor de caballería es un monumento al hastío, y tiene el poder somnífero de una tonelada de valium.

Publicado en Brecha 20/3/2008

sábado, 1 de marzo de 2008

Las mejores películas (III)

Yo que siempre ando hablando pestes del cine norteamericano, a veces caigo en la cuenta de que Tarantino, los Coen, Lynch, Burton, Aronofsky y tantos otros no nacieron precisamente en el Congo. Esta lista la encabezan directores norteamericanos, y con qué pedazos de películas. Una buena racha, sin lugar a dudas; las primeras 4, obras maestras, el resto, mucho más que buenas. Y para coronar, una obra maestra de antaño, que no hay que perder la costumbre.

Death proof de Tarantino (Estados Unidos)
El divertimento lúdico de un genio. Una mitad de una película que quedó muy larga y debió transformarse en una película sola. Decir que es una obra menor en la filmografía de Tarantino es lo mismo que decir que es una obra mayúscula para el cine en general; y a sacarse el sombrero. Eso sí, a la de Robert Rodríguez la comprimiría y la depositaría en un triturador de basura.

No country for old men de los Coen (Estados Unidos)
Desconcertante al mango, la cacería de un hombre se transforma en varias cacerías. Y ninguna termina como cabría esperarse. Bardem está increíble, el Mal (así con mayúscula) personificado como nunca, un psicópata con “principios”. Todavía no me puedo creer que le hayan dado el oscar a él y a la película. Por vez primera la academia hace las cosas como deberían ser.

Sweeney Todd de Tim Burton (Estados Unidos/Inglaterra)
Burton se destapa y se manda un desquiciante y sangriento musical. En el Londres del S XIX, Sweeney, un barbero escindido, industrializa, mecaniza, deshumaniza las matanzas. El surgimiento de una humanidad insensible, anestesiada y caníbal parece nacer con la idea misma de progreso.

4 Meses, 3 semanas y 2 días de Cristian Mungiu (Rumania)
Una película insoportable y asfixiante, aunque a la vez endemoniadamente atractiva. La crónica de una desesperación, quizá el mejor alegato antiprohibición del aborto jamás filmado. Además, el lastre de la dictadura, el opresivo patriarcado y ciertas mezquindades sociales inherentes a la idiosincrasia rumana se hacen sentir en todo su peso. Prometo un artículo al respecto, en breve.

La soledad de Jaime Rosales (España)
Rosales vuelve a arremeter con otro peliculón, pero aquí se aleja del abordaje bressoniano de Las horas del día para acercarse más al estilo del maestro Yasujiro Ozu. Filmado con cámaras que parecieran estar atornilladas al piso, exponiendo la pesadez existencial del ciudadano medio, las fragilidades de la vida y la creciente desintegración de las familias en las sociedades modernas, un filme a contracorriente, distante, austero, casi suicida e inmensamente emotivo.

Mataharis de Iciar Bollaín (España)
Detectives de verdad, no como los de las películas. Iciar Bollaín aborda la vida de tres investigadoras privadas, cada una de ellas atravesando un dilema existencial. Tres casos distintos, tres puntos vitales decisivos, tres grandes actrices, Bollaín filmaba con sobrecogedor realismo escenas de violencia doméstica en Te doy mis ojos, y esa misma habilidad para plasmar en toda su dureza un enfrentamiento conyugal vuelve a repetirse en Mataharis.

Anjos do sol de Rudi Lagemann (Brasil)
Qué fuerte. Niñas prostitutas, vendidas por sus padres y obligadas, en medio de la selva, a satisfacer indefinidamente los apetitos de una procesión de mineros. Otra forma de esclavitud que ocurre ahora mismo, y que no conoceríamos si no fuese por el poder denunciante del cine. Por su parte, el cine brasileño está atravesando un gran momento, qué dudas caben.

Moliere de Laurent Tirard (Francia)
Una película que entretiene, emociona y hace pensar. Alsina Thevenet decía que las películas que cumplen con esos tres requisitos merecen ser llamadas obras maestras. De esta Moliere no me animaría a decir eso, pero véanla qué está bien buena.

Lost - cuarta temporada
Si, ya sé que no es una película, pero en los primeros episodios de esta nueva temporada debe de haber más cine que en todo el cine comercial norteamericano de lo que va del año (las de acá arriba son del 2007). Me arrepiento por haberme mostrado escéptico respecto al destino de Lost, y ya sé, soy un maldito pecador. Los guionistas empezaron con toda la fuerza, y nuestros otrora queridos personajes se han convertido en el mismísimo infierno. Nunca los habíamos visto tan rematadamente locos; a Locke y a Jack se les fue la moto definitivamente. Y Ben sigue siendo mi personaje favorito, (ahora que no está más Ana Lucía, obvio).

Anatomy of a murder de Otto Preminger (Estados Unidos, 1959)
Qué buenos que son los policiales de juzgados cuando están bien filmados. Si en este momento tuviera que elegir dos películas del subgénero en particular, ellas serían 12 angry men y ésta. Dos horas y cuarenta minutos que se pasan volando. Aunque poco conocida, nadie debería perderse esta maravilla.