viernes, 31 de agosto de 2018

Las herederas (Marcelo Martinessi, 2018)

La prisión cotidiana 


Son sumamente curiosos algunos de los sucesos que tuvieron lugar en Paraguay cuando se estrenó esta película. Algunos políticos conservadores alzaron la voz en contra de su proyección, repudiando el hecho de que se tratara de una historia centrada en una pareja de lesbianas. Luego de asegurar que una película así atenta contra los valores de “la familia”, una senadora llegó a gritar: “¡Sólo falta que vengan los homosexuales a casarse aquí!”. Esta coproducción, en la que participa la productora uruguaya Mutante Cine como socia minoritaria, viene llevándose premios en los festivales de Cartagena, Seattle, Sidney, Berlín y Toronto, entre otros. Esa exitosa recepción crítica llama la atención una vez más sobre la buena calidad del cine paraguayo, que este año también tuvo entre sus materiales otras películas premiadas, como Ejercicios de memoria y Los buscadores
La historia se centra en Chela, un personaje llamativo. La actriz Ana Brun está brillante interpretando a una mujer de unos 60 años, de voz cascada y mirada ancha y pasmada. Tanto en sus gestos vergonzantes como en su forma de moverse y hablar, Chela denota cierto hastío y hasta una presumible depresión. Las circunstancias la justifican: el caserón de clase alta donde pasó su vida se ve ajado y descascarado, y las vicisitudes económicas que atraviesa junto a su pareja, “Chiquita” (Margarita Irún), la obligan a vender los objetos familiares de lujo (vajilla, copas de cristal, un reloj, un piano), últimos testigos de antiguas prosperidades. 
Pero las cosas se complican todavía más cuando Chiquita debe pasar un período en la cárcel. Es que las deudas acumuladas llevan a que un banco la denuncie por estafa, lo que deriva en un procesamiento con prisión preventiva. Esto supone el epicentro de la crisis, en el que a Chela parecería pesarle mucho menos la situación real –Chiquita se mueve como pez en el agua dentro de la prisión– que la mirada prejuiciosa de los demás. 
Hay pequeños detalles coloquiales que dan vuelo a la narración: el contraste entre las conversaciones de las señoras de clase alta y las de las reclusas en la cárcel, el rol de la empleada doméstica de Chela, y especialmente el personaje secundario “Pituca” (el apodo no podría haberle venido mejor): una anciana que se las trae. Con una notable dirección de actores, el director Marcelo Martinessi compone un cuadro minimalista, un acercamiento íntimo a la cotidianidad de esa mujer que, paulatinamente, comienza a darse cuenta del encierro, tanto mental como literal, en el que vivió durante las últimas décadas. La dictadura más larga de Sudamérica ha construido una sociedad en la que las personas se protegen levantando murallas a su alrededor, y es notable la forma en que el guion muestra el quiebre radical, el torrente emocional y los cambios de perspectiva que esta “crisis” puntual genera en Chela, llevándola a buscar nuevas vías de supervivencia y a descubrir, en el proceso, un mundo nuevo.

Publicado en Brecha el  31/8/2018

viernes, 24 de agosto de 2018

El ángel (Luis Ortega, 2018)

Morbo por la criminalidad


Luis Ortega es un director argentino que se ha beneficiado especialmente con lo que se ha nombrado y reconocido como la “fiebre Puccio”, cuando hace tres años salió su miniserie Historia de un clan, y casi simultáneamente la película de Pablo Trapero El clan, ambas centradas en el caso del criminal Arquímedes Puccio, sus hijos y sus secuaces. El éxito de ambas aproximaciones a esta familia, que a la salida de la dictadura secuestró y asesinó rehenes, debió de haber captado la atención de unos cuantos productores, interesados en continuar explotando una veta impensablemente provechosa.
Esta vez, continuando con esta tendencia de desempolvar asesinos seriales bonaerenses, se dio con uno que, una década antes, causó similar conmoción a los Puccio, quizá por pertenecer también a la clase media desahogada. Carlos Robledo Puch fue un muchacho de 20 años bautizado por la prensa como “el ángel de la muerte” o “el ángel negro”, detenido y procesado en 1972 por diez homicidios calificados, un homicidio simple, una tentativa de homicidio, 17 robos, complicidad en una violación, tentativa de violación, un abuso deshonesto, dos raptos y dos hurtos. Quizá en su momento lo más llamativo de este criminal fue su apariencia: al ser joven, rubio y atractivo, rompía con la fantasía reaccionaria de que los asesinos debían ser necesariamente feos y desagradables, y el hecho de provenir de una familia trabajadora del barrio Olivos (una familia “bien”, como allí dirían) lo volvía incomprensible para cierta burguesía local. 
Es así que en esta película Puch está notablemente interpretado por Lorenzo Ferro; es presentado como un rebelde sin causa que busca transgredir las reglas, y aparece reiteradamente vistiendo colores intensos y fumando sensualmente. También se lo ve bailando al compás de “El extraño de pelo largo” y tocando el piano en un par de ocasiones, a pesar de que el Puch real aprendió a tocar el instrumento obligado por sus padres, y no le gustaba hacerlo. Todos los delitos sexuales que Puch cometió son omitidos en la película, así como otros detalles nada favorables, como cuando abrió fuego contra un bebé que lloraba; de modo que este antihéroe aparece pulido y perfeccionado para poder generar empatía y, con su arrogancia, ostentosidad y espíritu transgresor, para calzar dentro de esa visión “romántica” de la criminalidad, tan extendida por el noir
De hecho, El ángel parece un eco tardío de aquellos vistosos cuadros criminales a lo Bonnie y Clyde y Asesinos por naturaleza; el foco está puesto principalmente en ese enigma, inexplicable para muchos, por el cual un muchacho que en apariencia todo lo tiene se involucra voluntariamente en el hampa, e incluso rompe sus códigos. Sin embargo, el planteo y la anécdota no dejan de ser interesantes, aunque resulte inquietante incurrir en esta versión lavada y superficial de la historia de un asesino, en la que parecería buscarse deliberadamente la complicidad y la fascinación por este personaje al mismo tiempo elegante y mortífero. 
La ostentosa recreación de época, la fotografía, la dirección de arte son elementos que llaman particularmente la atención sobre ellos mismos, pero que, en este caso, se ven tan artificiales y deshumanizados como toda la película en su conjunto. Pero poco debe importarle al director, a los productores argentinos y a sus coproductores, Agustín y Pedro Almodóvar, ya que la taquilla y la crítica le han dado un visto bueno general a esta especialmente sobrevalorada e intrascendente apuesta comercial.

Publicado en Brecha el 24/8

martes, 14 de agosto de 2018

La flor de la vida (Claudia Abend, Adriana Loeff, 2018)

Iguales, pero más viejos 


Recientemente se han dado a conocer unos cuantos documentales latinoamericanos enfocados en la tercera edad. Películas filmadas por jóvenes cineastas que, a contracorriente de los intereses generales y de los parámetros de belleza dominantes, deciden poner el foco e indagar en un sector que se ve sistemáticamente silenciado, excluido y marginado. Ejemplos de esta tendencia cinematográfica son el documental chileno La once y los argentinos Las cinéphilas, Foto estudio Lusita y Flora no es un canto a la vida. De Uruguay, Todavía el amor, de Guzmán García, es un caso paradigmático de cómo los ancianos suelen ser un reflejo viviente del pasado y cargar con historias sorprendentes, material perfecto para empatizar, cotejar la vida propia y hacer, en estos procesos, toda clase de juicios valorativos. 
Desde su inicio, esta película deja en claro cuál fue su disparador: un llamado a personas mayores de 80 años, a partir del cual una buena cantidad de interesados accedieron a ser filmados y a contar sus historias de vida frente a la cámara. Entre ellos hay varios conocidos: están Cristina Morán, Mario Handler, el fallecido Ferruccio Musitelli, Linda Kohen, Martha Valentini, Carlos Vallarino. Pero Aldo Macor, un tano hilarante y extrovertido, señala la importancia de que profundicen en él: aduce ser el personaje perfecto para el documental. Como si hubiese sido un presagio, las directoras Claudia Abend y Adriana Loeff (ambas también autoras de Hit) decidieron ubicarlo, no solamente a él, sino al fin de su matrimonio como núcleo del documental. Para ello, y a pesar de sus vacilaciones, resolvieron entrevistar también a su ex mujer, Gabriella. Un muy nutrido material filmado, desde los inicios del vínculo hasta la actualidad, provee a la película de un recurso para enfatizar el paso del tiempo y para darle aire y distensión: el tema “Dance Me to the End of Love”, de Leonard Cohen, interpretado por Madeleine Peyroux, suena especialmente atinado en un emotivo fragmento en el que se acompasa notablemente con imágenes de archivo. 
Macor no es solamente una fuente constante de humor, sino además un personaje con dobleces sumamente interesantes, incluso capaz de causar, por momentos, auténtica irritación. Su capacidad de autocrítica, asimismo, promueve cierta empatía –“soy egoísta, egocéntrico y ególatra”, subraya en un momento determinante–. De a ratos se vuelve además un notable portavoz de ciertas idiosincrasias obsoletas, como lo demuestra al señalar que vislumbró en Gabriella no a una “amante” sino una “madre” perfecta, y que por eso decidió casarse con ella. Disociación de otros tiempos por la cual las madres no podían ser vistas como “putas” y por la que muchos hombres satisfacían sus necesidades sexuales fuera de sus casas. 
Otro momento elocuente se da cuando Valentini, una de las octogenarias, asegura sentirse igual que siempre: con las mismas inquietudes, la misma curiosidad, con las mismas ganas de vivir, pero con un cuerpo que muchas veces no responde como ella quisiera. La flor de la vida promueve, gracias a una notable conexión con los entrevistados, a una laboriosa recopilación de relatos diversos, divergentes y a menudo contradictorios, y a un inteligente trabajo de composición y montaje, un sinfín de reflexiones profundas en torno a la vejez, el amor y la soledad.

Publicado en Brecha el 10/8/2018

viernes, 3 de agosto de 2018

Entrevista a Albertina Carri

Contra la catarsis


Su película “Los rubios” supo marcar un antes y un después en el abordaje cinematográfico de la historia reciente. Pero su nombre es además inevitable a la hora de hablar de un cine incómodo, transgresor, subversivo y, sobre todo, arriesgado en estilos y formas. En entrevista con Brecha, la directora argentina se explayó sobre materiales de archivo y cintas abyectas, sobre discursos ocultos y la necesidad de construir cine desde los márgenes. 

En Los rubios (2003), Albertina Carri –hija de desaparecidos– utilizaba un sinfín de recursos para recrear la ausencia paterna, para cuestionar una generación entera e interpelar a su audiencia. Se valía de memorias, escenas de animación de muñecos playmobil, fantasías, relatos, y hasta contrató a una actriz para recrearse a sí misma. En la película de ficción Géminis (2005) abordó el incesto entre hermanos, y en La rabia (2008) exploraba la violencia en dos familias de campesinos dentro de un establecimiento rural. En el telefilme Urgente (2007) denunció el abuso sexual infantil y la violación de mujeres, reanimando la discusión sobre el aborto. Cuatreros fue estrenada en el más reciente Festival de Cinemateca y es la última obra de su autoría que fue exhibida en Uruguay. En ella Carri entreteje un relato retomando una investigación de su padre, Roberto. Se presenta la figura de Isidro Velázquez, último “gauchillo” alzado de Argentina. Con la pantalla divida en tres, cuatro y hasta cinco partes, hay un torrente de imágenes e ideas que dialogan y se interpelan, en un recorrido en el que se superponen constantemente la investigación histórica y la vida personal de la directora. 

Su última película, Las hijas del fuego, fue laureada en el último Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) y fue una de las más provocativas de la programación, entre otras cosas por ser deliberadamente porno. Pero se trata de un porno diferente, no sólo porque tiene personajes definidos y una historia, sino porque escapa a ese porno dominante, patriarcal y falocéntrico. Aquí, en cambio, el sexo es fundamentalmente lésbico, y entre mujeres de todo tipo y tamaño. Cuando la directora fue a recibir el premio a mejor película de la Competencia Argentina se congratuló de haber hecho llegar a los cines de La Recoleta a “un montón de tortas pasándola bien”.
A fines del año pasado, en Montevideo, Carri dio una charla en el Centro Cultural de España llamada “Fósiles y archivos. ¿Cuerpos de imágenes o imágenes de un cuerpo en constante movimiento?”, en la que fueron proyectados fragmentos de sus películas y donde compartió sus ideas en cuanto al uso de materiales históricos y su resignificación, trastocándolos para una reinterpretación. Con una de sus primeras proyecciones conmocionó a la totalidad de su audiencia: un corto de su autoría en el que expone, entre otras, una aberrante cinta pornográfica de principios del siglo XX, en la que una mujer es fornicada por un perro. Brecha dialogó con Carri luego de esa exposición.

—En la charla hablabas de que era común investigar archivos antiguos y encontrarse con materiales abyectos, intolerables. Esto aparece en el video que mostraste… Me gustaría saber cómo decidiste, aun cuando ese material es abyecto, utilizarlo.

—Cuando me encontré con esos materiales tuve esa gran duda. Me pasó dos veces, por un lado con el material de zoofilia y por otro con el material de Vietnam que se muestra en Cuatreros, donde se asesina a una persona frente a la cámara. En ambos casos quedé shockeada. La pregunta era acerca de la política de la imagen, su circulación y qué hacer con eso. Son dos instancias muy diferentes y en ambos casos lo que se ve es extremadamente violento. En ese video de zoofilia se llega a ver a la esclava mirando a la cámara y pidiendo piedad. Se intuye que en ese momento desde detrás de la cámara alguien le dicen seguí, continuá. Después de ese gesto ella vuelve a acercarse al perro para que se la monte. En determinado momento se nota que ella llora, que el perro la lastima, eso capaz que no lo podés ver en una proyección en digital, pero es así. Sin embargo, la cámara no se inmuta. 
Dudé mucho de si hacer visible ese material o no, pero es una imagen intolerable pero existente. Y no sólo como imagen, sino como contexto: si bien al principio sólo vi el horror y me indigné, con el tiempo me fui dando cuenta de que ese fuera de campo le daba otro valor a la imagen. A mí me lleva a reflexionar en lo siguiente: quiénes eran los que hacían cine, quiénes empuñaban la cámara, quiénes veían esos materiales. El acceso a esa nueva tecnología (es un material de los años veinte, más o menos), el poder que significaba eso, para qué se utilizaban las cámaras. La pornografía existe desde siempre, y desde siempre es un género didáctico en el sentido en que enseña una heterosexualidad violenta, un tipo de educación extrema, por la cual sólo los hombres gozan y las mujeres son objeto de ese goce. Hoy en día se hacen y circulan este tipo de cosas, pero de otro modo y por otras vías –por suerte se ha avanzado en derechos y libertades–. Sí me pareció que era importante llamarse a la reflexión y pensar en todas estas cosas. Esa imagen lo hace, invita a hacerlo, si es que podés atravesar el momento del espanto.

—El fragmento de Vietnam interpela de manera similar…

—Sí, es un poco lo mismo, también te hace preguntarte quién está filmando. A mí me resulta imposible pensar que estoy sosteniendo una cámara, matan a alguien delante de mí, y sigo filmando. Que no se me caiga la cámara es algo que no puedo imaginar, y no entiendo qué tipo de cuerpo es capaz de seguir cuando frente a él se está matando a una persona. 

—Casi como si lo estuviera matando el camarógrafo…

—Claro, hay algo de eso… una no-opinión, o una naturalización de ese evento. No termino de entender quiénes eran los que hicieron el registro. Sé que luego esos mismos materiales se utilizaban como propaganda contra la guerra, se usaban en universidades, pero creo que era porque se filtraban y a partir de ahí se volvían materiales de denuncia. Pero tiendo a pensar que los que registran esas cosas son los mismos asesinos, porque para que te dejen filmar está claro que hay que ser cómplice. Son todos actores de la misma escena en la que matan a un tipo; es como si dijeran: “Esto es lo que sucede, esto es lo que pasa”. 
Denunciar esas naturalizaciones es necesario. Yo tengo la teoría de que no funciona sólo con hacerlo visible, no funciona sólo con ponerlo y decir: “Esto es un horror”, porque eso ya lo sabemos todos, por eso hago que ese material interpele, genero un relato alrededor, para que otras emociones surjan y no sea sólo el espanto. Hoy es raro que alguien diga estar de acuerdo con alguna de esas imágenes… Pero quienes están de acuerdo –hay muchos, y muchos más de los que creemos, porque esas cosas todavía se hacen– no se animan a decirlo a viva voz.

—También mostrabas una película pornográfica más reciente, La mujer del cuadro, en la que una violación explícita era filmada para goce del público masculino. Eso en realidad es sólo una parte de un discurso mayor: me hace acordar a John Wayne en esos viejos westerns, moliendo a palos a su mujer; o en Duelo al sol, en el que una violación era vista como algo bueno, prácticamente como si a las mujeres hubiera que domarlas y quebrantarlas.

—Claro, durante muchísimos años no hubo una condena, y se sostenía que la dominación era necesaria porque las mujeres éramos locas, histéricas impredecibles… 


Hablabas de colecciones privadas y de muchas trabas para acceder a ciertos archivos. ¿La legalidad es un obstáculo a la hora de hacer un trabajo así?

Sí. Podés ir preso. En realidad, con muchos de estos materiales sucede que no se sabe exactamente de quién son; están como en una especie de limbo. Si alguien te lo reclama, te dice que es suyo, podés tener un problema. Ahora que existen todas estas cuestiones del derecho de imagen, puede aparecer alguien que diga: “Yo salgo en esa pantalla”, y decirte que su difusión lo perjudica. Cuatreros es una película que hasta ahora no ha tenido problemas legales, pero que puede tenerlos, tranquilamente, porque no son materiales conseguidos legalmente sino “robando latas”. En caso de que surja algún problema se irán tachando los fragmentos, si las denuncias se acumularan, la película podría ser tachada por completo. 

—¿Qué tan literal es eso de “robar latas”?

—En realidad lo que hago es “robar imágenes”… Voy con mi cámara digital, proyecto cintas que tienen algunos privados y así hago capturas digitales. Ese es el trabajo que hice con Cuatreros, me pasé años haciendo eso porque es muy complejo que te dejen entrar, que te hagan la proyección y puedas filmar eso, “robar” la imagen de esa manera. 

—¿Creés que en general el universo cinematográfico actual es conservador?

—Sí, extremadamente conservador. Es una de las batallas perdidas y la ha ganado el cine de Hollywood, con su lógica blanca, judeocristiana, heteropatriarcal, capitalista, con su bajada de línea. Otras artes pudieron mantener ciertos espacios de libertad, pero para el cine ha sido muy difícil, porque es caro, porque las distribuidoras, las salas fueron cooptando todo. No hay casi festivales de cine en el mundo que no sean en shoppings… esos shoppings son cadenas, esas cadenas son de las majors, esas majors son las dueñas del mundo… son las que venden armas a los países del Tercer Mundo, son las que generan guerras, provocan devaluaciones. Sin embargo, siguen existiendo expresiones radicales, y hay nichos artísticos. Pero cada vez es más complejo mostrar ciertos tipos de relatos.

—¿El hecho de que el cine sea conservador se debe al sistema de producción o a los mismos creadores?

—Creo que los sistemas de producción se reflejan en los materiales. Eso es importante, hay una gran responsabilidad de las escuelas de cine en ese sentido (sobre todo en las periferias, Uruguay, Argentina, Brasil), allí te siguen enseñando a hacer cine de cierta manera que, en realidad, es como se hace en Europa, pero nadie reflexiona sobre qué sería una cinematografía local. En términos culturales, y de recursos económicos y humanos, se debería reescribir un modo diferente de hacer cine. Eso no existe, nadie lo piensa: el cine se hace de una manera, y esa manera es la que nos baja de países que nada tienen que ver con los nuestros. Hacer una película en Francia, en Suecia, no tiene nada que ver con hacerla en Uruguay o Argentina, y sin embargo estamos atrapados en esa lógica. Los mercados paralelos que se generan, los fondos europeos que ayudan al Tercer Mundo, los pitchings, los laboratorios, lo que hacen es seguir adoctrinándote. Ahora en las escuelas de cine se enseña a hacer pitching. Eso antes no existía, hoy se enseña también a hacer un tratamiento, una sinopsis, te enseñan a ser un profesional para un mercado y una industria que no existen. Te van destrozando tus iniciativas artísticas, no podés concebir las películas de otra forma, con otros formatos ni con otros sistemas de producción.

—¿Qué tipo de cine es el que a vos como espectadora más te gusta ver?

—El que me desafía, que me trastoca un poco, que me hace pensar. Lo que no me interesan más son los relatos hegemónicos: los dramas relativos a parejas blancas heterosexuales son ya directamente un cine que no puedo ni mirar. El cine dominante ha abusado mucho de eso. No busco un cine específico sino uno que me cachetee un poco. Una de mis películas favoritas, por ejemplo, es L’Atalante, de 1934… Si la contás no tengo claro si es una historia muy buena, pero sin embargo es una película poderosísima, por sus tiempos, por su montaje, por la forma en que está relatada. Siempre fui de contar las películas, y me fui dando cuenta de que cuando una película es realmente buena no hay qué contar: tenés que mandar a tu interlocutor a verla, porque el lenguaje cinematográfico supera todo lo que puedas decir con palabras.


—¿Desde que empezaste a filmar tenías en mente esa intención de incomodar, siempre quisiste “molestar”? 

—Creo que sí, cuando tenía 24 años hice mi primera película, que no fue Los rubios sino No quiero volver a casa. Cuando decidí hacerla convoqué al equipo y le dije: “Vamos a hacer una película en blanco y negro y aburrida”; esa era mi meta. Todavía no articulaba la palabra “incomodidad”, pero evidentemente si lo que buscaba era algo tan poco “sexy” como el aburrimiento era porque ya quería molestar... Evidentemente ya estaba buscando cierta incomodidad, cierto descalabro.

—¿Quiénes serían tus referentes en cuanto a esa “incomodidad”?

—Pasolini, Godard, John Waters. Sam Peckinpah es un tipo que fue hegemónico pero que ha generado y genera incomodidad. Cronenberg también es un referente. De Argentina, Leonardo Favio… y Martín Rejtman, que aunque juegue en un registro mucho menos crudo y menos brutal, va en tono de comedia y pone siempre a los personajes desfasados de lo que sienten, del lenguaje, de lo que les sucede. Hay algo en ese “desfase” que para mí habla de una realidad desfasada; me gusta mucho todo su arco y cómo ha ido profundizado su método, su tipo de narración, su lógica personal. 

—Pasolini decía que prefería incomodar antes que indignar, porque la indignación se pasa rápido, y en cambio la incomodidad se instala y se queda. ¿Estás de acuerdo?

—Totalmente. La indignación te cura; es como lo que te decía antes: si yo pongo la imagen de zoofilia sola, te shockeás y decís: “Esto es indignante”. Pero la indignación es catártica y en ese sentido parece que cura: buscar la catarsis en el espectador es entrar en cierta complicidad con respecto al material, por eso estoy totalmente de acuerdo con eso que decía Pasolini: lo interesante no es generar indignación o llanto. La catarsis te da la posibilidad de que te descargues y llores y te pongas triste, y ya está. Ya lo procesaste, lo curaste: no te lo llevás a tu casa, no hay posibilidad de que lo reflexiones. La incomodidad en cambio es una instancia mayor: la posibilidad de que eso te quede en el cuerpo y luego hacer algo con eso, quizá enojarte. 

—¿Cómo lograr la incomodidad?

—No creo que haya una receta. Pero creo que hay algo de esto que te decía recién, del orden de lo “desfasado” llevado a cuestiones más crudas o menos crudas, que te llevan a un “distanciamiento”. Esta palabra, “distanciamiento”, no suena bien en general, tiene mala prensa. Se cree que si te distancia es academicista, intelectual, se pierde la cuestión afectiva o la posibilidad de conmover. Yo creo que el distanciamiento es una posibilidad de conmover de otra forma, en otro estadio posterior.

—Tu cine requiere una participación activa. En especial Cuatreros es una película muy sobregirada, que exige mucho del espectador, algo que no es muy frecuente encontrar en el cine de hoy. ¿Por qué salió así?

—Es algo que la historia misma me pidió… no lo elegí de antemano; en un principio intenté “limpiar” la historia. Dije: “Voy a contar la historia de Isidro Velázquez, me quedo con este personaje y me olvido de todo lo demás”. Pero no lo logré, todo el tiempo se me venía encima la película desaparecida, mi padre, mi historia personal, el Chaco, las masacres en el Chaco, los asesinatos de la policía, los mismos policías que habían participado en el operativo de Velázquez, que eran los que luego iban a participar de masacres en la dictadura. Todos esos episodios estaban relacionados; para mí era muy difícil sacar a Velázquez de contexto, y después de mucho intentarlo me empezó a parecer una operación casi cobarde. Tenía que hacerme cargo de eso: además entiendo que mi historia personal está atravesada por la política. Todo se sucede en un contexto de violencias, de miedo, de espanto. La película nació con esa sobreinformación, la tenía ella misma, no fui yo la que tomó la decisión formal. Dudé de si hacer un relato menos cargado, más ameno al espectador, que se entendiera más, pero entendí que había cosas que no se tienen por qué entender. Lo que hay que entender es el espíritu, la energía, el clima general.

—Dan ganas de verla varias veces…

—Me alegra escuchar eso. Por suerte los que la ven más de una vez descubren más cosas y la disfrutan, porque tiene muchísimas capas. Pero aunque la veas sólo una vez, la vas a entender de todas formas. 

—Hay una escena que no entendí: es un material de archivo en el que un reportero entra a un hospital y se encuentra a un montón de militares vestidos con túnicas de médicos…

—Es genial ese fragmento… son unos policías que dicen que tienen a un extremista (seguramente lo balearon, por eso lo tienen en el hospital); pero lo increíble es que para disimular que son milicos están vestidos de médico, pasando de incógnito.

—¿Es su forma de estar “de civil”?

—Claro, están disfrazados de médicos, pero lo genial es que cuando viene el periodista y le dice: “Doctor, tal cosa”, el tipo le responde: “Discúlpeme, no soy doctor, soy policía…”; o sea, no servís ni para espiar, se supone que se están camuflando, que tienen una identidad falsa, y terminan todos los milicos mirando a la cámara y prácticamente diciendo: “Somos policías disfrazados de médicos”.

—¿Eso salió en la televisión?, ¿cómo no mataban a esos periodistas?

—Sí, parece un chiste, pero te habla también del poder de los medios. Ya entonces se metían en cualquier lado. Lo increíble es que los milicos en ningún momento le dicen “baje la cámara” o “acá no se puede entrar”, “estamos operando” o lo que sea que tendría que decir una persona que es doble agente, que está simulando ser otra cosa.

—Es bastante absurdo que en la dictadura militar se hayan hecho esfuerzos tan inmensos por eliminar todo material cultural que pudiera considerarse “sedicioso”, casi como querer amputar una parte de la condición humana… En ese momento cualquier referencia a ese mundo era prácticamente un tabú. ¿Es importante hablar y destapar estos tabúes? 

—En Argentina se ha hecho mucho trabajo en el tema de la recuperación de la memoria. Más allá de los gobiernos de turno. Hay mucho texto escrito y fílmico sobre la temática, se ha hecho mucho recorrido artístico. Sí, en ese camino hemos desandado ciertos discursos que eran la norma; es una forma de romper con aquellas lógicas. 

Publicado en Brecha el 27/7/2018