miércoles, 28 de marzo de 2018

Yo soy Tonya (I, Tonya, Craig Gillespie, 2017)

El mejor Hollywood



El cine está traspasando una frontera, de la que va a ser muy difícil o imposible dar vuelta atrás. Las estadounidenses Whiplash, y La La Land, la brasileña João, el maestro son películas en las que los mismos intérpretes tocaron realmente los instrumentos durante los rodajes y, por consiguiente, en las que la música que se oye se corresponde perfectamente con aquello que se ve. Por supuesto que hay artificios, dobles que se ocupan de los momentos más difíciles y obviamente existen prodigiosos trabajos por parte de los montajistas de imagen y sonido, así como de especialistas en posproducción abocados a que la ilusión sea completada, pero también hay trabajo de meses por parte de los actores, quienes alcanzan niveles de profesionalidad envidiables. Algo similar ocurrió durante esta película, pero esta vez respecto a otra disciplina, el patinaje artístico sobre hielo. 
La actriz australiana Margot Robbie entrenó intensamente para este rol; su experiencia sobre patines hasta el momento se limitaba a su desempeño en equipos de hockey, pero aquí fueron necesarias otro tipo de destrezas que debió perfeccionar a lo largo de cinco meses de trabajo intensivo. Es así que ella participa en la mayor parte de las tomas de patinaje; por supuesto, la actriz no fue capaz de llevar a cabo el triple axel, figura clave que llevó a la patinadora profesional Tonya Harding al estrellato, pero es que sólo seis patinadoras en el mundo, luego de Harding, fueron capaces de lograrlo. Para el rodaje se intentó contactar a la única profesional que puede hacerlo actualmente, pero en ese momento estaba entrenando para las olimpíadas y no podía arriesgarse a hacerlo para la película. El momento clave del salto es logrado mediante efectos visuales. 
Pero más allá de estas (nada desdeñables) proezas, Yo soy Tonya es sorprendente en muchos otros aspectos. Uno de los principales es su guión, que recrea la historia de la patinadora, desestimando los relatos sensacionalistas difundidos a través de los medios y construyéndola a partir de las contradictorias entrevistas a sus principales protagonistas: Harding, su madre, su marido, su entrenadora, algún periodista especializado. La película recrea esas mismas entrevistas con actores, y paralelamente desarrolla la narración utilizando como base aquellos momentos en que los relatos concuerdan. Asistimos a la exigida y violenta vida de Harding, quien era golpeada por su madre durante la infancia y la adolescencia, y en su primera juventud continuó siendo molida a golpes por su marido, en paralelo a una carrera en la que fue discriminada en forma reiterada por su condición social, intentando ser excluida de un deporte indisimuladamente elitista.


Así, Yo soy Tonya profundiza notablemente en varias cosas al mismo tiempo; en primer lugar, en las expectativas sociales dominantes de la imagen que debería dar una mujer patinadora, y en el recorrido rebelde de una chica que despunta resistiéndose a renegar de su verdadera personalidad. También en la psicología de una mujer golpeada que vuelve una y otra vez a los brazos de su victimario; se muestra notablemente una personalidad labrada a golpes, que en concordancia ignora la posibilidad de otro tipo de vínculos afectivos. Hay, finalmente, una última parte en la que se refiere al incidente que le costó la carrera a la protagonista: un atentado por el que fue culpabilizada, que demuestra un operativo sumamente chapucero, orquestado por una pareja de completos idiotas. En esta última parte se reúnen lo peor y lo mejor de la película: por un lado, es algo excesivo el regodeo con la estupidez de los criminales, pero por otro, la escena del incidente es absolutamente brillante, nos coloca en los mismos pies del nervioso perpetrador (un personaje salido de la nada, que no había sido presentado anteriormente) y se lo sigue en un notable plano secuencia. 
Yo soy Tonya es una película imparable, contundente y precisa que ha sido incomprensiblemente subvalorada en los premios Oscar. Apenas tuvo tres nominaciones, a la actriz Margot Robbie, a la actriz secundaria Allison Janney y a la montajista Tatiana S Riegel. Es verdad, estos tres son puntos muy fuertes en la película, y de hecho Janney, única ganadora del premio, sobresale como la nefasta madre de la protagonista, pero es sorprendente que la película no haya figurado en las principales categorías. Claro, había que dejarle lugar a La forma del agua

Publicado en Brecha el 28/3/2018

viernes, 23 de marzo de 2018

Por qué La casa de papel

El exceso como estilo 

Luego de un estreno sumamente exitoso a través del canal español Antena 3, la serie televisiva del momento alcanzó impensados niveles de audiencia, al ser comprada y distribuida a través de Netflix. Pero aún cuando pareciera tener tantos defensores como detractores, pocos se resisten a devorarla íntegra, ya que hace tiempo no se estrenaba una serie tan entretenida y adictiva. Un puñado de personajes sólidos y una arriesgada combinación genérica son algunas de las claves para comprender este suceso. 



Las heist movies o películas de atracos son un subgénero que supo dar obras maestras como La jungla de asfalto (1950) o The Killing (1956), y que ha sido una buena excusa para explorar la naturaleza humana en circunstancias extremas. La fórmula es así: un grupo de maleantes se aboca a un asalto perfecto, un meticuloso robo a un banco o a una joyería en el que cada detalle se encuentra planificado. Por lo general, estos golpes son fallidos: en la práctica aparecen imprevistos impensables desde la teoría; lo fundamental, y lo que normalmente arruina los planes, es el factor humano. 
En la nueva serie de Netflix –comprada al canal español Antena 3– La casa de papel el robo es a lo grande; la idea de los protagonistas es tomar por asalto la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de Madrid, tomar rehenes y ganar todo el tiempo posible allí dentro, para imprimir dinero y poder llevárselo de a carradas. Claro que en este operativo no hay un factor humano que arruine los planes, sino que hay docenas. Conflictos personales, gente que se va de boca, enamoramientos, tentaciones, rebeldías, ansiedad, orgullos heridos y venganzas; todo un abanico de deslices reconocibles que, amontonados, se convierten en un cóctel explosivo capaz de desmantelar todo lineamiento previo. 
La casa de papel no es precisamente una serie de sugerencias o medias tintas. Y es que la sutileza no es precisamente el fuerte del cine ibérico; por el contrario, mucho mejor suele irles con la acumulación, el exceso, el desparpajo, como bien ejemplifican las películas más esperpénticas de Luis García Berlanga, Pedro Almodóvar, Javier Fesser, Nacho Vigalondo o Alex de la Iglesia. Coherente con esa tradición, aquí tenemos acción a raudales, giros de guión constantes, amalgamación genérica (drama, comedia, romance, thriller, acción). 


Suele llamársele “masala” a ese cine indio luminoso, excesivo, de a ratos kitsch, en el que conviven el baile, la emoción, los llantos, la risa; se paga por una entrada cuando en realidad parecieran estar viéndose muchas películas juntas. “Masala” es también, justamente, una mezcla de diferentes especias, que le confiere a la comida un sabor y un aroma muy particular. Lo más meritorio de La casa de papel es que, como este peculiar cine indio, a pesar de ser excesiva en casi todo y de jugarse en una combinación desaforada de géneros, también logra, con esta mezcolanza, un sabor y un desenfado muy singular.
Es muy probable que a muchos espectadores les molesten algunos de estos excesos; y es que aquí viene todo por partida doble, triple o cuádruple. De hecho, muchas escenas son reiteradas, como esos flashbacks orientados al espectador que quizá se perdió alguno de los episodios anteriores o no estaba muy atento; de la misma manera, los personajes suelen subrayar alevosamente algunas situaciones, repetir una y otra vez las mismas metáforas o peor, directamente explicarlas. La propaganda no es nada subliminal: son flagrantes las apariciones de marcas en pantalla, como para que en ningún momento olvidemos quiénes son los sponsors. Y si bien es predecible que en este tipo de series se genere algún vínculo amoroso entre los personajes, aquí hay tres de ellos, con tentativas de un cuarto. Lo inverosímil se asoma no una ni dos ni tres veces, sino varias veces por capítulo. Quizá el ejemplo mayor es el que sustenta uno de los ejes narrativos fundamentales: ¿cómo es posible que tanto “el maestro”, líder del asalto, como su antagonista, la inspectora Murillo, tengan, en pleno operativo, tiempo libre para citas y encuentros amorosos? 
Todos estos defectos podrían acercar a La casa de papel al terreno de las series televisivas más baratas (no faltan los críticos que la comparan con una telenovela), y es por eso que este particular bricolaje no es para todos los gustos: de hecho, hay que pensarse bien si tomarlo o dejarlo. Sin embargo, los méritos no son pocos, ni menores. De hecho, es difícil encontrar hoy una serie tan poderosamente adictiva, y no escasean los relatos de personas que consumieron sus dos temporadas íntegras en apenas dos o tres días. 


Sin duda una de sus principales bazas son los personajes: grandes actuaciones y una evolución emocional coherente fueron logrados en los roles de Berlín, un antihéroe genial, deseoso a cada paso de “aleccionar” a sus pares e impartir sadismo; el profesor, un genio que debe improvisar constantemente para atar cabos sueltos; Denver, un desquiciado especialmente querible, y Murillo (la actriz Itziar Ituño está brillante) negociadora que debe lidiar al mismo tiempo con un ex marido violento, una madre con alzheimer, y un caso que la supera y amenaza con arruinar su vida a cada momento. 
Los directores son muchos y cambian episodio a episodio (es algo habitual en las series), pero en nuestro país está resonando el nombre de Alejandro Bazzano, uruguayo radicado en España que hace tiempo se desempeña en las series, y que estuvo al frente de nada menos que cuatro episodios. 
Pero lo más notable es una narración que se alterna principalmente entre cuatro puntos: el interior de la fábrica, la carpa policial donde se “cocinan” los contraoperativos, el hangar donde trabaja el maestro y algunos flashbacks en los que se da cuenta de cómo fue la instrucción a los secuestradores. En este recorrido, la “negociación”, una suerte de juego de ajedrez entre el profesor y la inspectora es lo central, y en él cada una de las partes despliega recursos y estrategias. En este sentido, La casa de papel vuelca elementos y datos sobre los posibles procesos policiales y delictivos, en todo momento muy interesantes. 
Se ha señalado la huella de las heist movies, de Perros de la calle, Kill Bill y Ocean’s Eleven. Pero en realidad una de las más claras influencias es la serie animada japonesa Death Note, en la que también se desplegaba un “ajedrez” entre un genio criminal e investigadores desconcertados. Pero, vale decir, en aquel caso el guión parecía bastante más riguroso. 

Publicado en Brecha el 23/3/2018

lunes, 19 de marzo de 2018

Arabia (Arábia, João Dumans, Affonso Uchoa, 2017)

Road movie sin carretera 


André es un muchacho joven de clase media baja, cuyos padres están ausentes y su hermano menor padece una enfermedad crónica. Ambos viven en un barrio pobre de Ouro Preto, en el estado de Minas Gerais, cerca de una fábrica de aluminio. Cuando Cristiano –un silencioso y enigmático obrero– fallece súbitamente, André encuentra en su habitación un diario íntimo, en el que relata sucesos determinantes de su vida. La narración da entonces un salto, siguiendo a Cristiano como protagonista en un recorrido que comienza en prisión y termina en la misma fábrica, desplegando un relato en el que recorre varios territorios del país, alternándose en los más variados trabajos físicos. Al mismo tiempo, su historia es un lamento por un amor trunco y, también, quizá una forma de expiación. 
Es interesante cómo, a poco de comenzada esta película, la narración se despega de lo que podría estar contando André a partir de ese diario, ya que la superficie es realista, y hay personajes que cuentan anécdotas y chistes con una soltura que hasta parece improvisada. Estas pequeñas historias dentro de la historia dan cuenta de una narración libre, desvinculada de las palabras supuestamente contenidas en el diario. 
Se trata entonces de una road movie muy diferente, centrada no en los momentos mismos de viaje, sino en el desempeño del protagonista en diversos sitios del estado de Minas Gerais. En este singular itinerario hay grandes elipsis –en varios casos, períodos de meses o hasta años ocurren entre una escena y otra–, mucho trabajo y pocos tiempos de descanso, con cierto detenimiento en la extenuación (muchas tomas captan a los personajes durmiendo) y en esos escasos tiempos muertos entre tareas, en los que los trabajadores comienzan a intercambiar experiencias, historias de vida, ciertas penas. Pero el abordaje en Arabia dista mucho del miserabilismo, y el foco parecería más bien puesto en las pequeñas alegrías, en los cánticos, en los momentos de conexión y comunión. Aun así, el retrogusto es amargo y la tragedia está a la vuelta de la esquina: la muerte sobrevuela una y otra vez el itinerario, dando cuenta de aspiraciones opacadas y de energías vitales brutalmente frustradas. Pese al optimismo general de los personajes, ni el protagonista ni varios de sus pares abandonarán jamás su eterno rol de mulas de carga; los diálogos referentes a las diferentes labores en las que se han desempeñado dan cuenta de una clase trabajadora con un papel atornillado, inalterado en el proceso productivo. 
Los jóvenes directores João Dumans y Affonso Uchoa logran una historia dinámica en cuanto a la cantidad de sucesos y giros propuestos, pero construida con escenas reposadas, aparentemente casuales. El resultado es una película notablemente lograda, con personalidad, que confía en la inteligencia del espectador y en su capacidad para llenar los huecos de la narración. Dumans ya había sido asistente de dirección de Affonso Uchoa en su anterior largo de ficción, A Vizinhança do Tigre (2014), un filme de fuerte contenido documental, considerado por muchos críticos brasileños como uno de los mejores de ese año. Visto el buen recibimiento de esta película –ganadora de importantes premios en varios festivales–, está clarísimo que esta dupla va a dar mucho más que hablar.

Publicado en Brecha el 16/3/2018

viernes, 2 de marzo de 2018

Oscar 2018: las categorías menos vistosas

Lo mejor está escondido 


Si bien la ceremonia a celebrarse este domingo próximo se lleva la atención de medio mundo cinéfilo, son las categorías consideradas como menos importantes las que suelen ser más interesantes. Y es que las seleccionadas para mejor documental, animación y película extranjera frecuentemente resultan más atractivas que las nominadas en los rubros principales. 
Ingresar un documental a la carrera por los Oscar es sumamente difícil, y las exigencias para las películas de este tipo son hoy mucho más altas que para las ficciones. Tienen que haber sido estrenadas en salas comerciales con al menos cuatro proyecciones diarias –para las ficciones sólo se necesitan tres–, al menos una semana de corrido en el condado de Los Ángeles y otro tanto en la ciudad de Nueva York –las ficciones sólo en Los Ángeles–. Debe tener un aviso pago en al menos uno de los medios de prensa más importantes y por lo menos una reseña crítica de la película tiene que haber sido publicada en el New York Times o Los Angeles Times –esta última exigencia no existe para las ficciones–. Esto explica por qué los documentales extranjeros raramente estén nominados, y por qué, cuando lo están, son grandes coproducciones con fuertes vínculos de distribución que les permiten una presencia sólida en esas dos ciudades. Sería interesante saber cuántos excelentes documentales quedan por el camino por no cumplir con tales requisitos. 
Es en esta categoría que solía verse reflejada como en ninguna otra la denuncia política, el inconformismo. Pero este año ocurre algo extraño: precisamente en un momento en que la administración Trump se impone como una de las más payasescas y nefastas de las últimas décadas, ninguno de los nominados arremete directamente contra ella. Abacus: Small Enough to Jail es el siempre interesante registro de un juicio contra un pequeño banco de Nueva York; una historia de David contra Goliat que deja en evidencia las grandes injusticias del sistema. Icarus cuenta también con una premisa impactante: contar cómo Rusia inoculó sistemáticamente y durante décadas sustancias ilegales en sus atletas para potenciar sus capacidades y hacerlos ganar en los Juegos Olímpicos. Last Men in Aleppo es terrible: los “cascos blancos” son voluntarios sirios que se dedican a salvar gente luego de los bombardeos; las imágenes de niños y bebés entre los escombros pueden dañar unas cuantas sensibilidades, pero se trata de una aproximación brillante a la hora de recrear la situación actual de la población civil. Strong Island es el más flojo de todos: la exposición de un juicio de asesinato racial que fue cerrado sin consecuencias para el victimario. Más allá de la injusticia y de lo pertinente de la denuncia, el documental carece de la originalidad y la profundidad de los demás. 


En ninguno de estos casos el ataque al gobierno es directo, y en Last Men in Aleppo e Icarus los dardos apuntan directamente a Rusia y no a Estados Unidos. Strong Island y Abacus refieren a hechos previos a la actual presidencia. Este cronista no pudo ver Visages, villages, documental de la inextinguible directora francesa Agnes Varda y el fotógrafo y artista anónimo J R, que probablemente sea el mejor: cuenta con la impronta de una inveterada maestra y ha cosechado críticas exultantes y premios por doquier. La película es un recorrido a través de la campiña francesa que la cineasta y el fotógrafo hacen en una camioneta que es, además, un laboratorio fotográfico improvisado. Es muy probable que la academia quiera premiar una gran trayectoria; Varda fue una pionera, una de las cineastas más representativas de aquella nouvelle vague que transformó los esquemas del cine en los años cincuenta y sesenta. Y cierto es que, si bien los demás documentales llegan a ser muy interesantes y correctos, ninguno alcanza un verdadero vuelo cinematográfico. 
En cuanto a la animación, no hay con qué darle a Coco. Es verdad, un montón de destacados animadores podrían querer premiar el trabajo de hormiga que supuso la coproducción polaco-británico-estadounidense Loving Vincent, pintada íntegramente en óleo sobre lienzos, pero Pixar es brillante y, como Loving Vincent, Coco también posee un arte extremadamente cuidado, pero además cuenta con una historia que desborda emoción y fuerza. En cuanto a las otras nominadas, ni Un jefe en pañales ni Olé, el viaje de Ferdinand parecen tener muchas chances (ni las merecen), pero quizá sí las tenga The Breadwinner (no la pude ver), cuya animadora, Nora Twomey, irlandesa fundadora de los notables estudios Cartoon Saloon, figura entre las mejores del mundo. 

Las mejores películas extranjeras son una auténtica lotería: a veces son brillantes, a veces totalmente irrelevantes. Es siempre dudoso que cada país elija y presente a la competencia la “mejor” película nacional del año –en muchos casos envían la más “oscarizable”–, pero además luego hay dos etapas de preselección (este año, de 92 que se presentaron, en la primera pasaron nueve, y finalmente quedaron sólo cinco), y sería increíble que los miembros del jurado viesen todas las películas. Los seleccionados de este año son Una mujer fantástica, de Chile (un acercamiento a las vicisitudes de una chica trans), la sueca The Square (prácticamente un ensayo sobre el comportamiento humano), la húngara On Body and Soul (una historia de amor completamente insólita), y la rusa Loveless (durísima obra del gran Andrey Zvyagintsev). Este cronista no pudo ver El insulto, de Líbano, que muy pronto será estrenada en carteleras, pero las de Europa del este parecerían las dos más sólidas. Cuál de todas ellas será la elegida es un auténtico misterio: no podrían ser más disímiles.

Publicado en Brecha el 2/3/2018