viernes, 29 de diciembre de 2017

La posesión de Verónica (Verónica, Paco Plaza, 2017)

De niños y demonios 


Hace ya diez años que la dupla de Jaume Balagueró y Paco Plaza sacudió al público con Rec, una inmersión en el infierno, una película española de zombis notablemente lograda en un registro de mockumentary, o falso documental. Luego de ese primer éxito de taquilla hicieron una secuela muy floja y sobregirada en la que simplemente se refritaron a sí mismos, y a partir de entonces cada cual siguió su propio camino. El valenciano Plaza intentó una tercera parte de Rec, ya en un tono más light, en la que por fin dejó de tomarse en serio la saga, con guiños paródicos –era notable cuando los personajes se vestían con armaduras medievales, o el momento en que la novia protagonista se dedicaba a cercenar zombis con una motosierra–. 
Pero por fortuna el director, harto de los zombis, cambió su registro inscribiéndose esta vez en ese cine de terror psicológico tan afianzado hoy en día en la cinematografía dominante, y en el que se han logrado películas notables como El conjuro, Insidious, Sinister, Oculus y algunas más. Así, los indicios sobrenaturales se hacen esperar, apareciendo muy sutilmente al comienzo e imponiéndose in crescendo conforme avanza el metraje. 
Como tantas otras, la película dice estar basada en hechos reales. Esta vez se trata de un expediente policial de comienzos de los noventa, supuestamente el único caso en España en el que los uniformados a cargo dieron cuenta de fenómenos inexplicables. Por supuesto, la recreación se permite unas cuantas licencias: además de que cambian los miembros de la familia en cuestión, la sucesión de acontecimientos es pura especulación. 
Lo mejor de todo es el trazado del cuadro familiar. Verónica es una adolescente, hermana mayor de tres niños cuya madre vive ausente, trabajando en un bar hasta altas horas de la madrugada. En el cine de terror suele jugar un papel determinante la vulnerabilidad de ciertos personajes, y en este caso los niños están notablemente caracterizados, cada cual con una personalidad bien definida que llama a la empatía. Ciertos grados de improvisación aumentan la credibilidad de su vida cotidiana. 
Verónica, por su parte, es el eje del relato. La actriz debutante Sandra Escaecena es una gran revelación, y seguro seguiremos viéndola reiteradamente en la pantalla. Verónica hace frente a sus desmedidas responsabilidades, a la llegada de la pubertad y a los demonios invasores con convicción, carisma, y una mirada que parece hecha para las cámaras. 
Lamentablemente, a pesar de que la historia esté tan bien presentada y relatada, la película da traspiés en algo fundamental, y es precisamente en los clímax: los momentos de sobresalto, la corporización de las amenazas, la resolución del enigma. La posesión de Verónica se impone promoviendo la identificación, generando suspenso y hasta ansiedad y miedo por lo que pueda llegar a suceder. Pero las resoluciones no están a la altura de esas expectativas, cayendo en lugares comunes.

Publicado en Brecha el 29/12/2017

viernes, 22 de diciembre de 2017

Los decentes (Lukas Valenta Rinner, 2016)

La amenaza nudista 


Es curioso pero, incluso el día de hoy, exhibir cuerpos desnudos en una película es una forma de incorrección política. No estamos hablando de los cuerpos esculturales que suelen obsequiarnos a diario los medios, sino de cuerpos alejados de los estándares publicitarios, cuerpos de personas bajas, flacas o gordas, de edades avanzadas, con abundancia de vello, flacideces, várices, celulitis y otras tantas “imperfecciones”. Cuerpos no tan agradables de ver, como en definitiva son o muy pronto serán los de todos nosotros. Pero el espectador promedio está tan adiestrado por el mainstream que una película de este tenor puede resultarle chocante y quizá hasta ofensiva. 
Esa misma sensación es la que viven en pantalla los vecinos de un exclusivo barrio privado, en la provincia de Buenos Aires. La colonia nudista ubicada en los terrenos linderos les genera un rechazo radical, sienten temor, ven amenazada su integridad moral por la sola existencia de una colectividad de estas características. Y eso que los integrantes de la comunidad nudista son perfectamente solidarios, pacifistas, espirituales y tántricos. 
Belén es una chica que comienza a trabajar como empleada doméstica en la casa lindera; su empleadora es una señora entrada en años, una “pituca” con todas las letras, eternamente preocupada con que su casa esté reluciente, y muy dada a exigirle a Belén “favores” que exceden sus competencias, como que le sostenga la mano, la escuche y vea junto a ella fotos familiares a altas horas de la madrugada. Su hijo, tan insoportable como ella, es un tenista profesional proclive a las rabietas, caprichos y arrebatos de ira. Uno de los puntos más fuertes de la película es precisamente su reparto: actores provenientes principalmente del teatro que dan con una tonalidad muy particular, a medio camino entre lo farsesco y lo dramático. Iride Mockert, actriz que interpreta el papel de Belén con posturas sumisas y miradas esquivas, funciona como nexo entre ambos mundos, un personaje cuya evolución emocional es perceptible gracias a mutaciones gestuales y corporales mínimas. Corresponde nombrar que el actor que interpreta al tenista no es otro que Martín Shanly, director de la excelente Juana a los 12: la gente talentosa tiende a juntarse. 
El aquí director, Lukas Valenta Rinner, es un joven austríaco, residente desde hace diez años en Buenos Aires, y quien se había dado a conocer con su ópera prima de ciencia ficción apocalíptica Parabellum (2015). Es notable −y ciertamente muy divertida− la forma en que aquí le da un giro a la eternamente representada lucha de clases, convirtiéndola en una lucha entre gente que vive con miedo y otros que simplemente quieren habitar tranquilamente su lugar en el mundo. Así, esta película es una gran alegoría sobre Argentina y el mundo de hoy, sobre ciertas contradicciones e hipocresías, sobre la paranoia y el miedo al otro, sobre la naturaleza y la sexualidad (o la ausencia de ambas). El final, absurdo y hasta delirante, es una muestra más de la incorrección presente en una de las películas más diferentes y frescas estrenadas este año. 

Publicado en Brecha el 22/12/2018

viernes, 15 de diciembre de 2017

Alanis (Anahí Bernerí, 2017)

Una elección entre tantas otras 


Lo más interesante es el comienzo; la protagonista se encuentra, junto a su hijo pequeño y una amiga, alojada en un departamento del barrio bonaerense del Once cuando dos policías de civil, haciéndose pasar por clientes, llaman a la puerta. Ahí el espectador comprende enseguida que las dos chicas se dedican a la prostitución y que prestan sus servicios allí mismo. Luego de la redada policial y de un encuentro con una asistente social, la muchacha debe rehacer su vida y buscar otras vías de supervivencia. Por supuesto no demorará mucho en volver, una vez más, a ejercer el meretricio. Este comienzo constituye la parte más interesante y novedosa de esta aproximación a un oficio que ha sido abordado por el cine y la literatura innumerables veces, y desde los ángulos más variados. En este caso, ese aspecto económico por el cual dos chicas se “asocian” y ejercen clandestinamente en un piso compartido es elocuente respecto de una extendida forma de subsistencia en zonas urbanas del Tercer Mundo. 
Pero es pertinente ver qué otro aspecto novedoso ofrece Alanis, o qué puede dar a conocer que en general no se sepa. Una persona más o menos informada, cualquiera que haya visto un par de películas o leído algo de la literatura existente en torno a esta temática puede tener ya una noción general de las características y las dificultades del oficio y es probable que no pueda "aprender" demasiado de esta película. En una entrevista, la directora Anahí Bernerí (Encarnación, Por tu culpa) señaló que su matiz se encuentra en la intención de derribar el prejuicio de identificar a las prostitutas como víctimas de la trata, y que por eso se preocupó de que su protagonista fuese una muchacha que decide voluntariamente prostituirse como forma de ganarse la vida. En definitiva, se preocupó de trazar un perfil de mujer “empoderada”, que recurre al oficio por decisión propia. 
Algunos de los recursos para esta construcción son bastante burdos: una escena en que la chica está limpiando un wáter sucio es uno de los lugares comunes más recurridos cinematográficamente para ilustrar una realidad inhóspita. Se esboza así un discurso que parece señalar y hasta subrayar que ejercer la prostitución es una opción más digna que limpiar inodoros, y al menos eso se desprende cuando la chica, que ya conoce bien el oficio, decide volver a él. En un mismo sentido ideológico, la película evita la truculencia o los verdaderos peligros que esconde la profesión (la violencia sexual y la ausencia de garantías, el estigma social, los efectos psicológicos). En cambio, sí expone los riesgos de cruzar las líneas invisibles de la “territorialidad” de las calles, y en una de las escenas más logradas de la película, durante una relación sexual con un cliente, un intercambio de insultos denigrantes entre ambos exhibe, por un lado, la misoginia a la que una prostituta debe enfrentarse habitualmente, y también el resentimiento que en ellas se suele generar. Aunque tiene sus aciertos en ambas cosas, la escena expone cierto “equilibrio” por el cual los insultos van libremente en un sentido y otro, algo más bien excepcional, ya que, en una relación de poder construida a partir del dinero, esta bidireccionalidad dista de ser la regla. 
La película transita entonces esa inercia naturalista, exhibiendo la profesión como si efectivamente fuese un oficio difícil, pero “semejante a cualquier otro”. Un discurso comprado por muchos y que decide simplemente ignorar sus nefastas secuelas, avaladas con cifras, muestreos y estudios específicos.

Publicado en Brecha el 15/12/2017

viernes, 8 de diciembre de 2017

Zama (Lucrecia Martel, 2017)

Como pez en el agua 

La directora argentina Lucrecia Martel filma muy poco, y eso casualmente agudiza el culto por su obra. Casi diez años hemos tenido que esperar desde el estreno de su anterior película para reencontrarnos con su particular impronta y su inigualable estilo. Como para aleccionar a los incrédulos, “Zama” es una obra grandiosa, que llega incluso a superar las más elevadas expectativas. 


El gesto de Cinemateca Uruguaya de “sacralizar” a la cineasta salteña (autora de La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza) en el gran mural que aún se encuentra en la fachada de Cinemateca 18, junto a maestros de la talla de Hitchcock, Fellini y Buñuel, y hacierla sobresalir como la única mujer, la única latinoamericana y la única directora viva allí representada, suscitó unas cuantas reacciones adversas que criticaban una elección que a muchos les resultó, cuando menos, caprichosa. Pero como para llamarlos a silencio por un buen rato, Zama resultó ser una obra magistral, probablemente la mejor película estrenada en este 2017. Se trata de un trabajo descomunal, en el que participaron una veintena de productoras y organismos oficiales y privados de casi todo el mundo (entre la decena de países que participan en la coproducción se encuentran Líbano, Portugal, Países Bajos, Suiza y Francia) que se asociaron o hicieron sus aportes. Y fue un estreno retrasado por múltiples factores, incluyendo una enfermedad que le impidió a la directora estrenar en 2016, como estaba previsto, y que extendió la posproducción durante meses. 
Elogiada por Jorge Luis Borges, por Juan José Saer, por Ricardo Piglia, la novela original de Antonio di Benedetto, publicada en 1956, fue considerada, luego de varios intentos frustrados, un clásico “inadaptable”. Era necesario un cineasta a la altura de tales ambiciones. 
Por fortuna la película pudo concretarse, y está hoy en cartel. La historia se ambienta en 1790, en tiempos del Virreinato del Río de la Plata; el protagonista, Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), es un asesor letrado de la corona, un funcionario del imperio colonial español que, apostado en la agreste Asunción del Paraguay, espera con ansiedad ser removido de su incómodo puesto de frontera y ser finalmente trasladado a Buenos Aires, donde viven su mujer y sus hijos. Como explicará la voz en off de un niño, Zama es “el enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, no era ese el Zama de las funciones sin sorpresas ni riesgos. Zama, el corregidor, un corregidor de espíritu justiciero, un hombre de derecho, un juez, un hombre sin miedo”. En definitiva, se trata de un protagonista funcional a los intereses de la corona, pero lejos de obtener réditos por su labor, se encuentra anclado, entrampado por la misma burocracia que contribuyó a construir. 
La palabra “corregidor”, reiterada en las palabras del niño y luego varias veces a lo largo de la película, refiere no solamente al rol de Diego de Zama como letrado, sino a su función, tan nefasta como crucial, de avalar desde la escritura la transformación de un tosco universo, dominado por la naturaleza, por los nativos y su cultura, y de erradicarlo convirtiéndolo en el ambiente “civilizado” deseado por la corona. Como toda gran adaptación histórica, esta película lleva a demostrar hasta qué punto los espacios tal cual los conocemos son el fruto de una transformación radical; definitivamente el hombre blanco triunfó en su misión de silenciar, vaciar y destruir, convirtiendo ciertos puntos clave del mapa en universos “habitables” para los invasores.


Pero “corregir” es, en este caso y como bien parece señalar Martel, forzar una forma cúbica en un hueco octogonal, es vestir con un vestido de seda a una mona ruidosa y sobregirada. Las pelucas que visten los aristócratas en esta colonia decadente son un absurdo, símbolos de prestigio transpirados, piojosos, sucios. Zama, el corregidor, y todo lo que representa parecen asemejarse a un virus, inserto en un organismo vivo que lo rechaza. 
Los nativos, los esclavos, omnipresentes, son asimismo una presencia silenciosa y una amenaza latente. En sus miradas ceñudas, en labores consumadas con desidia y tonos burlones –como en la entrega de un mensaje– puede entreverse su desprecio, así como formas soterradas de rebeldía. Si bien el mundo colonizado parece detestar al protagonista, tampoco parecieran tenerle simpatía sus propios pares, y los sucesivos gobernadores que se le presentan como intermediarios con el rey parecieran cada vez más hostiles hacia su persona. Zama es uno de esos peces a los que en determinado momento se hace alusión, que “deben luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlos a tierra”
Para sobrevivir debe adaptarse a los cambios constantes, y éstos no son precisamente favorables: cada vez que se decide a hacer algo obtiene resultados pésimos, y sus consecuencias lo ubican en una situación aun peor que la anterior. Es interesante cómo una enfermedad que contrae (que en cualquier otra película sería una sentencia de muerte) aquí es sólo presentada como una transición más, en la que desarrolla los anticuerpos necesarios para continuar con su existencia. Este cambio perpetuo refiere a esa cualidad de los seres vivos, y en particular de los humanos, a la que se echa mano permanentemente: la capacidad de adaptación. A pesar de que nos aferremos a una falsa ilusión de estabilidad, el declive es inevitable para todos; la inercia consiste en alcanzar un equilibrio temporal, adaptándonos a las nuevas condiciones. 


Como ya es esperable en una película de Martel, Zama carece de una narrativa clara; hay una sucesión de situaciones, vivencias del trajinar de Zama, quien se ve suspendido en un entorno envolvente, alucinante. El diseño de sonido de Guido Beremblum es notable, ya que lo que se oye es tan elocuente o más que lo que puede verse. Así, el fuera de campo sonoro dialoga con las imágenes, dando cuenta de elementos, acciones, situaciones que ocurren fuera del encuadre. La esmerada fotografía del portugués Rui Poças contrasta exteriores amplios, despojados, con interiores opacos y asfixiantes; pueden intuirse y casi sentirse los olores, la mugre, el calor imperante. Zama es un cine vivencial, inmersivo, de atmósferas magistralmente concebidas en las que Martel deja colar apuntes notables sobre la dominación, el poder, los géneros, la corrupción, la violencia sexual, el progreso, el choque cultural y la destrucción de la identidad. 
El referente inevitable es Werner Herzog (Aguirre, la cólera de Dios, Fitzcarraldo), por esa forma cruda de representar la naturaleza, despojándola de todo tipo de romanticismo. Martel exhibe un universo natural donde imperan el sufrimiento y la dominación, donde la única ley es la lucha por la supervivencia. La flora y la fauna se cuelan en las viviendas; en una de las tantas escenas que se asemejan a viajes alucinatorios, una llama respira en la nuca del protagonista, dentro de una oficina. Otro punto de contacto con el cine de Herzog es plantear esa tensión entre el ser humano y su entorno, y de recrear esa lucha desbocada y casi demencial por la cual aquél intenta controlar y combatir a las ingobernables fuerzas de la naturaleza. 
Martel evita deliberadamente una recreación histórica rigurosa, algo que se percibe, por ejemplo, en la ausencia de crucifijos y toda clase de simbología religiosa, que no sólo formaba parte indisoluble de la época, sino que además es automáticamente invocada por cualquier espectador al pensar en ella. Martel decidió simplemente eludir esta obviedad; asimismo, reproducir un lenguaje fiel era un objetivo inalcanzable, y en este sentido se inspiró en el habla ficticia, carente de base documental, utilizada por Di Benedetto en su novela. En la película confluyen lenguas como el pilagá, el qom, el portugués, el guaraní, un francés hablado por haitianos... Un cambalache imposible, pero que, quizá por eso, se vuelve convincente en su singularidad. 
Quizá lo más increíble de Zama sea eso: aun a sabiendas de que se trata de una conjetura histórica de a ratos delirante, aun cuando no pretende ser absolutamente rigurosa, difícilmente otra adaptación histórica pudiera resultar tan real y vívida. Martel es única a la hora de conjugar las herramientas cinematográficas para lograr una “ilusión de realidad”, una maestra utilizando el artificio para generar la idea de que, en aquello que vemos, oímos, vivenciamos y hasta respiramos, no existe artificio alguno.