viernes, 30 de noviembre de 2018

Pablo Escobar: La traición (Loving Pablo, Fernando León de Aranoa, 2017)

Otro Escobar más 


Se ha dado en llamar “narco-cultura” a un sinfín de productos masivos producidos con poco disimulo para explotar la popularidad y la fascinación despertadas por líderes narcotraficantes, con cierto énfasis en la violencia y la truculencia de sus acciones, sus fiestas orgiásticas, sus descomunales derroches de dinero y su marcado perfil antiheroico. En México y Colombia las narcoseries son prácticamente una plaga, y muchas voces críticas del fenómeno han llegado incluso a alertar sobre el carácter pernicioso de estas producciones, peligrosamente influyentes en jóvenes de los niveles socioculturales más bajos. Lejos de ser vistos como malos ejemplos, los omnipotentes narcos pueden llegar a ser, para muchos, modelos a seguir.
Lejos de perder su popularidad, la figura de Pablo Escobar parece haberse revitalizado con esta moda, y recientemente un sinfín de documentales, series y películas de ficción centran sus relatos en su figura. De entre ellos, los más sonados han sido la serie de Netflix Narcos (sus primeras dos temporadas) y la colombiana El patrón del mal, así como la película Escobar: Paraíso perdido, en la que Benicio del Toro encarnaba al líder criminal. Es probable que el público objetivo de esta película1 sean aquellos estadounidenses que no vieron la serie Narcos. Esto explicaría que se pise tanto con aquella, y que los personajes hablen un dialecto que desafía toda lógica y que atenta constantemente contra el realismo de la película. Es difícil entender por qué actores españoles (los protagonistas son nada menos que la pareja de la vida real Javier Bardem y Penélope Cruz) hablan en un inglés con acento colombiano, algo realmente difícil de tragar para el público hispanohablante. Hay que verlo a Bardem intercalando entre sus amenazas en inglés varios “malparíos” y “joputas” para largar una sonora carcajada. La decisión fue bastante desacertada. 
La diferencia fundamental en el enfoque se encuentra en que la película está basada en el libro Amando a Pablo, odiando a Escobar, de la periodista colombiana Virginia Vallejo, quien fue amante de Escobar desde 1983 hasta 1987, antes de convertirse en colaboradora de agencias antidrogas y de la justicia colombiana. Pero la perspectiva de la periodista se pierde en reiteradas ocasiones, recreándose varios de los más espectaculares “hitos” de la historia de Escobar. Grandes despliegues de drones proveen notables panorámicas de los asentamientos colombianos, sicarios captados desde picados cenitales, persecuciones con todo tipo de vehículos (incluyendo un muy vistoso aterrizaje de un avión repleto de cocaína en una carretera de Estados Unidos). Así, la película parece priorizar este perfil de gran espectáculo en el que tampoco se ahorran crudos despliegues de violencia gráfica. Quizá la escena mejor lograda sea aquella en que la periodista intenta empeñar sus joyas en una tienda y varios sicarios intentan dar con ella, buscando insistentemente destruir el vidrio de seguridad de la entrada. 
Y el dato más curioso es que aquí el director haya sido el español Fernando León de Aranoa, autor de películas como Barrio, Los lunes al sol o Princesas, grandes momentos del cine social europeo reciente. Aquí parece plenamente volcado a un cine por encargo que, también debe decirse, fue logrado con precisión artesanal. Y es que, desde la perspectiva estricta del espectáculo, la película funciona de maravillas: una historia contada con ritmo notable, que mantiene el interés y que ofrece un puñado de escenas memorables. Como pasatiempo, Pablo Escobar: La traición cumple su función perfectamente. Y es probable que no aspirara a mucho más.

Publicado en Brecha el 30/11/2018

jueves, 29 de noviembre de 2018

Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018)

Crisis de intensidad 


Muchos fueron los problemas ocurridos durante el rodaje de esta película, siendo el principal el despido por parte de la Fox del director acreditado Bryan Singer (Los sospechosos de siempre, Operación Valkiria). Según varias declaraciones, Singer tuvo grandes diferencias creativas y encontronazos con el resto de la producción, a los que se sumaron sus llegadas tarde, desapariciones del set, problemas de salud de uno de sus familiares y, por si fuese poco, un juicio por haber abusado sexualmente de un menor. Como sea, Singer abandonó la filmación y fue sustituido en determinado punto por el menos experiente Dexter Fletcher. Este dato no tendría importancia si no fuese algo que, en cierto punto, parece haber tenido su efecto en los resultados. Una película que comienza poniéndonos en los zapatos de Freddy Mercury (lo seguimos de cerca con un notable plano secuencia al ritmo de “Somebody to Love”), pero que en varias ocasiones pierde la perspectiva empática y la cercanía, tanto con el protagonista como con el resto de los personajes. 
El guion sigue una historia bastante manida en el que se suceden algunos lugares comunes de las biopics. Poco falta en este recorrido de 134 minutos: están las referencias a la familia y a la vida previa del vocalista Freddy Mercury, los Inicios de la banda, su romance, los intercambios con productores, los procesos creativos, las fiestas descomunales, la crisis egomaníaca, el SIDA, las peleas, la homosexualidad. Varios micro-conflictos van siendo desperdigados a lo largo del relato con desigual eficacia; como en tantas otras biopics, impera la sensación de abarcarse mucho apretando poco, aunque varias licencias narrativas dan impulso a la narración tomando distancia de los hechos reales. 
La banda británica Queen nunca sufrió una separación tal como se plantea en la película. Cerca de 1983, luego de haber estado de gira durante una década, todos los integrantes habían perdido un poco el entusiasmo y acordaron tomarse un descanso, centrándose varios de ellos en sus carreras como solistas. Por tanto, no existió ese gran conflicto entre los integrantes, ni tampoco esa “reunión” previa al concierto Live Aid. De hecho, cuando ese recital tuvo lugar, ya habían grabado y lanzado, el año anterior y en relativa armonía, su disco The Works. Asimismo, lo relativo a la enfermedad de Mercury también diverge: si bien el vocalista se enteró de haberla contraído en 1987, no lo reveló oficialmente hasta un día antes de su muerte, en 1993. 
Pero el mérito fundamental del accidentado libreto es que los grandes clímax no acontecen en esta progresión dramática ficcional, sino en los momentos musicales. Y es allí que esta película, repleta de altibajos, adquiere verdadero vuelo e intensidad: en esos momentos en que la música estalla y, como en un buen videoclip, poderosas imágenes se suceden en un tour de force frenético, visceral y luminoso. La esmerada reproducción de ese toque monumental en Wembley (de unos quince minutos de duración) suponen una inyección de energía lo suficientemente contundente como para dejar a la audiencia inevitablemente conforme, y con más ganas de seguir escuchando a Queen.

Publicada en Brecha el 23/11/2018

martes, 6 de noviembre de 2018

El cine de Hirokazu Kore-eda

Comer, reverenciar, palpitar 

Hay quienes se refieren a Hirokazu Kore-eda como “el Ken Loach japonés”, por su conexión humanista con las clases trabajadoras, por filmar dramas domésticos en los cuales personajes sencillos se desenvuelven en su quehacer diario, conversan, discuten o cenan juntos, y en los que dicen mucho más de lo que aparentan. Así, el Japón contemporáneo tiene quien lo registre y radiografíe. Un pequeño ciclo en Cinemateca es la excusa para repasar su estilo y su sólida obra.


Normalmente, también se lo compara con el maestro japonés Yasujiro Ozu, señalando las obvias coincidencias entre el estilo reposado y cotidiano de aquel y este: Kore-eda suele centrar sus abordajes en diversos integrantes de un mismo grupo familiar, dando cuentas del recambio generacional, del choque entre tradición y modernidad, del transcurrir del tiempo y sus inexorables huellas en el hombre. Pero en varias ocasiones el mismo director ha señalado que, si bien tiene mucha estima por el cine de Ozu, se siente más cercano a cineastas como Mikio Naruse y Hiroshi Shimizu, maestros japoneses poco conocidos para el público occidental pero que a su vez lograron un notable registro de su contemporaneidad (ambos filmaron la mayor parte de su obra en la primera mitad del siglo veinte) y las problemáticas de las clases medias y bajas. 
Quizá otra comparación pertinente sea con el estilo de alguno de sus colegas contemporáneos, y particularmente con dos: Naomi Kawase (Shara, El bosque de luto) y Nobuhiro Suwa (H Story, Un couple parfait) al igual que él, comenzaron filmando documentales y luego dieron un salto a la ficción, volcando en ella sus experiencias. El resultado en los tres casos es un realismo apabullante, en los cuales los artificios propios de la realización cinematográfica parecieran haberse desvanecido: en otras palabras, el simulacro es tan bueno que genera la ilusión de que tal simulacro no existe, y que en vez de ver a actores siguiendo los dictados de un guión, estuviésemos espiando a gente real en momentos cruciales de su quehacer diario. Kore-eda ha contado en algunas entrevistas que obtiene inspiración escuchando conversaciones ajenas cuando viaja en tren, o hablando con taxistas. Oyendo sus historias, intenta imaginarse cómo son sus vidas. 
Con el tiempo, Kore-eda comenzó a destacar mucho más que sus otros dos contemporáneos, presumiblemente por haber logrado un mejor recibimiento en occidente. Sin poseer ninguna película distribuida mundialmente que lo haya dado a conocer para los grandes públicos, es hoy uno de los cineastas más reconocidos en los circuitos de los festivales de cine, uno de los más premiados de los últimos diez años (este año obtuvo la palma de oro, máximo galardón en Cannes) y, asimismo, un autor que ya ha pasado al punto de ser homenajeando constantemente, con retrospectivas de su obra. En definitiva, para el mundo cinéfilo se trata de una figura ineluctable. 


Si bien entonces el estilo pausado y costumbrista, los dramas domésticos de ritmos apacibles han sido constantes en el cine japonés, su cine destaca particularmente por una sutileza y un poder de sugerencia notables. Cada escena agrega información de un cuadro general nunca presentado del todo, de modo que la audiencia cobra un rol activo descubriendo gradualmente los vínculos familiares, las motivaciones personales, las inquietudes de los personajes implicados. Al mismo tiempo, ellos son vistos mientras comen, van a la escuela o al trabajo, conversan y sonríen o se toman un tren, volviéndose sumamente cercanos al espectador. Una vez que éste quedó cautivo, prendado a ellos, lo contagian con sus problemáticas. De ahí a que broten las lágrimas hay una distancia de, quizá, unos pocos minutos. 
Muchas de sus películas tienen como protagonistas a niños, y es probable que sea uno de los mejores directores de niños de la actualidad, logrando extraer de ellos interpretaciones naturales y libres de afectación. Según ha señalado el director, la clave está en no contarles la historia sino en plantearles las diferentes escenas como “juegos”. En varias de estas películas, ellos sufren el abandono de una u otra forma. Su obra maestra Nadie sabe (Nobody Knows) muestra el doloroso proceso por el cual cuatro hermanos comienzan a vivir por sí mismos, luego de que su madre desaparece del cuadro. En otros casos, los niños sufren otra clase de abandono tras la desaparición de uno de sus progenitores (los pequeños protagonistas de I Wish, luego de la separación de sus padres, sienten el deber de reunir otra vez a su familia) o por el exceso de trabajo de los mismos, que impide que los vean lo suficiente para entablar un verdadero vínculo (como ocurre en De tal padre, tal hijo). Según ha reconocido el director, él mismo siendo niño experimentó esta sensación de abandono. Su padre había sido un soldado de la Armada Imperial Japonesa, y fue capturado por los rusos durante la guerra, llegando a pasar años en un campo de trabajo de Siberia antes de poder volver a Japón. A su regreso, se vio obligado a desempeñarse en trabajos que lo llevaban a desaparecer durante semanas, por lo que raramente estaba en casa con sus hijos. Su mujer también trabajaba, por lo que Kore-eda y sus hermanos debieron aprender a pasar largos períodos solos. 
La comida siempre está presente en su cine y, en particular, todo ese gran ritual por el que una familia se reúne en torno a una mesa. Debido a las ausencias paternas, el director solía alimentarse con comida congelada y recalentada, por lo que no es de extrañar que añorara este tipo de copiosos almuerzos y cenas que abundan en sus películas y en el que nunca faltan el ramen, la tempura, las verduras saltadas, la caballa ahumada, los onigiris, cerveza o sake. Tanto en las notables Still Walking como Our Little Sister la comida casera es todo un símbolo de la reunificación familiar, una vuelta a las raíces de miembros dispersos en diferentes ciudades, como resultado de las dinámicas sociales modernas. 
La muerte de un ser querido es otra constante de su obra, pero sobre todo la huella que deja entre los vivos. En su primera obra, Marobosi, una mujer se cuestiona el porqué del suicidio de su esposo, y en Distance, un grupo de personas intenta comprender cómo sus familiares pudieron formar parte de un mismo culto, y que se suicidaran luego de haber envenenado una represa de agua que proveía a todo Tokio. En Still Walking, la reunión familiar se lleva a cabo para conmemorar el decimoquinto aniversario de la muerte de uno de sus miembros. La muerte se presenta así como estigma, como vacío, como lastre irremovible, disparador de recuerdos y detonante de culpas. 


No todas las películas de Kore-eda son dramas familiares y, de hecho, el director también ha combinado notablemente su estilo directo y austero con historias de corte clásico y de género, convirtiéndolas en obras sumamente personales y diferentes. Hana es un notable jidai-geki (drama de época con samuráis), El tercer asesinato es un brillante thriller judicial, y tanto en La vida después de la muerte como en Air Doll se valió de tramas fantásticas como base para desarrollar sus historias. Aún en este tipo de anécdotas, el director hace uso de su estilo puntilloso y detallista tan característico. Para elaborar la historia de El tercer asesinato, Kore-eda se asesoró con un equipo de siete abogados, con el cual se reunía para hacer “simulacros”; algo así como un juego de roles en el que asignaba a uno el papel de juez, a otro el de defensor, a otro el de fiscal y así, y planteaba una situación hipotética. A partir de ahí cada uno de los abogados volcaba sus experiencias personales, dando pie a discusiones que sirvieron para bocetar el guión y para crear el enigma central de la película. Este tan japonés estilo de realización no parece envidiarle mucho en rigurosidad formal a puntillistas crónicos como Akira Kurosawa o Kenji Mizoguchi. 
Es notable que, justo en el momento en que la obra de Kore-eda comienza a ser revisitada en retrospectivas y ciclos (sin ir más lejos, en estos días en Cinemateca) su última película estrenada lleve por fin el máximo galardón de Cannes, luego de que el cineasta hubiese participado otras cuatro veces en la nominación. Esto da la pauta de que quizá, a sus 56 años, no haya pasado aún por el mejor momento de su carrera, sino que todavía esté por llegar; Shoplifters, según la crítica especializada, es otra obra maestra, una suerte de “Oliver Twist” japonés centrado en una improvisada familia de criminales. La esperaremos con ansiedad.

Publicado en Brecha el 2/11/2018