jueves, 30 de junio de 2016

Victoria (Sebastian Schipper, 2015)

Gol de Alemania 

Los filmes rodados sin cortes, realizados con un único plano secuencia, ya han dejado de ser algo sorprendente y se han convertido prácticamente en una moda. Incluso antes de Birdman había ejemplos de las más variadas precedencias, pero es probable que la oscarizada película de González Iñarritú haya generalizado una osadía que, por el abaratamiento de las tecnologías, hoy se encuentra a la mano de cualquier realizador independiente. Que luego esas películas sean buenas es otro cantar pero, en este caso particular, esta imponente producción germánica es un logro por donde se la mire. 
La acción comienza en una discoteca electrónica berlinesa. Victoria, la protagonista, es una chica española que fue a trabajar a la capital. No habla alemán y baila y bebe sola, pero una vez dispuesta a marcharse se encuentra con un grupo de tipos borrachos a los que no dejan entrar. Saltándose todo criterio de prudencia imaginable, la chica se une al grupo de desquiciados y acepta su invitación a continuar la noche con ellos, con la idea de conocer “otra Berlín” intensa y callejera. Desde ese momento la tensión se dispara, los muchachos no sólo están desmesuradamente ebrios, sino que además gustan de saltarse todas las legalidades imaginables. Con uno de ellos, Victoria parece tener una mayor conexión, y en las andanzas callejeras, en la visita a la terraza de un edificio y en un café, esa primera tensión, la del peligro, va alivianándose hasta transformarse en tensión romántica. Más adelante esta también se diluirá, para imponerse otro tercer tipo de tensión, aún más urgente, transformándose la anécdota en algo inesperado, aunque no corresponde adelantar aquí más detalles de la intrincada trama. 
Es de suponer que una película filmada en tiempo real carezca de buen ritmo, que esté llena de huecos de transición en el desplazamiento de las cámaras de un sitio hacia otro, de tiempos muertos. Basta recordar la iraní El sabor de la cereza para imaginarse un recorrido soporífero y un sinnúmero de planos sin razón de ser. En Victoria, la impecable orquestación coreográfica en el recorrido, el desplazamiento de los actores y la sucesión de escenas se encuentra notablemente acompañado con una impecable dosificación del suspenso. Durante dos horas y veinte minutos la narración mantiene al espectador al borde de su asiento, preocupado por el destino de los personajes y los sucesivos acontecimientos que se les imponen. 

El director alemán Sebastian Schipper está lejos de ser un primerizo, y este ya viene siendo el cuarto largometraje de su autoría. Pero se había dado a conocer como actor antes de comenzar a filmar, con papeles importantes en películas como El paciente inglés, Corre Lola Corre, La princesa y el guerrero y Three. Aquí el nivel de las actuaciones permite entrever esta faceta del director, ya que el equipo actoral en Victoria se desenvuelve brillantemente y es llevado a constantes cambios de registro; desde una protagonista (Laia Costa) con una propensión hacia los excesos y un grupo de secundarios que pasan de la euforia más desacatada al pánico absoluto una y otra vez, los personajes convencen aún cuando los múltiples giros del guión demandan de ellos un desempeño sobrehumano (y sin posibilidad de cortes). Mención aparte merece el director de fotografía noruego Sturla Brandth Grøvlen, una de las grandes promesas de Europa, quien también se había desempeñado en películas con propuestas estéticas notables como la islandesa Rams y la también alemana I Am Here. Y es que si Victoria es una película increíblemente orquestada y dirigida, es notoria la sensibilidad de una cámara que coloca a la audiencia en una vigilia constante, que construye atmósferas, que se acerca con respeto y cuidado a los personajes, que se desenvuelve con maestría pero volcando la atención en aquello que es captado y no en sí misma. 
Cine de género, cine de autor, cine experimental, elevated genre, nómbrese y etiquétese como se quiera. Victoria es la clase de película que deslumbra en su forma al mismo tiempo que entretiene, y que ofrece además un cúmulo de nuevas ideas, inyectando vitalidad al panorama del cine europeo.

Publicado en Brecha el 1/7/2016

miércoles, 29 de junio de 2016

El conjuro 2 (The Conjuring 2, James Wan, 2016)

Menor, y sobresaliente 


¿Por qué dedicarle espacio a la secuela de una película de terror? Primero, porque su director, el malayo James Wan, es hoy uno de los más grandes directores de cine de terror, y seguramente el mejor de los que se desempeñan desde el corazón mismo de la industria. En segundo lugar, porque ya había filmado una secuela, Insidious 2, y era buenísima. Wan había avisado públicamente, antes de la realización de esta película, que se retiraba del cine de terror. No cumplió con su palabra –como casi todos los cineastas que dicen esta clase de cosas–, lo cual es sin dudas una gran noticia para los fans del género. 
El conjuro 2 deja ver todas las marcas más personales del cine de Wan. Tenemos una adaptación histórica detallada, una crujiente casa repleta de objetos inquietantes; por ahí están los espejos, los maniquíes cubiertos con sábanas, los sótanos, los grandes roperos, las carpas y los juegos infantiles. Y claro, también las presencias demoníacas. Los mayores atributos de Wan se encuentran aquí desplegados, potenciados y refinados: las cámaras inmersivas que se desplazan lentamente por las habitaciones se convierten, sobre todo al comienzo, en verdaderos planos secuencia ascendentes y descendentes en los que son presentados los personajes y las diferentes habitaciones de la casa. Los impecables decorados, la iluminación, el trabajo del sonido, la graduación del suspenso son un prodigio, y los sustos, siempre efectivos, están notablemente dosificados. 
El director ha desarrollado y profundizado una idea a lo largo de sus últimas películas, ya una marca de autor que además logra promover una opresión particular: las amenazas diabólicas atosigan a los protagonistas y los traumatizan, pero también se alimentan de ese miedo, de ese daño profundo que les causan, volviéndose más fuertes. Así crean un círculo vicioso y un vínculo parasitario con sus víctimas, acentuando el cuadro de depresión y oscuridad. Que la acción se sitúe en los suburbios de Londres en el invierno de 1977, en plena crisis, explica en parte la necesidad de la familia de permanecer en esa casa, quizá su única posesión. 
Sin embargo, hay algunos problemas en El conjuro 2, errores en los que suelen caer muchos directores consagrados. El metraje de esta película es de 134 minutos, y en su desarrollo hay unas cuantas escenas innecesarias, cuya presencia no termina de adaptarse al resto. Una de ellas, por ejemplo, se da cuando el protagonista empieza a tocar la guitarra y a cantar “I Can’t Help Falling in Love With You” junto a los niños atormentados. Está bien, es un capricho, pero James Wan no es todavía John Ford (o Tarantino), y para implementar ese tipo de escenas hay que saber conectarlas con el resto, de modo que esa distensión agregue algún elemento a la trama y, sobre todo, que no quede desencajada del tono general. Estas pequeñas “islas” narrativas obstaculizan la trama y la llevan a perder unidad. 
Así, esta secuela no llega al nivel de su brillante predecesora. Pero de todos modos vale la pena ver aun las películas “menores” de los maestros, y El conjuro 2 es un despliegue de oficio y habilidades como no suele encontrarse.

Publicado en Brecha el 29/6/2016

domingo, 26 de junio de 2016

Buscando a Dory (Finding Dory, Andrew Stanton, 2016)

Carrera contra el olvido 


Difícil era la tarea de entregar una secuela a la altura de un precedente que supuso uno de los picos más altos de la compañía de animación Pixar, el mayor recinto de creatividad de Hollywood en las últimas dos décadas. Pero la apuesta era fuerte, y Dory, quien quizá sea el secundario más inolvidable parido por la firma, pasa aquí a estar en el centro, a ser estrella del relato. Trece años han pasado desde la gran aventura familiar Buscando a Nemo, tiempo suficiente para que hayamos extrañado a sus personajes y que su director, Andrew Stanton, pudiese pensarse bien las cosas. En el interín, también nos entregó otra joyita (Wall-E), así como una fallida película de acción real (John Carter). 
Aquí Stanton retoma la compañía, y con ella el buen camino. Buscando a Dory cambia el eje esta vez y se centra en la historia previa de esta simpática pececita con problemas de memoria a corto plazo. Gracias a ciertos indicios que la memoria a largo plazo, la buena, le va dando, Dory es orientada en la búsqueda de sus padres, a quienes perdió siendo una niña. Es así que, repitiendo la fórmula de travesía y descubrimiento, esta obra está provista de toda la inteligencia y la creatividad que caracteriza a Pixar, con una nueva docena de personajes maravillosos además de escenas descollantes, como un secuestro a un camión por parte de la protagonista y un pulpo camaleónico, una muestra del mejor Stanton en estado de gracia. 
En este caso, la búsqueda del título (en inglés sería "encontrando" en lugar de "buscando", pero la lectura se mantiene) no sólo refiere al extravío y búsqueda de Dory, sino que la misma Dory es la que está buscándose y encontrándose a sí misma, escarbando en su memoria y en su historia pasada. 
Pero a pesar de ser una película muy entretenida y a la altura de sus firmas, no llega a alcanzar el vuelo de su predecesora. Si bien Dory era un personaje maravilloso como secundario y como comic relief, esas características que la volvían un compañero ideal de aventuras no operan de la misma forma siendo ella el personaje principal. Marlín, protagonista en Buscando a Nemo, puede parecer a priori menos interesante, pero al ser un personaje temeroso y desconfiado, su recorrido a través del océano para dar con su hijo –que además estaba enclaustrado en una pecera, dentro de un apartamento– se presentaba como una tarea realmente quijotesca y titánica, agregándole una sostenida tensión al asunto. Dory en cambio es valiente y arrojada y, aunque su memoria a corto plazo pueda ser un problema, sus instintos siempre la llevan por buen camino y la llevan a superar siempre todos los obstáculos, y esto es algo que se sabe desde el primer minuto. Por eso, desde un comienzo lo imposible se relativiza y se ve en esta película como algo factible de realizarse (a los pocos minutos de metraje los personajes ya están atravesando el océano montados en tortugas gigantes). 
Pero además este particular perfil olvidadizo y algo verborrágico en un protagónico se vuelve un poco incompatible con la idea de un personaje central que llame a una identificación efectiva y que sufra una transformación interna, además de presentar un eje moral sólido. Todo ello se encontraba en el sí, menos simpático Marlin, pero Buscando a Nemo contaba con una mirada y una progresión dramática que la convertía en un viaje épico y clásico, una lucha contra sí mismo y los elementos. Este crecimiento y esta progresión, en cambio, aquí parecerían ausentes.

Publicado en Brecha el 24/6/2016

viernes, 10 de junio de 2016

Entrevista a João Pedro Fleck

Fulltime Killer

Foto: Beta Iribarrem

Junto a Nicolas Tonsho, João Pedro Fleck es uno de los fundadores de Fantaspoa, el festival más importante de América Latina orientado a fantasía, ciencia ficción, terror y thrillers. Hoy se cumplieron doce años desde sus primeras proyecciones en Porto Alegre, y en esta edición, los programadores del festival supieron ofrecer a los visitantes más de cien películas de todo el mundo, la oportunidad de conversar con invitados de lujo, fiestas increíbles y un trato sumamente cálido y cordial. 
João, además de ser un anfitrión muy divertido y atento, es un incansable hombre orquesta. Tiene un doctorado en maketing, en este momento es docente y hace un post-doctorado, es fulltime researcher y además curador en el Cine Santander Cultural, gerencia una compañía de subtitulado y una productora. Es decir que su labor en Fantaspoa se alterna con cuatro trabajos simultáneos. Siempre atento a lo que sucede a su alrededor (esta entrevista tuvo lugar en pleno festival), suele ser verborrágico y desbordar entusiasmo a la hora de hablar de cine, de su trabajo, y de la ardua labor que supone la producción cinematográfica de género en los países del tercer mundo. 

–¿Creés que el cine de géneros, y especialmente los géneros abordados por Fantaspoa (terror, fantasía, ciencia ficción, thrillers) son discriminados por los festivales internacionales? 

 –Ya no más. Creo que en el pasado sí. Pero si tomamos hoy la mayoría de los más grandes festivales internacionales, aparte de presentar en las competencias principales una o dos pelis de género, cuentan con secciones específicas. Por ejemplo, tanto Venecia como Toronto tienen sus secciones de Midnight Screenings, con muchas películas de lo que suele llamarse "elevated genre". Entonces algunos directores, como por ejemplo Bruno Forzani y Hélene Cattet (Amer, L'Étrange couleur des larmes de ton corps), Alexandre Bustillo (Livid, A L'interieur), Anders Morgenthaler (Princess, I Am Here) están hoy no solamente en estas secciones sino también en las secciones principales. Luego esta película, Victoria, del alemán Sebastian Schipper, anduvo muy bien en Berlín el año pasado. Entonces vemos como los festivales más importantes se están abriendo a este mundo. Si vamos para sudamérica, el mayor festival, el único que es verdaderamente clase A según el ranking internacional, es Mar del Plata. Tiene una sección de género que es "Hora cero", y eso sigue creciendo porque los prejuicios que antes existían están desapareciendo. 

–Igual me parece que dentro del cine de género quedan algunos tipos de cine que, si bien tienen una calidad sobresaliente, no obtienen el espacio que merecerían, como por ejemplo todo lo que es Bollywood. Me encantó encontrar en la programación de Fantaspoa una película de Bollywood, Bahubali:The Beginning, algo que no es común de encontrar en los festivales internacionales. 

–Creo que concretamente con Bollywood hay otro problema diferente. Es cierto que hay un prejuicio contra Bollywood en general, pero no es sólo eso. Como sabemos, Bollywood produce más películas que Hollywood, pero no existe una comunicación entre India y el resto del mundo. Ellos no tienen agentes de venta que se preocupen realmente de la distribución de sus películas en el extranjero, o que envíen las películas a festivales. Eso por un lado, y por el otro, no hay realmente un interés de parte de los festivales en pasar esas películas. India cuenta con un mercado interno muy cerrado que funciona muy bien, la industria bollywoodense económicamente ya se abastece con su propio mercado, y no hay ningún otro sitio en el mundo que funcione así, (por supuesto Hollywood no trabaja así). Ellos hacen las películas, las venden y su propio público lo compra. Entonces, si se piensa bien, no es tanto una discriminación al cine hecho allá, sino que es un cine que no necesita salir, ni hay interés en sacarlo. 

–¿Y no se puede decir lo mismo de países que también tienen un público muy fuerte, como Corea del Sur, China...? 

–Pero la realidad de esos países, Corea del Sur, China, Tailandia, es que ellos exportan mucho más que Bollywood, quizá producen 150 películas al año y consiguen exportar solo 15, pero Bollywood produce más de mil películas al año, y no debe exportar ni un 1% de su producción. Otra cosa que pasa particularmente en Bollywood es que hace un tipo de cine que es muy cultural, propio de allí. Películas como Bahubali tienen escenas musicales, con números de baile en el medio. Un espectador que nunca fue versado en eso no lo entiende. Entonces el mismo director de Bahubali, S.S. Rajamouli, hizo una película hace unos años que ganó el premio Fantaspoa a la dirección de arte, y se llamaba Eega. Es una película genial, "Eega" significa "mosca", la historia trata de un tipo muy simple, muy humilde, que se enamora de una chica, y hay un hombre muy malo, dueño de una gran corporación, que también está enamorado de esta señorita. Entonces, de una manera muy rastrera, logra matar al protagonista. Pero el tipo se tranforma en una mosca: tiene dos horas y media de peli –como mosca– para vengarse. Hace cosas increíbles: no hay una película ni remotamente parecida a Eega. Entonces tenemos la historia de venganza de la mosca, pero a la mitad de la película hay un baile. Esto puede parecernos maravilloso a nosotros, pero es algo que a nivel mundial es muy difícil de vender. En China y en Corea, los productores en cambio trabajan pensando en el mercado internacional. 

–¿Cambiando de tema, dirías que el cine de terror hoy está en un estado de gracia? 

–Si lo comparamos con lo que fue ocho años atrás, está muchísimo mejor, por diversos motivos. Se está dando toda esta apertura que te dije de los grandes festivales. Películas como la austríaca Goodbye Mommy tienen un alcance muy grande. Años atrás, una película de ese tipo nunca lo hubiese tenido. Películas como Spring, o Proxy, que estrenaron ambas el mismo año en Toronto, están siendo grandes sucesos mundiales. Lo que sucede con el elevated genre es que gusta a los fans del género pero también a los que no lo son, son películas con un alcance mucho mayor. Por otro lado, se da el fenómeno de que hoy se puede hacer una película como la argentina Grasa, o la que producimos nosotros, Jorge y Alberto contra los demonios neoliberales, que son películas de calidad, que logran estrenarse en muchos festivales, y que tienen un costo de menos de 5 mil dólares. Entonces, los festivales internacionales se están abriendo también a esta clase de producciones: Terror 5, la película argentina que entró este año en Cannes fue hecha con menos de 6 mil dólares, eso no hubiese sucedido años atrás. 

–He visto películas buenísimas de terror brasileñas. ¿Tienen una ventana de difusión o de distribución en el país, o posibilidades de recuperar sus inversiones? 

–No. Lamentablemente no. Hay gente en el cine de terror de Argentina, y también de Uruguay, tipos como Gustavo Hernández y Ignacio Cucucovich, que tienen un pensamiento mercado-lógico. Más allá de si es bueno o no, si te gusta o no lo que hacen, es cine que se hace pensando en un mercado. En Brasil se están haciendo películas muy buenas: Rodrigo Aragão (Mar Negro, A noite de chupacabras) está haciendo su sexto y séptimo largometraje simultáneamente, pero no lo hace pensando en el mercado. La única manera de conseguir hacer pelis durante toda la vida, es pensando en el mercado: el arte es una cosa linda, el cine es una cosa increíble, pero si no se piensa en eso no hay forma de sostenerse. 

–¿Y qué me decís de Juliana Rojas y Marco Dutra, que vienen haciendo películas de primer nivel y además ganan premios en festivales...? 

–Lo de ellos es diferente. Por un lado tienen financiación estatal –quizá hasta un 70 o un 80% de su presupuesto–, luego trabajan con actores que trabajan con ellos sin cobrar, pero que confían en el alcance que van a tener las películas y que creen ganarán en la difusión de su trabajo. Juliana Rojas ha estrenado en Cannes, y en una de sus pelis tiene un actor muy conocido, de la Globo. Entonces mismo la Globo pone un poco de plata para pagarle al actor, porque sabe que va a ganar difusión internacional. Estas películas tienen un estreno en Brasil, pero como son muy cerebrales no tienen un alcance real, y nunca recuperan la inversión inicial. Y aunque fueran grandes éxitos de taquilla (no lo son), eso no significa que la plata volverá. Si yo soy un inversor personal de una peli, y logro que recaude en el cine 100 mil dólares por la taquilla, lo máximo que llegará a mis manos son 25, 30 mil dólares. El cine se queda con 50% de la venta; en impuestos se va un 10%; y además tengo gastos por marketing y otras cosas. Las opciones son, o tener un proyecto que no tenga costo, o meter más de 100 mil personas en las salas, con una producción de costos aún muy discretos. Para mí un gran ejemplo y un referente de América del Sur en este sentido es La casa muda, filmaron con menos de mil dólares y hicieron en taquilla, en todo el mundo, más de 50 mil. ¿Cómo hicieron? Con un trabajo de marketing excelente. 

El equipo Fantaspoa: Felipe Guerra, Nicolas Tonsho y João Pedro Fleck

–¿Cómo surge Fantaspoa? 

–Hace unos cuantos años (exactamente trece) estaba en el Festival de Cine de Montevideo; yo y unos amigos formábamos parte de un Cine Club de Porto Alegre, y viajábamos a Montevideo todos los años, especialmente para el festival. Yo fui durante siete años consecutivos. Ya al sexto año, con tres amigos estábamos ahí (Nicolás Tonsho y André Kleinert entre ellos) y pensamos en crear un Festival de Cine para Porto Alegre. En Porto Alegre nunca hubo una iniciativa de cine realmente fuerte, y dijimos: ya que vamos a crear algo desde cero, ¿por qué no creamos uno que sea orientado al cine de género? Pensamos en Sitges, Amsterdam, entonces fuimos proponiendo proyecciones, y año tras año, creciendo, reduciendo, adaptando los horarios y las dimensiones del festival a los cambios que fueran dándose. El primer año sólo fue como una muestra, el segundo año hicimos una pequeña selección de largos internacionales pero la competencia fue sólo de cortos nacionales, en el tercero ya agregamos también cortos internacionales. Cuando terminamos con el tercero, nos empezó a dar realmente mucho trabajo y a tener costos. En ese momento eramos yo, Nicolás y André, nos sentamos y dijimos: ¿qué vamos a hacer?. André, que es un tipo más grande que nosotros –será diez años mayor– dijo que si pensaba llevarse el festival a algo más grande y más en serio, él no iba a poder participar en la organización. Así que a partir del cuarto pasamos a estar al frente Nico y yo. Hoy Felipe Guerra ayuda bastante, y tenemos gente contratada para asuntos como la web y el catálogo. Pero al festival propiamente dicho lo sacamos adelante tres personas. Fue al cuarto año que realmente nos propusimos que Fantaspoa fuese uno de los festivales importantes del mundo, en lo referente a cine de generos. Entonces decidimos abrir la competencia internacional. El quinto año fue decisivo: hasta entonces habíamos hecho todo con plata de nuestro bolsillo. 

–¿O sea que Fantaspoa durante esos años no se autosustentaba? 

–No, y fue recién en abril de 2018 que surgió una posibilidad. El festival era en julio, y en abril apareció un paquete de diez películas de España que podíamos recibir acá. La mayoría eran películas muy raras, que vinieron a través del Instituto Cervantes. El problema era que esas películas tenían un costo muy grande: para ser exacto, 500 euros cada una, para una sóla función. O sea que nosotros teníamos que tener 5000 euros para poder pagar el paquete. De ninguna manera teníamos ese dinero, pero en Sao Pablo también querían pasarlas, en el Instituto Cervantes. Entonces llamé por teléfono al director del Instituto Cervantes, como yo no tenía como pagarlas lo que le ofrecí fue un subtitulado en portugués, que ellos no tenían. Estuvieron de acuerdo, pero me dijeron que necesitaban proyectar las películas en tres semanas. Le respondí "no hay problema, somos re-profesionales, en tres semanas tendrán las películas subtituladas". 
Teníamos diez películas para subtitular en unos 18 días, calculamos poco menos de dos días por cada peli. Nicolas y yo hicimos el trabajo: seis de ellas eran muy fáciles porque ya traían subtítulos en inglés, nos facilitaba la tarea. Otra tenía una lista de diálogos en español, genial. Dos de ellas tenían que hacerse de oído: ningún problema... nunca lo habíamos hecho pero lo hicimos con cuidado y quedó bien. Pero la décima, una película increíble de Edgar Neville, de 1944, que se llamaba La torre de los siete jorobados, fue la que cambió todo. Estaba basada en un texto de cerca del 1850, ¿podés imaginarte la calidad del audio de la película?, y principalmente, ¿qué tipo de español hablaban? 

–¿Español antiguo? 

–Claro. Entoces tuve que subtitular una película de 80 minutos, hablada en español antiguo, de oído. Cuando finalmente logré hacer eso en dos días, le dije a Nico: "podemos hacer cualquier cosa". Entonces hoy, con nuestra compañía, subtitulamos unas 300 películas por año, es la mayor compañía de subtitulado de todo el sur de Brasil. Con eso logramos sustentar económicamente a Fantaspoa. 

–¿En serio? ¿Fantaspoa empieza a obtener dinero cuando empiezan a trabajar con el subtitulado? 

–Exacto. No sólamente en portugués, sino a cualquier lengua que nos pidan. Hemos subtitulado al ruso, al kasajo, al rumano. Somos tres subtitulando, pero cuando precisamos algo como ruso, por ejemplo, contratamos una persona específica que se desenvuelve bien con el idioma. 

Foto: Beta Iribarrem
 
–¿El patrocinio de Petrobras es fundamental para la continuidad de Fantaspoa?, ¿qué pasará ahora que se viene una época de inestabilidad política y grandes recortes? 

–Petrobras y Banrisul. Ambas fueron inversiones que aparecieron a último momento. Petrobras apareció hace pocos meses y faltando quince días apareció el patrocinio de Banrisul. Petrobras patrocina por quinto año consecutivo, pero son inversiones que nunca están aseguradas. Se necesita un grado de flexibilidad muy importante para hacer estos festivales. Nosotros podemos hacer un festival grande o chico, dependiendo del presupuesto: estamos preparados para hacer otro festival con un 10% del dinero del que contamos hoy, en ese caso no podríamos tener invitados. 

–¿No se perdería el alma de Fantaspoa? 

–Para nada. Te explico: acá tenemos un Smartphone, si nosotros queremos ver una peli con una calidad de imagen y de sonido aceptables, cerramos las cortinas, nos ponemos audífonos y la vemos sin problema, ya sea en el Smartphone, en una tablet, en una laptop. Hoy en día hay proyectores buenos que podés tener en tu casa por mil dólares, es decir: podés tener un cine completo en tu casa por menos de dos mil dólares. Entonces lo importante del festival no es dónde vas a mirar la peli, sino qué tipo de relación humana existe a su alrededor. Fantaspoa funciona en el cine, pero también se sigue en el bar, y a lo que apuntamos es lo que podés comprobar: después de la película las personas conversan, se juntan a hablar de cine y de lo que sea en un boliche. Después de las funciones vamos a bailar todos juntos. La gente que convoca y su interacción, y ese trato personal y hasta familiar, son lo más importante de nuestro festival.

viernes, 3 de junio de 2016

La bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015)

Terror histórico de varias capas


Es curioso que esta película se distribuya como si fuese una más de terror comercial. Normalmente, una producción independiente de estas características no llegaría a las grandes audiencias, pero varios premios en Sundance y otros festivales y una exultante recepción crítica han logrado abrirle puertas. Que se trata de un filme de terror que escapa completamente a los parámetros de lo esperable es algo que los entendidos podrán notar desde el primer minuto: la acción arranca en un tribunal colonial de  la Nueva Inglaterra de la primera mitad del siglo XVII. Una familia es sentenciada por la justicia puritana que vendría a simbolizar los mismos rudimentos de los Estados Unidos. Así, ellos son expulsados de la colonia, aparentemente por irreconciliables diferencias ideológicas con la comunidad. El castigo parece desmesuradamente severo, ya que ese destierro obliga a la familia a la supervivencia en el ostracismo, a malvivir duramente de la agricultura y la caza en una apartada granja. Pero si bien al principio emprenden su exilio con fortaleza y optimismo, todo parece conspirar en su contra: a poco de instalarse en el bosque su bebé desaparece, y una serie de maldiciones paganas parecen cernirse sobre ellos, minando la unidad familiar.
Antes de los créditos finales un texto informa que tanto la historia como los diálogos fueron construidos mediante escritos de época, principalmente documentos históricos y actas judiciales. Aquí hubo un verdadero trabajo de investigación, contrastable en el desarrollo de la película y en los personajes, en sus motivaciones, en cada una de sus exhalaciones; el enfoque así está provisto de un realismo sobresaliente, desde la dicción de los actores a toda la simbología, cercana a un cristianismo medieval. Una veracidad insólita no sólo para una película de terror, sino para cualquier película, a secas. Es así que, lejos de quedarse en una anécdota de fuerzas sobrenaturales o en un melodrama de disputas familiares, esta sombría ventana al pasado retrotrae a un mundo rural en el que la lucha por la supervivencia es continua y la mortalidad infantil forma parte de la realidad corriente. Por fuera de esto, es plasmado notablemente el cuadro familiar con su propia dinámica de fanatismo, al mismo tiempo respetando la psicología de cada personaje. Bajo el dominio del dogmatismo religioso operan mecanismos de control y exclusión que los vuelven tanto víctimas como reproductores de éstos.
También son perceptibles las formas en que se establecen las relaciones de poder, a nivel extra e intrafamiliar. El director estadounidense debutante Robert Eggers logra trasmitir una sensación de miedo que poco tiene que ver con lo sobrenatural, y más bien con asuntos tan básicos y atávicos como perder a un hijo, pasar hambre, o el derrumbe del pilar esencial que es, en este caso, la fe. Valiéndose de esta sensación de temor constante, la película se las apaña para dar cuenta de cómo surgen los chivos expiatorios, depositarios de todas las culpas y frustraciones. Y como bien se demostrará con perspicacia, éstos no suelen ser precisamente los eslabones más débiles de la cadena sino, por el contrario, los más fuertes.
Hay películas que en vez de valerse de referentes que todo el mundo conoce recurren a otros más recónditos, diferentes e impensables. Que el pensamiento de Michel Foucault sea uno de ellos demuestra la densidad de este sobresaliente relato. Pero La bruja bebe además de otras fuentes: hay puntos de contacto con el cine de Michael Haneke, Ingmar Bergman, Carl T Dreyer y Lars von Trier, sin dejar de ser una película que no podría haber sido concebida más que hoy. Con una fotografía excepcional –filtros oscuros para los exteriores, interiores iluminados con velas–, una música apagada que acompaña al opresivo bosque, y la contención como principal baza para lograr un sostenido suspenso, La bruja es una película imprescindible, no sólo para los cultores del género, sino para cualquier cinéfilo, a secas.

Publicado en Brecha el 3/6/2016