lunes, 27 de marzo de 2017

Un monstruo viene a verme (A Monster Calls, Juan Antonio Bayona, 2016)

Mainstream español

Juan Antonio Bayona quizá sea el director español que saltó al éxito más rápidamente. Para su primer largometraje, la notable El orfanato (2007) obtuvo el padrinazgo de Guillermo del Toro, quien ofició como productor dándole a la película un empujón a nivel de financiación y difusión. A partir de allí el ascenso fue meteórico: Lo imposible (2012) fue una muy lograda incursión en el cine catástrofe que recogía fielmente la experiencia de una familia durante el tsunami del Océano Índico en 2004. A pesar del reparto internacional y de haber sido rodada en inglés se trataba de una superproducción española, pero Summit Entertainment, filial de Fox, se encargó de distribuirla por sus canales. Esta, su tercera película, coproducción española-estadounidense-británica, fue un taquillazo en España pero un fracaso radical en los Estados Unidos. Sin embargo, la crítica anglosajona fue muy favorable a la cinta, dándole un 87 por ciento de reseñas positivas en el sitio Rotten Tomatoes. 
Al comienzo una voz en off explica que Connor, el protagonista, es “un niño demasiado grande para ser un niño de verdad y demasiado pequeño para ser un hombre”. Y es ahí mismo donde se encuentra uno de los más grandes aciertos de la película: el joven actor británico Lewis MacDougall (fue también el protagonista de Peter Pan, de 2015) es formidable, un niño que convence en sus enojos y sus frustraciones y que pareciera estar sufriendo las circunstancias que lo aquejan. Atraviesa duros momentos, obligado a madurar de golpe por su madre tomada por el cáncer, un padre ausente, una abuela con la que deberá convivir y con la que no tiene afinidad alguna, y para colmo, sufriendo un ensañado bullying escolar. La mirada amenazante y escuálida de MacDougall, siempre a medio camino entre la pura tristeza y un dañino resentimiento es uno de los puntos altos de la película. 
No es el único. El monstruo del título es un árbol gigante que se aparece recurrentemente al niño para contarle historias que le ayudarán como enseñanza. Cada una de estas apariciones está bien lograda y cuenta con un notable despliegue de efectos, pero además las historias son recreadas mediante un brillante trabajo de animación artesanal, que juega con motivos de acuarela y manchas de pintura dando forma y fuerza a las fábulas y sus personajes. 
Es curiosa la forma abrupta en que el monstruo hace su primera aparición, y esto es sumamente interesante: por un lado, se ahorra todo el asombro y todos esos tiempos muertos de fascinación que cualquier otra película mainstream hubiese utilizado, ya que el monstruo arbóreo se le aparece al protagonista sin vueltas, y él no da muestras de temor y reacciona hasta con hastío y desinterés por lo que tenga para decirle. Así, ya se señala de entrada que esas escenas fantásticas suceden en el terreno de la imaginación, siendo simplemente la imagen alegórica de la transformación psicológica que afecta al niño en momentos difíciles. Esta alusión directa a lo que es irreal e imaginado anula deliberadamente el suspenso o el miedo que pudiera generar el monstruo, porque va en otra dirección; el foco está justamente en esa dimensión alegórica. Pero ahí surge uno de los problemas: la película es demasiado autoexplicativa en lo que refiere a sus propias metáforas, intenta dar a entender a toda costa que las historias relatadas por el árbol refieren a las circunstancias que el niño atraviesa. Esto no sólo es innecesario –¿a qué otra cosa referirían?– sino que además tanto subrayado termina acotando la lectura. Aún así, estas pequeñas “fábulas” son sumamente interesantes y el espectador debe hacer cierto esfuerzo para interpretarlas. 
Un monstruo viene a verme es cine mainstream que se corre un poco de la monotonía de la categoría en que se ubica. Y es justamente en esas diferencias donde más reluce. 

Publicado en Brecha el 24/3/2017

jueves, 23 de marzo de 2017

Kong: La isla Calavera (Kong: Skull Island, Jordan Vogt Roberts, 2017)

Divertimento con actitud


No es una secuela, ni una remake, ni un spin-off, sino simplemente una nueva versión que vuelve a utilizar un ícono de la cultura occidental. Por fortuna el abordaje se distancia mucho de la ampulosa e interminable –y corresponde decir, de a ratos genial– King Kong (2005) de Peter Jackson. Aquí no hay lugar para la grandilocuencia ni los tiempos muertos; volvemos al espíritu lúdico y pochoclero que caracterizó al cine de clase B de monstruos gigantes en sus más diferentes acepciones, sean los kaiju-eiga (Godzila (1954), Mothra (1961), como sus pares estadounidenses (Tarántula –1955–, La isla misteriosa –1961–, entre tantos otros). Divertimentos en los que poco importaba la alegoría, la psicología, la carga emocional o las líneas de diálogo, porque al fin y al cabo se trataba de sembrar el pánico mediante monstruos gigantes.  
A una exótica isla del Pacífico llega una expedición de exploradores y soldados. Es el año 1973, plena crisis de Vietnam y de la administración Nixon. La Guerra Fría y la carrera por la supremacía llevan a que el equipo sea enviado en una misión de reconocimiento, antes de que lo hagan los rusos. Pero enseguida la aventura se convierte en un llano enfrentamiento contra toda clase de criaturas monstruosas. 
La isla Calavera es, a partir de entonces, una explosión de colores y de sonido, un espectáculo palpitante y un divertimento desacatado de helicópteros contra el mono gigante, de hombres contra bichos, contra pajarracos y lagartos, de soldados contra Kong y de este último contra un lagarto gigante. Poco importa más que estas vibrantes escenas de acción, razón de ser de la película y donde está puesta toda la carne en el asador. Lo demás es principalmente relleno, actores inmensos como John Goodman, John C Reilly y Samuel L Jackson trabajan como en piloto automático, aunque cierto es que le agregan cierto encanto al asunto. El guión no se sale de lo estándar pero funciona, los diálogos son algo anodinos y la metáfora simple pero por ello muy secundaria: ni bien llegan los humanos se encargan de bombardear bien y de refrescarlo todo con napalm antes de siquiera poner un pie en la tierra, lo cual ya mueve al (obvio) cuestionamiento de quién es realmente el monstruo. La llegada de los soldados y su lucha injustificada contra King Kong genera un desequilibrio: los reptiles subterráneos de la isla, al no ser ya dominados por el mono gigante, comienzan a apoderarse de todo. En este plan, esos monstruos, más terribles e incontrolables, podrían ser leídos como el vietcong o, si se quiere, como el terrorismo islámico de hoy, resultado colateral de los destrozos provocados por las potencias intervencionistas. 
Pero como decíamos, lo preponderante es la acción, y qué pedazos de escenas de acción. Una inagotable sucesión de cataclismos notablemente orquestados que se imponen sin respiro. Los riffs de Black Sabbath resuenan entre el fuego y las explosiones, y las astas de los helicópteros se acompasan en un notable juego musical que homenajea a Apocalipsis Now. Los monstruos son todo lo desagradable que cabría esperar y las contiendas, de lo mejor que ha dado el subgénero. Pero lo más interesante es que el joven director Jordan Vogt Roberts (autor de la notable The Kings of Summer) imprime a la película un humor cinematográfico notablemente contrapuesto a la seriedad imperante, marcando un estilo y una personalidad propias. Ya sea en el muñequito de Nixon que se sonríe ante toda la debacle, como en los festines de calamares gigantes y de humanos a los que se aboca el rey Kong, La isla Calavera marca su festejante diferencia respecto al resto de las superproducciones actuales.

Publicado en Brecha el 17/3/2017

miércoles, 15 de marzo de 2017

Logan (James Mangold, 2017)

Violencia achacosa 
 

Los westerns crepusculares eran películas de corte melancólico donde los protagonistas, veteranos de mil y una batallas, se aprestaban, exhaustos y muchas veces a regañadientes, a una última misión. La idea era sacársela pronto de encima para luego retirarse de una vez por todas y así poder llevar una vida más apacible. En el clásico Shane (1953), de George Stevens, el personaje interpretado por Alan Ladd pretendía asentarse en una granja, pero el despotismo de un ganadero de la zona lo forzaba a continuar utilizando las armas. 
En Logan la referencia a ese clásico es explícita –varios personajes lo ven en un televisor, y lo comentan–, y los puntos en común entre ambos filmes no son pocos. En los dos existe una relación particular entre el veterano y un niño, cuyo legado natural parecería ser seguir los mismos violentos derroteros. De un lado de la ecuación está el héroe abatido, culposo, internamente destrozado, del otro, un retoño lleno de vitalidad, que lo sigue con fascinación e idolatría. El veterano es consciente de ser una pésima influencia para el niño, pero no puede salirse de su naturaleza. En este caso se trata de una niña, una mutante de poderes similares a los del protagonista. Pero Wolverine (notable Hugh Jackman) no quiere saber nada con nadie; viviendo de incógnito, trabajando como chofer de limusina e intentando llevar lo más dignamente posible sus últimos tramos de vida, se le cruza en medio del camino una situación dramática y una responsabilidad ineludible, así como la imposibilidad de seguir su inercia vital. 
La película obtuvo la calificación R en Estados Unidos, lo que significa que los menores de edad pueden ingresar a las salas sólo con la compañía de un adulto guardián. En Uruguay esta calificación se tradujo en la prohibición a menores de 18, y razones no faltan. La violencia explícita ya justifica la calificación; abundan los desmembramientos y todo tipo de destrozos de cuerpos. Una de las escenas más sorprendentes, y sí, también de las más bellas, tiene lugar cuando la niña mutante aparece cargando con la cabeza recién extraída del cuerpo de un militar, y la arroja desafiante al resto de sus contendientes. Pero no es lo único; también hay algún desnudo femenino parcial y, sobre todo, mucho consumo de sustancias: tanto el protagonista como el legendario Charles Xavier (Patrick Stewart) necesitan drogarse casi continuamente, sea para soportar los achaques de la vejez como para mantener controlados sus más peligrosos impulsos. En una escena clave, Logan se inyecta un suero verde que le causa el mismo efecto que las espinacas a Popeye, pero en este caso bajo la advertencia de que una sobredosis de la sustancia puede ser mortal. 
Nunca se había visto una película de superhéroes tan nihilista, melancólica e implacablemente triste. Es toda una novedad y un verdadero salto cualitativo en comparación con lo que se venía viendo. Por fortuna el director James Mangold (Johnny y June, El tren de las 3.10 a Yuma) trae a tierra a Logan alejándola de los peores vicios de las películas del género: la simpatía forzosa, la verborragia chistosa, las demoliciones a gran escala y las amenazas de destrucción total de la Tierra (o del universo, qué más da). En cambio se concentra en una historia pequeña, sentida, con el foco en los personajes y su convaleciente humanidad. 

Publicado en Brecha el 11/3/2017

martes, 7 de marzo de 2017

Los documentales de Maite Alberdi

Cine nutrido de realidad

Se estrenó en Cinemateca Pocitos el brillante documental “La once”, de la joven cineasta chilena Maite Alberdi. Aunque aún breve, su filmografía tiene varios elementos en común, sobre todo la excelencia. Considerando, además, que “Los niños” –su tercer largometraje– será estrenado en julio, conviene advertir sobre una directora que vale la pena conocer. 

 


Su nombre comenzó a resonar en Montevideo cuando tuvo lugar el estreno de su ópera prima, El salvavidas, durante las jornadas de la edición 2012 de Doc Montevideo. Fue por lejos el mejor documental presentado durante esas jornadas, no sólo por su singular temática –básicamente se centra en un rescatista que lleva a cabo su labor sin meterse nunca en el mar– sino por un sorprendente registro documental que en ningún momento lo parece. La naturalidad con que los personajes se desenvuelven ante cámaras, un llamativo y constante humor, la profundidad temática y un desenlace completamente inesperado, revelaban una aproximación cautelosa y perseverante, un esmerado rodaje y un soberbio trabajo de edición. 
Alberdi tenía sólo 29 años cuando el estreno de El salvavidas en el Festival de Valdivia. La película se llevó el premio del público (algo llamativo por tratarse de un documental) y tuvo gran aceptación en otros festivales del mundo. La cineasta fue reconocida en su país como una de las grandes revelaciones del cine nacional, y de las más jóvenes. Lo que no estaba del todo claro era que un estilo tan autoral y peculiar como el que se percibía en su debut se continuara en sus siguientes películas, y es algo que afortunadamente pudo confirmarse con el paso del tiempo. 
El salvavidas fue rodada durante tres años, y para el momento de su edición contaba con 150 horas de material bruto. De esta manera puede comprenderse, en parte, tan notable resultado; se trata por un lado de una aproximación que, de tan persistente y continuada, “invisibiliza” las cámaras ante los veraneantes y los mismos salvavidas; y por otro de una rigurosa selección de material que, además de presentar la temática con naturalidad, aporta ritmo y una suerte de narrativa “humorística” donde se revela la idiosincrasia del chileno veraneante. Pero el trabajo de hormiga ya era algo presente antes del rodaje: Alberdi se entrevistó con 180 salvavidas hasta dar por fin con el que más le interesaba: un hippie de rastas que, paradójicamente, era un individuo sumamente disciplinado. Silbando canciones de Michael Jackson y paseándose a lo largo de El Tabo, una de las playas más peligrosas de Chile, impone su presencia a fuerza de silbato, y defiende radicalmente la filosofía de que “es mejor prevenir que curar”, al punto de no entrar nunca al agua. Su precarizada labor obedece a que sus jefes, los vendedores ambulantes (quienes ganaron la licitación para administrar esa playa) lo contratan pagándole lo mínimo y sin facilitarle ningún implemento. Pero aun bajo esas condiciones se trata de un fundamentalista de las normas, empeñado en aplicarlas a rajatabla. 
Lo interesante del planteo es que un personaje tan atractivo y de contradicciones tan evidentes comienza a revelar, en su accionar, elementos sumamente llamativos. Entre ellos el desprecio, la rivalidad y el territorialismo respecto de otro salvavidas, uno que no es ni la mitad de riguroso que él pero que la misma película se encarga de demostrar que sí resulta ser muy útil en los momentos clave. Alberdi logra una increíble aproximación a un perfil peculiar, y su relato es elocuente acerca de las diferencias entre las construcciones teóricas y la práctica, entre el discurso y la acción, entre las poses y las verdaderas posturas vitales. El abordaje deja que el espectador infiera y se explique un perfil psicológico tan complejo como profundamente inquietante, y que plantee además sus propios juicios éticos. 
 

Es en este registro de documental que se asemeja a la ficción, con personajes que parecieran seguir un guión predeterminado, que puede ubicarse La once. El título refiere a la forma en que en Chile se denomina comúnmente a la merienda; la leyenda cuenta que el término proviene de la época en que los mineros se escapaban de su trabajo a la tarde a tomar té con aguardiente. La palabra “aguardiente” tiene 11 letras, y la clave para que sus jefes no supieran que iban a tomar alcohol era decir que salían a tomar “la once”. Un grupo de ancianas de clase alta (“cuicas”, se les diría en Chile, “pitucas” en Uruguay) se reúne mensualmente a tomar té para contarse intimidades, evocar tiempos pasados, cantar, agasajarse con masas y tortas, ver partidos de fútbol. Es una oportunidad también para plantear sus miedos, sus problemáticas vitales, y para servirse de apoyo mutuo. Nacidas alrededor de 1930, fueron juntas al colegio y desde entonces no han dejado de verse. Eso sí, su número ha ido disminuyendo con los años: el grupo se ve cada vez más reducido; “nos hemos ido mermando”, dicen en varias ocasiones, viéndose incluso en la necesidad de “reclutar” otras amigas de fuera de su círculo, para evitar ser tan pocas. 
La acción comienza cuando las protagonistas festejan los 60 años de egreso de la secundaria, y el registro se extiende durante cinco años más. El abordaje es íntimo: planos detalle de las esmeradas y elaboradas tortas, de las pomposas teteras, de la campanita utilizada para llamar a la empleada –una “nana” de rasgos mapuches que las atiende–, se alternan con una aproximación a las interlocutoras, casi exclusivamente en primeros planos, volviendo al espectador partícipe de esas conversaciones. La sensación es la de presenciar una costumbre extinta, de asomarse por una ventana a un pasado de valores diferentes y a señoras criadas para ser buenas amas de casa, con sus particulares formas de vivir, de pensar y también de desahogarse. La merienda, o mejor dicho “la once”, lejos de ser un encuentro superficial e irrelevante, supone un momento de intensa descarga emocional. 
A muchos espectadores en un principio podría causarle rechazo este tipo de reuniones de señoras, pero el abordaje de Maite Alberdi es notable, si bien el registro observacional toma cierta distancia de ellas y sus opiniones, no se trata de una mirada desde la vereda de enfrente, sino de un abordaje inmersivo, que observa desde adentro, no sin cierta empatía (una de ellas es la abuela de Alberdi) y con ferviente afán antropológico. Enseguida las temáticas conversadas, así como ciertos “desencuentros” ideológicos entre estas señoras, captan inevitablemente nuestra atención. Este círculo es el relato vivo de una época y de una clase, y puede ser visto como un paradigma del conservadurismo chileno, aunque con matices; si bien la abuela de Alberdi parece representar su costado más liberal –en determinado momento comenta su simpatía hacia la película La vida de Adèle–, las demás dejan escapar típicos brotes clasistas, racistas y profundamente reaccionarios, como cuando una de ellas le replica que los homosexuales tienen derecho a vivir pero que no deberían “hacer ostentación de su problema”. Lo interesante es que detrás de sus notorias y profundas contradicciones se entrevén también sus sueños, sus asideros vitales, su mirada hacia los cambios sociales de las últimas décadas y hacia la sombra de la enfermedad y la muerte, que, ineluctable, se cierne sobre ellas. 


Como en El salvavidas, Alberdi utiliza las historias que el paso del tiempo va construyendo en la realidad misma. Durante cinco años el grupo cambia radicalmente, las preocupaciones se transforman, el Alzheimer marca sus huellas durante un episodio y el cáncer se convierte en tragedia. En este devenir, la directora demuestra, una vez más, ser una de las mejores creadoras de personajes del cine documental actual, dotándolos asimismo de una evolución dentro del relato. Sobre el final las emociones se imponen, y esas mismas mujeres que pudieron haber causado rechazo, conmueven, perduran y se vuelven disparadoras de profundas reflexiones. 

Publicado en Brecha el 3/3/2017

viernes, 3 de marzo de 2017

Ganan las negras


La ceremonia no podría haberse coronado de forma más sorprendente. Hay veces que los errores humanos se conjugan, contra todas las probabilidades, en momentos mágicos, irrepetibles. El “problema” podría haber ocurrido en cualquiera de las 30 categorías, pero tuvo que darse justo en el clímax final de la noche, cuando la entrega de las estatuillas a mejor película. Y lo más grave fue que, luego de que se entregaran los galardones a la película equivocada, sus productores ya estaban agradeciendo, evocaban los sueños hechos realidad, mientras los trajeados con micrófonos “cucaracha” de la organización revoloteaban a su alrededor. Uno de ellos asumió la dura responsabilidad de decirles a los “victoriosos” que la Academia había cometido un error mayúsculo, y que los ganadores no eran ellos, sino otros. Aunque estén relativamente exentos de responsabilidad (ella cometió el error de leer en voz alta lo que atinó a ver en la tarjeta, él de no verbalizar su confusión a tiempo), Warren Beatty y Faye Dunaway ya renovaron su inmortalidad en el imaginario colectivo, y quizá mucho más que por sus papeles en Bonnie and Clyde (que a esta altura pocos deben de recordar). No importa que la responsabilidad no haya sido de ellos: fueron las caras visibles durante un bochorno épico, inolvidable. 
No fue el único error que la Academia cometió a lo largo de la noche. En la sección “In memoriam”, en la que se recordaron las figuras del cinematógrafo fallecidas durante el último año, se sucedieron varias fotos; entre ellas se rendía homenaje a Janet Paterson, fallecida diseñadora de vestuario australiana. Pero quienes elaboraron el video se equivocaron de fotografía, colocando junto al nombre el rostro de Jan Chapman, productora también australiana que está perfectamente viva y lozana. Chapman inmediatamente escribió un mensaje a la revista Vanity en el que señalaba el error. “Estoy devastada por el uso de mi foto en lugar de la de mi gran amiga (...) Janet tiene una gran belleza y ha sido cuatro veces nominada a los Oscar, y es muy decepcionante que el error no se haya resuelto”, aseguró. De todos modos, más allá de la incomodidad de que algunas personas den por muerto a alguien que no lo está, se trató de una minucia en comparación con el mayor imprevisto de la historia de las premiaciones. 
El responsable ya fue señalado, y es probable que ruede su cabeza y que no la tenga nada fácil de ahora en adelante. Quizá en el hecho de que sean sólo dos los conocedores de los nombres de los ganadores –por esa manía de la absoluta confidencialidad–, y de que sean ellos mismos los responsables de retener los sobres y entregarlos a los presentadores, esté la clave de lo sucedido. Sea cual fuere la causa, el episodio podría verse como un alivio para cualquiera que tenga un trabajo de gran responsabilidad: en la premiación más popular del planeta también los seres humanos cometen errores garrafales.
Pero hay algo mucho más interesante en este episodio, y es el valor simbólico que puede atribuírsele. Con mucha razón se venía diciendo que esta ceremonia iba a ser la más integradora e inclusiva de los últimos años, algo que se reflejó no sólo entre los nominados sino también en los ganadores: dos premios a actores negros (de los cuales uno es musulmán), al documental OJ. Made in América (donde el racismo es un tema central) y a la película iraní El viajante. Pero lo más fuerte es ese sorpresivo desenlace: Moonlight le arrebató (literalmente) las estatuillas a La La Land. Las piezas blancas que festejaban su triunfo en el escenario fueron comidas por las negras, para regocijo de muchos y horror de tantos otros. 
En cuanto a los productores de La La Land, no deberían amargarse tanto, la viralización del episodio les dio una visibilidad inesperada. Y de hecho pasarán a la historia por ser los primeros y únicos en haber recibido un Oscar… y luego perderlo. 
 De entre los ríos de tinta que suscitó el episodio me quedo con la reflexión que la brillante crítica de cine neerlandesa Dana Linssen publicó en su muro de Facebook, a pocas horas de lo sucedido: “Estoy muy feliz por el Oscar a Moonlight. Y tan feliz de que sea real. Pero por un segundo pensé que lo que sucedía era real también, y me refiero a realmente real, no a una falsa realidad alternativa que ocurre más allá de la realidad, sino a la realidad de un mundo carente de sentido pero igualmente hermoso. Warren Beatty y Faye Dunaway anunciando como mejor película a La La Land y entonces el productor Jordan Horowitz y las personas de Price Waterhouse Coopers anunciando como mejor película a Moonlight, y entonces pasan a ser dos las mejores películas. Estoy bastante segura de que en todo el caos y la confusión escuché a alguien decir: ‘Vamos a dar un Oscar a todos’. ¿Y qué si eso también hubiera pasado? No como un error o como una broma, o alguna forma de ironía superior, sino como algo que simplemente sucedió y todo el mundo improvisó y siguió de largo y fue feliz de que hubiera Oscar para todos. Ahora, lo que me molesta es esto: por supuesto Price Waterhouse Coopers ‘investigará’ y probablemente encontrará a alguien responsable de la culpa y la vergüenza, y lo despedirá. Qué conveniente. Pero la pregunta es: ¿cómo y por qué es tanto lo que está en juego? ¿Ustedes despedirían a alguien que cometió un error como ese? Piensen en eso por un segundo: podríamos vivir en un mundo en el que a veces sí sucederían cosas tontas, y de las que luego podríamos reírnos. Juntos”. 

Publicado en Brecha el 3/3/2017