viernes, 29 de marzo de 2019

La Ciambra (A Ciambra, Jonas Carpignano, 2017)

Nosotros contra el mundo 


Puede interpretarse como una influencia tardía del neorrealismo italiano, aquel movimiento cinematográfico que revolucionó el cine social mundial durante las épocas de posguerra. Como sea, se trata de un resurgir aún no bautizado de un cine entrañable, comprometido y directo, que viene dando películas brillantemente logradas, con un realismo casi documental y un fuerte contenido humanista. Alice Rohrwacher (Las maravillas, Lazzaro Felice), Tizza Covi y Rainer Frimmel (La pivellina, Míster universo) han dado obras brillantes en los últimos años, a las que hay que sumar las logradas por el director Jonas Carpignano (Mediterránea, La Ciambra). Nacido en Estados Unidos, este cineasta de 35 años viene recibiendo un sinfín de premios en festivales y es una de las nuevas promesas del cine mundial. A Ciambra fue originalmente un cortometraje de 2014, centrado en la vida marginal y delictiva de un niño gitano. El cineasta describía allí la vida en la comunidad gitana ubicada en la localidad Gioia Tauro, en la Calabria, en el sur de Italia. Esta zona, también conocida por sus pobladores como la Ciambra, es un sitio en el que hoy se concentra, además, una numerosa comunidad de refugiados africanos. 
Esta sobresaliente película, en la que Carpignano contó con la colaboración cercana de Martin Scorsese como productor ejecutivo, más que una remake vendría a ser una ampliación de ese universo planteado en el corto original, y expande ese submundo que tanto rechazo y desagrado causa a grandes sectores de la población, esos que justamente asocian las comunidades gitanas con el desvalijamiento de casas, el desguace de autos, el robo de valijas en los trenes. Colocando el dedo en esa llaga, La Ciambra nos ofrece la perspectiva opuesta, tomando como protagonista a un muchacho que, luego del encarcelamiento de su padre y de su hermano mayor, debe abastecer a su familia. Nada en la rutina del adolescente Pio parece escapar a las actividades clandestinas o delictivas: si ya resulta chocante ver a niños fumando, es más impresionante aún observar otros aspectos de sus vidas, que se encuentran en las antípodas de la de cualquier adolescente perteneciente a otros estratos económicos, y parecen girar en torno a las apuestas, el hurto de cables de cobre y de energía eléctrica, la colocación o el menudeo de artículos robados. En uno de los escasos momentos de esparcimiento que tiene el protagonista, él mismo debe postergar su acercamiento a una muchacha que le gusta para atender otro tipo de problemas, más acuciantes. 


Al igual que el director japonés Hirokazu Kore-eda en Shoplifters, Carpignano da cuenta de las necesidades, los apremios, las estrategias de supervivencia en un entorno marginal. Pero su estilo es más sucio y desprolijo, con una cámara inquieta y movediza e interiores en habitaciones pequeñas atestadas de personajes que hablan sin parar, tomas cercanas y un montaje fragmentado. En los exteriores, focos a menudo difusos exhiben el asentamiento repleto de chatarra y basura, convirtiendo ese caótico universo en una atmósfera vívida, con personalidades sólidas e indiscutiblemente auténticas: el cuadro familiar gitano está compuesto por no-actores que se interpretan a sí mismos. En la película de Kore-eda se representaba un núcleo familiar olvidado, instalado a la sombra de una sociedad que lo ignora; La Ciambra, en cambio, muestra personajes abiertamente combatidos, sea por los carabinieri que llegan para arrestarlos o imponerles multas impagables, por los grupos de ultraderecha que aparecen en la noche para incendiar sus viviendas o por las mafias zonales –los “italianos”, como ellos mismos los llaman–, que les cobran dinero a cambio de una convivencia pacífica. Así, los gitanos viven en abierta oposición con el resto del mundo. Sólo con los inmigrantes africanos podría pensarse un vínculo armónico y de cierto respeto; sin embargo, la película expone notablemente cómo estos últimos son discriminados y destratados por los mismos gitanos, quienes hasta parecen querer hacer valer su derecho de piso a los recién llegados.

Publicado en Brecha el 22/3/2019

viernes, 22 de marzo de 2019

El fenómeno Netflix

Amigable, oportuno, y nefasto 



Nadie puede negar o ignorar sus ventajas: una plataforma absurdamente barata, carente de publicidad, con buena calidad de imagen y sonido, con una interfase “amigable” –la pueden usar sin dificultad tanto niños como adultos mayores– y una programación que ofrece películas y series para ver en el acto y sin esperas. Netflix parecería haber dado con una fórmula difícilmente superable, y no es de extrañar que en la era de la “inmediatez” haya sido exitosa. Las últimas cifras hablan de 150 millones de suscriptores en todo el mundo. El año pasado un estudio canadiense señalaba que la plataforma consume un 15% del ancho de banda global de internet. 

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Es lógico y comprensible que una multinacional que arrasa con ganancias millonarias suponga una competencia desleal para un sinfín de personas. Una de las primeras empresas en sucumbir ante su crecimiento fue nada menos que la cadena de Blockbuster Video, la cual ya venía bastante cascoteada cuando Netflix logró noquearla con un último guantazo que la sacó de competencia en 2013. Pero no son pocos los enemigos acérrimos de Netflix que ven su existencia en jaque: canales de cable, de televisión, redes Premium se ven en la disyuntiva de adaptarse a los cambios dictados por las nuevas tecnologías, o sucumbir. Pero el monstruo es grande y pisa fuerte, y ahora no está solo: nuevos servicios de streaming por suscripción como Hulu y Amazon Prime se inspiraron en el modelo Netflix y buscan sacar también su tajada del mercado. 

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El fenómeno es tan masivo y arrollador que hasta los viejos imperios tiemblan. Hoy la contienda la están dando las salas de cine tradicionales, quienes temen por la desaparición de hecho de los “períodos ventana”. Normalmente, las películas que son exhibidas en salas gozan de un período de exclusividad, durante el cual no están disponibles en otras plataformas o canales. Cuando la principal alternativa a las salas eran los videoclubes, ese período era de aproximadamente tres meses, pero la ventana fue reduciéndose a medida que ellos fueron desapareciendo, cuando la piratería se convertía en un hecho y comenzaron a proliferar las ofertas de streaming. Pero estos períodos –hoy reducidos en muchos países– aún sirven para que el estreno, la “novedad” pase un tiempo sólo en pantallas de cine, sin competencias caseras. Las “ventanas” les garantizan a las salas un período de ganancias, pero además se cree que, si ellas dejasen de existir, las salas tradicionales perderían su público e incluso desaparecerían. La idea actual de Netflix es reducir estas ventanas a su mínima expresión, y se encuentra en una puja permanente por lograrlo. Algunos exhibidores del mundo se han resignado y redujeron este período ventana, pero otros se han negado rotundamente, al punto de que, en países como Brasil o México, las proyecciones en salas de la película Roma fueron sumamente escasas. 

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Hace un par de semanas, en la conferencia de prensa que Carlos Sorín dio en el marco del Festival Internacional de Cine de Punta del Este, el cineasta independiente argentino sorprendió a los presentes quebrando una lanza en favor de Netflix. En rigor, los elogios iban dirigidos para Roma, de la que el cineasta se declaró fan, pero agregó que, como espectadores, tendríamos que estar agradecidos a la plataforma digital, ya que, sin ella oficiando como productor, la película no habría existido. 

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Desde hace unos años Netflix amplió su negocio y se ha vuelto un gran productor de series y películas. Y en un momento en que Hollywood pareciera cada vez más enfrascado en el monótono mundo de los superhéroes, las remakes, las secuelas, los reboots y las spinoffs, Netflix apunta a un espectro más amplio, inyectando incluso cifras millonarias a emprendimientos arriesgados y diferentes. Netflix pone algunas de sus fichas atendiendo a un público diverso, y esto no es nada desdeñable considerando el mapa de la producción mundial. Últimamente se habla especialmente de Roma, pero otras “originales de Netflix” son las notables La balada de Buster Scruggs, Errementari, El apóstol, Hold the Dark, Okja, Flavors of Youth, Beasts of No Nation, El juego de Gerald, Shirkers y un largo etcétera que incluirá The Irishman, próximo filme de Martin Scorsese. 

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Hasta ahora ningún cineasta, productor o guionista ha desmentido el hecho de que Netflix les da libertad absoluta en el proceso creativo de las películas que produce. Esto no es menor, considerando cómo la industria de Hollywood a lo largo de la historia ha moldeado, alterado, amputado, o directamente arruinado buenas ideas, así como carreras de grandes cineastas, quienes en definitiva no pudieron contrarrestar las presiones y las “sugerencias” orientadas a asegurar las ganancias y preservar el dinero invertido. En este sentido, Netflix sería el productor “ideal”. Por si fuera poco, un cineasta independiente cuenta con el plus de que, una vez terminada la película, podría despreocuparse de parte del engorroso trabajo de distribución de la película. Netflix, a través de su propia plataforma, se encarga de una parte más que considerable de esta difusión y distribución. 

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En muchos casos, la oferta a cineastas por parte de Netflix es conveniente o, por lo menos, tentadora. Pero tiene también sus desventajas: los grandes festivales de cine no permiten que en sus competencias oficiales participen películas que no sean estrenos exclusivos, e incluso suelen impedir su ingreso para el resto de sus secciones paralelas (esto tiene su lógica: qué sentido tendría esforzarse por conseguir una película que ya puede verse en los hogares). Los cineastas y productores de esta manera se pierden de proyectar allí sus películas y de la difusión que podrían darles las alfombras rojas, las conferencias de prensa y la cobertura mediática. Netflix no tiene una contrapartida para esta ausencia y, de hecho, en su plataforma tampoco les da visibilidad a los autores. En las películas presentadas aparecen en primera instancia una imagen y un título a los que cliquear, y si se busca más información podrá darse con una ficha mínima que presenta una sinopsis, algunos nombres del elenco y etiquetas genéricas. Sólo avanzando a la pestaña de “detalles” se puede acceder a los nombres del director y guionista, pero es de suponer que un porcentaje ínfimo de los usuarios accede a estos datos. Además, cuando al final de una película corren los créditos finales, la plataforma automáticamente minimiza la ventana ofreciéndole al usuario la opción de ver otra cosa. De esta forma, no sólo los nombres de cineastas y guionistas quedan ocultos, sino todo el equipo técnico, es decir, las personas que hicieron posible esa película. 

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Cualquier cinéfilo estará de acuerdo con la afirmación de que la programación de Netflix no es buena, y que se agota demasiado rápido. Si hoy mismo escribimos en su buscador “Alfred Hitchcock”, “Robert Bresson”, “Federico Fellini”, “Akira Kurosawa”, “Luis Buñuel” o “Ingmar Bergman”, el resultado será idéntico en todos los casos: ninguna película disponible en el catálogo. 

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En su cuenta de Twitter, Netflix posteó: “Amamos el cine. Aquí algunas cosas que también amamos: –El Acceso para las personas que no siempre pueden pagar una entrada, o que viven en localidades sin cine. –Dejar que todos y en cualquier parte del mundo pueda disfrutar de los estrenos al mismo tiempo. –Dar a los cineastas más vías para mejorar el arte. Estas tres cosas no son mutuamente excluyentes”. Es difícil no estar de acuerdo con el primer punto. La plataforma lleva y facilita sus contenidos a sitios en donde quizá ni existan cines. Es verdad que internet y muchos sitios especializados también lo hacen de manera similar y hasta con mejores y más variadas ofertas, pero el formato “amigable” de Netflix y su masividad vuelve a ciertas películas (por ejemplo, Roma) más cercanas a mucha gente que quizá no conozca otras vías para verla. Ahora bien, esta “virtud” democrática no es tan compartible en el punto siguiente, referido a la simultaneidad del estreno. Lo cierto es que es probable que poco o casi nada cambiase a los usuarios de Netflix ver esas películas en el mismo momento de su estreno mundial o tres semanas después. Esas tres semanas serían el tiempo suficiente para que esa “ventana” exista, y permitiría a los cines proyectar la película antes de que se vuelva accesible para todo o casi todo el mundo. En ese pequeño margen es que Netflix se niega a dar el brazo a torcer. 

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Es por todas estas razones que es difícil tomar una postura determinante respecto a Netflix. Se vuelve necesario analizar el fenómeno en toda su complejidad, y sí, asumir que es una nueva realidad de hecho, y que va a quedarse por tiempo indefinido; seguramente, hasta que aparezca otro monstruo que acabe de la noche a la mañana con su reinado. Pero no es recomendable olvidar su perfil de multinacional que atropella y destruye todo lo que hay en su camino: sería incalculable la cifra de cuántas personas en el mundo perdieron sus trabajos debido a Netflix, aunque sería interesante conocerla. Como en tantos otros casos de grandes cadenas que se instalan en un país, es de rigor que los gobiernos estudien sus comportamientos, no sólo para cobrarles impuestos, sino además para eventualmente legislar, ya sea para restringir sus capacidades o para mediar en conflictos que pueden comprometer a sectores enteros de la producción nacional. A fines del año pasado trascendió la noticia de que el gobierno mexicano le exigirá a Netflix que en su programación ofrezca al menos un 30% de series y películas nacionales; tan sólo un ejemplo de cómo, con voluntad y un mínimo de creatividad, puede utilizarse la política para favorecer y estimular, en cierta medida, algo de la propia cultura.

Publicado en Brecha el 22/3/2019

jueves, 14 de marzo de 2019

Suspiria (Luca Guadagnino, 2018)

Más es menos 


Suspiria (1977) es una película de culto, una de las mejores cintas de su director Dario Argento y, asimismo, uno de los puntos más altos del giallo italiano, una corriente del cine de explotación que en los años setenta logró al mismo tiempo dar escenas de extrema truculencia −nunca se había visto tanta sangre en el cine− y aportarle al terror un toque artie, con ciertos refinamientos en la puesta en escena. Suspiria fue la primera entrega de una “trilogía de las madres”, compuesta también por Inferno (1980) y La madre del mal (2007). 
No deja de ser sorprendente que el director Luca Guadagnino, quien acababa de cosechar el éxito de su carrera con Llámame por tu nombre, se haya arrojado a un emprendimiento por encargo, sumergido en un cine de terror gore y alejado de terrenos más prestigiosos y socialmente aceptados. Es verdad que la oferta debió de haber sido tentadora: la plataforma Amazon, gran competidora de Netflix en lo concerniente en trasladar el cine a las casas, invirtió buena parte de los 20 millones que insumió el proyecto, una cifra especialmente abultada para los presupuestos habituales del género. 
La historia base es similar a la Suspiria original: una bailarina estadounidense acude a una academia de baile en Alemania con la intención de perfeccionar sus estudios. Paulatinamente, comenzará a darse cuenta de que el personal de la institución está vinculado a misteriosas desapariciones de chicas, y que configura un perverso y poderoso aquelarre. Pero aquí se acaban los puntos en común. Son excesivamente notorias las pretensiones de hacer de esta una película “despegada” de una simple historia de terror: escenas de coreografías de baile, vestuarios ostentosos, una sobrecargada dirección de arte, la decisión de utilizar a Tilda Swinton en tres papeles diferentes (aunque, de tanto látex que lleva encima, sólo es posible reconocerla en uno de ellos) y un montaje de a ratos fragmentado que alterna bellos exteriores, esmerados planos detalle y una sórdida simbología. 
Pero este aire ampuloso es más patente en la sobreabundancia de tramas presentadas: a diferencia de la primera Suspiria, aquí la acción no se ambienta en Friburgo, sino en Berlín, lo cual deja en claro la necesidad de aportarle a la historia un contexto histórico y social. El año es 1977 y la ciudad aún está dividida en dos bloques, la banda Baader-Meinhof inquieta a la población con sus actos de terrorismo y un avión de Lufthansa es secuestrado por agentes palestinos. Por si las referencias fuesen pocas, el psicoanalista de una alumna anterior vincula la anécdota con los horrores pasados del nacionalsocialismo. En esta mezcolanza, las seguridades (y el interés) se pierden: si la sordidez del aquelarre es una metáfora de los fantasmas del nazismo, de la socialdemocracia en el poder o de la insurgencia revolucionaria de la Facción del Ejército Rojo, es algo tan vago que queda librado al gusto del consumidor. Al respecto, la película no dice nada sustancial ni parecería ofender a nadie, ya que pretende ser una gran alegoría, a partir de la cual cualquier analogía podría ser válida. Incluso, ciertas referencias igualmente sutiles a las injusticias de género suponen un devaneo con el feminismo, aunque sin la garra ni la convicción necesarias. 
Es verdad que hay escenas difícilmente olvidables y originales –como el logrado montaje paralelo en el que la protagonista baila y, en otra habitación, simultáneamente otra chica es golpeada y deformada–, pero éstas se pierden dentro de esta acumulación de subtramas, y de un excesivo metraje.

Publicada en Brecha el 8/3/2019

viernes, 8 de marzo de 2019

Somos una familia (Shoplifters, Hirokazu Kore-eda, 2018)

Marginalidad y belleza 


Es probable que unos cuantos cinéfilos uruguayos estén iniciando hoy su culto por la obra del director japonés Hirokazu Kore-eda, ya que poco de su cine se había conocido en este país. Pero ahora mismo conviven en cartelera dos de sus películas, Nuestra hermana menor y Somos una familia. La Palma de Oro en Cannes (máximo galardón del prestigioso festival) para esta última seguramente haya sido una oportunidad para efectivizar el estreno de la primera, una película de 2015 que, en realidad, no era la anterior del cineasta, sino que hubo otros dos grandes largometrajes (El tercer asesinato, de 2105, y Después de la tormenta, de 2016) entre ambas. Como sea, Kore-eda viene filmando desde hace décadas obras sobresalientes, entre las que también se destacan After Life (1998), la increíble Nadie sabe (2004) y Still Walking (2008). 
El título “Somos una familia” es una opción medianamente aceptable para un juego de palabras intraducible del japonés (el significado de “manbiki kazoku” difiere según la interpretación verbal o su lectura en kanji) que refiere al mismo tiempo a una “familia unida” y a un “robo en familia”. Y la esencia del filme tiene que ver con ambas significaciones: se trata de un grupo familiar improvisado, un rejunte de marginados que conviven bajo un mismo techo, en una vivienda precaria, perdida a la sombra de las grandes estructuras edilicias de Tokio. Estos personajes malviven obteniendo magros ingresos de trabajos zafrales o irregulares y del robo de alimentos y otros productos básicos en tiendas y supermercados. Cuando deambulando por la calle se encuentran con una niña pequeña hambrienta y semiabandonada, deciden hacer lo que presumiblemente han hecho ya varias veces: adoptarla y convertirla en una más de ellos. 
Es así que Hirokazu Kore-eda utiliza sus recursos para generar una atmósfera con aires de documental, introduciéndonos a un micromundo en el cual la informalidad y la clandestinidad se articulan con un sistema de valores propio, que difiere en pequeños detalles de los de las familias tipo, pero que igual es perfectamente comprensible y hasta lógico. Los personajes siguen ciertos códigos autoimpuestos como no robarle a los pequeños tenderos o enseñar a los niños el arte del “descuidismo” para que sientan el orgullo de estar aportando algo para la familia. Kore-eda no sólo evita juzgarlos, sino que se aleja de toda clase de paternalismo o miserabilismo, porque la prioridad es, ante todo, la empatía y la humanización de cada uno de ellos. En los almuerzos, en los diálogos casuales, en los paseos y los momentos de ocio, en la calidez y el amor compartidos en comuniones sutiles y mágicas, comprendemos en carne propia las motivaciones de un grupo más sólido que muchísimas familias reales. 
Aun así, lejos de encumbrar o idealizar esta peculiar forma de vida, durante el último tercio de película aparecen las grandes incomodidades, se introducen la ambigüedad y los cuestionamientos, y comienzan a exhibirse las grandes falencias del cuadro construido. Lo que en un principio compramos como una familia “ideal” deja ver al tiempo su propia oscuridad, sus graves problemas intrínsecos. Sólo un gran maestro podía proponer un periplo de este porte y lograrlo con tal eficacia.

Publicado en Brecha el 1/3/2019