viernes, 28 de febrero de 2020

23° Festival de Cine de Punta del Este


Pantallas incandescentes

El Festival de Punta del Este presentó esta semana una programación sobresaliente, con propuestas de países tan disímiles como Kazajistán, Rumania, Guatemala, Polonia y Canadá, y con directores de la talla de Porumboiu, Loach, Haynes, Ripstein, y Suleiman.  Conferencias, charlas, cortometrajes y una selección de cerca de cuarenta largos se sucedieron en salas de Maldonado y Punta del Este, celebrando, un año más, una fiesta de cine.


Este año, las propuestas más transgresoras provinieron de Chile. Previo a la presentación de la película El príncipe, la programadora Daniela Cardarello señaló a la concurrencia que la película a exhibirse sería especialmente fuerte. Acto seguido, el director Sebastián Muñoz dio su opinión sobre la importancia de exhibir cuerpos desnudos masculinos sin censuras ni prejuicios. Lo que vino a continuación estuvo a la altura de las advertencias: un drama carcelario en el que no faltan escenas violentas, violaciones, sexo abundante y un número incalculable de desnudos integrales. Lo llamativo del asunto es que, lejos del realismo, se presenta una cárcel en la que los reclusos cuentan con momentos de privacidad, en donde prácticamente todos son homosexuales, y en la que hasta tienen lugar un par de inesperadas escenas musicales, entre ellas un tango interpretado por el actor argentino Gastón Pauls. La película funciona bien como delirio y, de las programadas, seguramente fue la que más dividió las opiniones entre la audiencia.


Y qué decir de Ema, la grandiosa última película de Pablo Larraín. El director chileno ha sido irregular como pocos, logrando por un lado obras excelentes como Tony Manero y El club, y por otro, bodrios infumables como Jackie y Neruda. Lo cierto es que Larraín ha vuelto a encaminarse en la senda del bien, con una propuesta sumamente anárquica y entretenida. Se trata de un drama en torno a una muchacha que toma la difícil decisión de devolver un hijo tomado en adopción, luego de que él prendiera fuego su vivienda con graves consecuencias -la hermana de la protagonista queda deformada por las quemaduras-. A partir de entonces, se abre una brecha social entre quienes cuestionan y demonizan a la protagonista y quienes, a pesar de todo, optan por acompañarla y respaldarla en su decisión. Si bien la película trata el asunto con hondura psicológica y notable lucidez sociológica, lo más importante es la forma: Larraín logra un imponente y luminoso cuadro de una tribu urbana de Valparaíso, en el cual la protagonista participa en grupos de danza, catalizando sentimientos a través de coloridos clips musicales y embistiendo al espectador con su deslumbrante fuerza intrínseca. Como apropiándose del accionar de su ex hijo adoptivo, Ema incinera autos, semáforos, monumentos, en escenas que parecen proféticas de lo que luego sucedió en esa ciudad, pocos meses después del rodaje; la expresión de una juventud deseosa de romper con estructuras añejas y con una injusticia crónica, imperante en el país desde hace décadas.


Desde hace tiempo que el realizador rumano Corneliu Porumboiu destacaba con películas como Policía, adjetivo y Cae la noche en Bucarest. Hasta ahora, obras sumamente personales y autorales, pero nunca lo habíamos visto volcado al cine de géneros. Esta vez, con La gomera, se abocó a un sobresaliente film noir, en el que esa típica austeridad y decadencia intrínseca al cine rumano aportan un clima de tensión constante, así como una notable personalidad. Como en sus películas anteriores, Porumboiu introduce referencias sutiles a ciertos problemas políticos y sociales de Rumania; desde un grupo de policías totalmente sumergidos en la corrupción debido a sus escasos ingresos, hasta un muchacho arrestado y quizá procesado por posesión de marihuana, pasando por narcotraficantes latinos interesados en el país, el cual les ofrece tentadoras oportunidades para el lavado de dinero. El enfrentamiento propuesto entre los narcos y la empobrecida pero ambiciosa policía rumana supone una contienda de poderes especialmente desiguales, y la película dilata notablemente el conflicto, paralizando e inquietando intermitentemente a la audiencia.


El documental argentino Mala madre es prácticamente un ensayo cinematográfico en torno a la maternidad, pero más específicamente sobre el mandato social de ser madre, y sobre una labor doméstica raramente discutida, cuestionada o incluso verbalizada. Son puestos en foco los tabúes del puerperio y de la crianza más básica e inicial, en la que la madre –quien no necesariamente está preparada- queda usualmente en total soledad, junto a un bebé vulnerable que no habla pero le exige una dedicación constante. La directora Amparo Aguilar se aboca a un tema crucial sobre el cual ni siquiera el feminismo se ocupa con suficiente énfasis, y que a su vez es absolutamente determinante respecto a la renovación generacional y la dinámica futura de los grupos familiares. Fundamentalmente realizado con entrevistas a mujeres (rodadas con nítidos primeros planos en blanco y negro), animaciones rudimentarias y la voz en off de la realizadora, en algún momento el documental pierde el ritmo, e incluso baja un poco el interés durante las entrevistas a los propios hijos de la directora -lejos de la fluidez de su hermana menor, el varón, dubitativo, pareciera responder en función de lo que su madre espera de él-. Aún así, se trata de la película definitiva en torno a una temática que apenas si fue abordada por el cine.


Otro punto alto de la programación fue La inocencia, de la directora española Lucía Alemany, un coming on age sumamente particular, en el cual la protagonista adolescente se abre paso hacia la adultez al seno de una familia religiosa y patriarcal, en un pueblo pequeño y, de a ratos, asfixiante. Pero el cuadro esquiva notablemente los lugares comunes logrando un universo al mismo tiempo arduo y entrañable, con interpretaciones deslumbrantes. La actriz principal, Carmen Arrufat, podría perfectamente ser la mejor actriz de todas las películas presentadas en el festival, aunque ni ella ni la mayoría de los otros intérpretes que la circundan son actores profesionales.


Pero seguramente la mejor película de esta edición fue la adictiva Corpus Christi, dirigida por el polaco Jan Komasa, una auténtica revelación europea y quizá el cineasta que más dé que hablar en los próximos años. Nominada al oscar a mejor película internacional, Corpus Christi perdió contra Parásitos, a pesar de ser muy superior a ella. La película propone el acercamiento a un joven problemático, un muchacho de unos veinte años detenido en un terrorífico reformatorio, en el cual  él y sus compañeros se ven sometidos en igual cantidad a sermones y a terribles golpizas. Debido a un prontuario en el que probablemente no escasean las drogas y la violencia, el protagonista se ve incapacitado de estudiar para ser religioso, pero el destino le impone una oportunidad única: la de hacerse pasar por sacerdote en un pequeño pueblo. A partir de aquí, se propone una situación crecientemente incómoda, en el que el impostor pasará a recibir confesión y a aconsejar a los fieles, a pesar de ser él mismo un antisocial quizá incorregible. Las derivaciones a las que lleva esta situación son, como en toda gran película, completamente inesperadas. Una obra brutal, profunda y con diferentes capas de interpretación, además de una experiencia cinematográfica irrepetible.


En los últimos años los asistentes del Festival nos hemos sorprendido con la calidad de los trabajos exhibidos en la muestra de “Maldonado Filma”, una selección de cortos realizados por jóvenes cineastas del departamento y seleccionados por el Fondo de Incentivo Audiovisual. Entre una notable selección, este año sobresalieron en particular tres de las propuestas: el documental Entropía, de Gabriel Lema, enfocado en la figura del artista plástico Miguel Ángel Battegazzore, un planteo clásico, con entrevistas a personajes allegados y especialistas, así como al mismo artista, pero en el cual se destaca el cuidado estético, con una música funcional, movimientos de cámara armónicos y una esmerada fotografía. Por su parte, En busca del obsesor es el último corto de Lucía Nieto Salazar, quien había logrado previamente otros notables como Negra y Betty. Esta vez, se trata de un falso documental en el que la cineasta sigue los rastros de “el obsesor”, un espíritu siniestro y fétido que acompaña a las personas, induciéndolos a acciones y pensamientos obsesivos y autodestructivos. Lejos de ser una simple historia de terror, se trata de un cine sugerente, incómodo y cuestionador. Por último, Abel Alfonso, poeta de la Capuera es un sentido y bello homenaje al poeta del título, en la que él mismo relata a cámaras una niñez con muchas carencias, ciertas vivencias y hasta alguna enseñanza. El documental compagina notablemente títulos en pantalla, animación y registro fílmico de la vida en la localidad de La Capuera, con la entrañable presencia de Alfonso durante sus últimos tramos de vida. La directora Claudia Beltrán es fotógrafa de profesión, y es algo que puede advertirse en cada fotograma. 


Publicado en Brecha el 28/2

martes, 25 de febrero de 2020

Premios Oscars 2020

El ocaso de Hollywood


Al final de una ceremonia bastante anodina, en la que ninguna de las premiaciones escapó mucho a lo esperable, ocurrió algo que conmocionó a todos. La película surcoreana Parásitos, de Bong Joon-ho, se llevó el premio a mejor película, algo que escapaba a los pronósticos, más inclinados a que ganaran 1917, Guasón o Había una vez en Hollywood. El logro no sólo es histórico (es la primera vez que una película de habla no inglesa gana el máximo galardón de la noche) sino que es un golpe terrible para la industria hollywoodense, siempre acostumbrada a ser la única ganadora en un juego de reglas autogeneradas y diseñadas para sí misma. La ceremonia de los óscar siempre fue una celebración de la misma industria, prácticamente cerrada y sellada al cine producido en cualquier sitio del mundo que no sea Estados Unidos.
El mérito de Bong Joon-ho no es nada menor. Así como los personajes de Parásitos “burlan” el sistema y logran infiltrarse en la lujosa vivienda de una familia acaudalada, de la misma forma él encontró la fórmula cinematográfica para “infiltrarse” en la academia, seducir a los mismos integrantes de la misma y ganarle a la mismísima industria como visitante, sin siquiera tener que hacer a sus personajes hablar en inglés (al parecer, ni él mismo se molestó en aprender el idioma). Cómo fue que ocurrió el milagro es algo digno de análisis, y de lo cual vale la pena especular.
Que Parásitos haya ganado también en las categorías de guion original, película internacional, y mejor director, estaba dentro del margen de lo esperable. El año pasado Cuarón se llevaba también el oscar a mejor director y, sin ir más lejos, en esta década se hicieron con el mismo Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu (dos veces), Ang Lee, Michel Hazanavicius y Tom Hooper, por lo que el galardón ya parecería específicamente reservado para los extranjeros, pero ¿cómo fue posible que una mayoría de estadounidenses se volcaran a votar, como mejor película del año, a un filme surcoreano?


Quizá podamos explicar lo sucedido con dos puntos. En primer lugar, desde hace mucho tiempo no veíamos una tan sólida lista de nominadas a mejor película. Al no haber una clara superioridad de ninguna de ellas, es probable que el espectro de votantes se haya volcado parejamente hacia unas u otras, volviendo la contienda aún más peleada e interesante. Había grandes fanáticos de Joker, de 1917, de Había una vez en Hollywood, de Jojo Rabbit y de El irlandés, pero Parásitos, a diferencia de todas ellas, es una película que genera adhesiones más tibias en todos los espectros. Así, es probable que algunos veteranos hayan votado El irlandés como su número uno, pero a Parásitos como su número dos, y de la misma manera, quizá algunos votantes jóvenes hayan optado por votar en primer lugar a Jojo Rabbit y en segundo a Parásitos. En la sumatoria de muchos números dos más algunos número uno, la matemática puede haber jugado a favor de esta película. Muchas veces no es la favorita, sino el denominador común quien termina ganando la contienda.
En segundo lugar, en los últimos años hubo una gran renovación de los integrantes de la academia. En parte gracias a las presiones de ciertos colectivos (de mujeres, de negros) que denunciaron estridentemente su falta de representatividad, la academia se volcó presurosamente a un importante recambio, buscando que ingresaran especialmente integrantes de los colectivos históricamente discriminados. Hoy, luego de los nuevos ingresos, el número de votantes de la academia asciende a más de ocho mil, una cifra récord. Y el recambio ha dado un aire de frescura mayor a la ceremonia: los nominados a mejor película han sido, este año, mucho más sólidos que en otras ocasiones.


Como sea, es una sorpresa espectacular: Parásitos es una película que habla del capitalismo, de las brechas sociales, de la fobia a los pobres, de la imposibilidad de ascenso social, pero además es un óscar merecido para el cine de un país que viene obsequiando en las últimas décadas películas descollantes; se trata solamente de la punta de un iceberg cinematográfico que supera a Hollywood en casi todo nivel: cine de autor, cine histórico, drama, comedia, terror, aventuras, fantasía. Sólo hace falta asomarse a títulos como Burning, Train to Busan, A Taxi Driver, Monstrum, On the Beach at Night Alone, The Outlaws, The Handmaiden, Default, Midnight Runners y Hotel by the River para comprobarlo, por nombrar sólo títulos de los últimos cinco años. Corresponde señalar que la industria de Corea del Sur es hoy el quinto mercado cinematográfico del mundo, y se ha construido gracias a un sólido apoyo del Estado a su cine desde hace décadas, con cuotas de pantalla, importantes estímulos a los jóvenes cineastas y leyes de incentivo a la producción local.
Volviendo a la ceremonia, nada de lo visto a lo largo de la noche escapó a lo predecible. Prácticamente todos los demás ganadores habían arrasado con otros premios previamente, por lo que no era difícil seguir el historial reciente de cada uno para llegar a la conclusión más lógica. Este cronista hubiese deseado un óscar para Joe Pesci o para Leonardo Di Caprio –por sus impresionantes interpretaciones en El irlandés y Había una vez en Hollywood–, e incluso otro para la que es en realidad la mejor película de todas las competencias, Honeyland, de Macedonia del Norte, que también había logrado una nominación histórica (fue la primera en ser nominada a mejor documental y a mejor película internacional simultáneamente).
En cuanto a la ceremonia en sí, es de agradecer que se haya disminuido su largo de duración, frente a las cuatro horas y 23 minutos que duró en 2002, hoy pasó a durar tres horas y 32 minutos, ahorrándonos a los espectadores muchísimas introducciones innecesarias, chistes y largas presentaciones de cada una de las películas nominadas. Se vio una entrega de premios más dinámica, e incluso mucho más aggiornada que en años anteriores, con interpretaciones de Billie Eilish y Eminem y un humor más acertado. La presentación de Kristen Wiig y Maya Rudolph fue de las mejor preparadas en muchos años, y de lejos los minutos más graciosos de la noche. Un momento sumamente emotivo se dio cuando Bong Joon-ho rememoró sus años de estudiante y citó una frase que lo marcó: “Lo más personal es lo más creativo”. Luego señaló la autoría de la frase, señalando a Martin Scorsese, quien también estaba nominado. La totalidad del auditorio, que se acababa de sentar luego de que Bong recibiera el premio, volvió a pararse para ovacionar al maestro. Un buen premio consuelo, ya que El irlandés no se llevó ningún galardón. Luego, Bong Joon-ho se dirigió a otros de sus maestros, Quentin Tarantino, y le agradeció el hecho de que, cuando nadie en Estados Unidos sabía quién era, él siempre incluyera a Bong en la lista de sus directores favoritos.


Los discursos políticos fueron sumamente tibios, aunque es realmente curioso que se haya colado una cita al Manifiesto comunista de Marx y Engels: “Trabajadores del mundo, uníos”, dijo al final de su discurso la documentalista Julia Reichert, luego de obtener el óscar por su brillante documental American Factory (disponible para ver en Netflix). Cuando recibió su premio por mejor actor secundario, Brad Pitt señaló que le dieron 45 segundos para agradecer, pero que eso fue más tiempo del que le ofrecieron al exasesor de seguridad nacional, John Bolton, esa misma semana. El actor se refería al bloqueo del Senado al testimonio de Bolton, durante el impeachment a Donald Trump. Finalmente, el discurso más confuso en este sentido fue el de Joaquin Phoenix, quien se manifestó en contra de la injusticia en todas sus formas, olvidando que hubiese sido mucho más efectivo y contundente si se hubiese focalizado en un solo tema. Es en momentos como este que se echa en falta a Michael Moore.
Por fortuna, no hubo en la noche grandes injusticias o premios indignantes. Bueno, quizá sí, pero más bien pocos. La ganadora Hair Love probablemente haya sido la peor de las nominadas a mejor cortometraje animado, compitiendo con Kitbull, una notable producción de Pixar, y varios otros sobresalientes cortos de diversas partes del mundo. Aquí probablemente haya pesado la corrección política, ya que Hair Love es un cortometraje dirigido y producido por negros, que cuenta la historia de una niña y su familia, con el flagelo del cáncer incluido. Otro de los oscars más discutibles fue a la canción “(I’m Gonna) Love Me Again” de Elton John; el cantante y compositor británico podría merecerse muchos óscars, pero no justamente por ese tema, quizá el peor en competencia. Aquí puede haber otra explicación: Elton John organiza todos los años una gran fiesta luego de la ceremonia, a la cual invita a los participantes y a todo tipo de celebridades. No es una mala idea para ganarse la simpatía y los votos de unos cuantos.


Publicada en Brecha el 14/2/2020

viernes, 14 de febrero de 2020

1917 (Sam Mendes, 2019)

Maten al mensajero


Por lo general la Primera Guerra Mundial se encuentra opacada por la Segunda a nivel cinematográfico. Las razones son varias: en primer lugar, como en la Primera participaron los Estados Unidos pero en menor medida, no se dan las pautas para que Hollywood desarrolle grandes despliegues cinematográficos heroicos y complacientes. En segundo lugar, no existían aún los nazis, quienes se han convertido hoy en el enemigo más demonizable y común a todos. Es entonces particularmente extraño encontrarse con una película de este porte, con el foco en la contienda desde las trincheras, como también fueron las excepcionales La patrulla infernal (1957), de Stanley Kubrick, y Caballo de Guerra (2011) de Steven Spielberg. 
La idea de filmar el metraje íntegro de una película dando la ilusión de que se trata de un único plano secuencia ininterrumpido no es para nada novedosa, y últimamente este tipo de producciones han proliferado, con resultados desiguales. El rescurso ya lo inauguraba Hitchcock en La soga, pero últimamente lo utilizaron otros directores como Alejandro González Iñarritú (en Birdman), Sebastián Shipper (en Victoria), Erik Poppe (en Utoya, 22 de julio), y hasta el uruguayo Gustavo Hernández (en La casa muda). Aquí, el efecto es alucinante: como si se tratase de un videojuego de mundo abierto, o uno bélico especialmente detallista como las diferentes entregas de Call of Duty, los planos secuencia recrean notablemente un episodio de la Primera Guerra Mundial, al norte de Francia. Extensas trincheras, viviendas y edificios semiderruidos (y semihabitados), un gran cráter repleto de lodo y cadáveres, un refugio subterráneo plagado de ratas fueron construidos especialmente, con atajos y paredes demontables para que la cámara pudiese trasladarse. La minuciosidad general aporta realismo al cuadro y convierte el visionado en una experiencia inmersiva y sensorial, al punto de que pequeños detalles como el sabor de la leche, las nubes de moscas formadas sobre los caballos muertos, el barro resbaladizo, el contacto con las pútridas entrañas de un cadáver, el denso polvo luego de una explosión se tornan vívidos; el director británico Sam Mendes (Belleza Americana, Revolutionary Road) logró la increíble proeza de recrear un momento histórico determinado con una inmediatez y un respeto por el detalle sobresalientes. Tanto el trabajo de fotografía de los veteranos Roger Deakins como el diseño de producción de Dennis Gassner se llevan las palmas como nunca antes, propiciando la singular sensación de que el espectador está participando de la misión encomendada a los protagonistas. El tono oscila notablemente desde la oscuridad más inquietante propia de una película de terror, a la tensión de los ejercicios bélicos más intensos, con momentos de calma distensión y de una envolvente belleza compositiva. 
La historia está basada en las anécdotas del abuelo del director, quien a los 16 años participó en la guerra, muchas veces llevando mensajes a través de “tierra de nadie”. Como medía poco más de un metro sesenta de altura, tenía la ventaja de esconderse con facilidad e incluso de pasar desapercibido, bajo la niebla, a los aviones enemigos que surcaban la zona. A nivel argumental, 1917 plantea una historia bastante pequeña y sin demasiada profundidad, pero esto quizá sea todo un mérito cuando este tipo de producciones rebosan de pretendida importancia y solemnidad. Las extenuantes peripecias de un individuo anónimo en una misión casi suicida pero crucial para salvar 1600 vidas permanece oculta en un universo en el que cada individuo realizaba a diario periplos imposibles por sobrevivir, bajo un estrés continuo, viendo morir compañeros, esquivando balas y sepultados en el barro, comiendo mal y con severas dificultades para conciliar el sueño. 

*Publicado en Brecha el 7/2/2020

Nominados al óscar a mejor documental

Ventanas al mundo


Lejos de las alfombras rojas, los vestidos, los trajes y las celebridades, una de las categorías más valiosas de la ceremonia de los premios óscar es la de mejor largometraje documental. En esta ocasión, los cinco nominados sobresalen por dar a conocer realidades diferentes y en varios casos urgentes, en las que profundizan con sensibilidad y altura. 

No es casualidad que dos de los cinco documentales nominados, Al filo de la democracia y American Factory, sean distribuidos por Netflix. En los últimos años la plataforma se aboca especialmente a apoyar proyectos independientes de diversas partes del mundo; entre ellos, las series y los largometrajes documentales no son excepciones. Si bien ninguna de ambas películas fue producida directamente por Netflix, el hecho de que sean distribuidas a través de la plataforma les da una posibilidad de difusión difícilmente superable. 
El sólo hecho de la nominación ya es un triunfo incomparable, además de que provee una inmensa ventana de difusión; por más que a la amplia mayoría de los espectadores de la ceremonia no estén interesados en la categoría, el hecho de figurar entre las nominadas es, para los documentalistas, una forma de captar público y acceder a nuevas audiencias, además de obtener mejores contratos a futuro. 
Brasil presente. Gracias a tal visibilidad, buena parte del Brasil progresista está de parabienes con la nominación de Al filo de la democracia. El documental de Petra Costa figura también en la lista de las diez mejores películas del año según The New York Times, y toda esta gran recepción en el exterior, además de los dichos de Costa en entrevistas, llevaron a que la secretaría de comunicación del gobierno de Bolsonaro acusara a la directora de “difamar al país”. 



La película propone un interesante recorrido a través de la democracia brasilera, en el cual la documentalista no oculta su afinidad por los gobiernos progresistas de Luiz Inácio Lula Da Silva y Dilma Rousseff, describiéndolos desde una perspectiva amigable pero asimismo crítica. En su recorrido histórico sobresalen varios puntos de interés, entre los que se esboza un notable desmentido de la validez del impeachment que llevó a la destitución de la presidenta Rousseff, y un firme cuestionamiento al juicio a Lula que derivó en su encarcelamiento. Los mejores momentos están en los tramos de mayor cercanía a ambos políticos, en los cuales se registra su desconcierto e indignación durante los ataques. Sobre el final, un desenlace algo sensiblero y casi propagandístico baja en algún peldaño el nivel general de una película que, hasta entonces, demostraba ser sólida y sumamente instructiva. 

Las mejores. American Factory, de Steven Bognar y Julia Reichert es la primera película producida por la compañía de Barack Obama y Michelle Obama, Higher Ground Productions. El abordaje, respetuoso y sutil, propone un acercamiento a los pormenores ocurridos al interior de la fábrica Fuyao Glass, abocada a la producción de vidrios de automóviles, en la ciudad de Dayton, Ohio. En las antiguas instalaciones de la General Motors, que cerró sus puertas unos años antes, esta nueva planta de producción se funda gracias a la inversión de un multimillonario chino, fomentando una ola de optimismo entre los locales y los trabajadores, quienes sienten la iniciativa como una gran oportunidad. Lo que comienza a darse paultinamente es un gran choque cultural y laboral entre chinos y estadounidenses, y una creciente indignación en ambas partes. Durante dos años, los documentalistas se integran al trabajo al interior de la fábrica, participando incluso en discusiones empresariales y reuniones sindicales, y volviendo a la audiencia partícipe de un creciente conflicto entre capataces y trabajadores. Lo más interesante se da en esta curiosa situación por la cual todos los entrevistados creen tener la razón; aún los más fervorosos antisindicalistas dan sus opiniones sin reparos y sintiendo que no tienen nada que ocultar frente a cámaras. 
El documental da un vuelco increíble cuando las cámaras visitan una fábrica similar en China, en la cual se exhibe un demencial régimen de productividad y obediencia incuestionable. American Factory es un registro del cambio radical de paradigmas en las matrices productivas mundiales, y sus efectos sobre los trabajadores. 


Nunca antes una película de Macedonia del Norte había entrado en la categoría de mejor documental, pero es probable que además ningún miembro votante de la academia haya visto anteriormente una película proveniente de este país. La brillante Honeyland es el resultado de un trabajo de tres años de rodaje en un entorno rural, y de la cálida aproximación a una mujer apicultora, que extrae la miel sin guantes ni redes y con un cuidado y un respeto ancestral por las abejas. Originalmente, los directores Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov pensaron en hacer un documental sobre el medio ambiente, centrándose en métodos artesanales casi extintos en Europa, pero repentinamente su registro tomó otros rumbos. 
En determinado momento, una familia con siete niños y 150 vacas instala su vivienda en el terreno contiguo, y de a poco empiezan a acercarse a la mujer, quien parecería encantada de comenzar a socializar con vecinos. Pero más adelante comienzan los problemas, a partir de que el padre de familia comienza a aprender el oficio y se aboca a iniciar su propia producción de miel, pero a mayor escala. Y la forma de producción del vecino se encuentra en las antípodas de la de la protagonista; lejos de los cuidados necesarios, se desempeña en la actividad con una ambición inusitada. 
Más allá de la anécdota puntual, el relato construido funciona como una notable parábola sobre la producción irreflexiva, sobre el individualismo y la voracidad extractivista. Se presenta un micromundo que es fiel reflejo de un mundo neoliberal carente de normas y en el cual el afán de lucro crece en proporción inversa al cuidado del prójimo. 

Siria (por dos). La situación en Siria y más concretamente, los bombardeos sobre las ciudades de Alepo y Damasco han sido una temática que tiene su lugar desde hace ya varios años entre las nominaciones a mejor documental. Hace un par de años competía la notable Last Men in Aleppo, centrada en los rescatistas voluntarios que salvan a personas de entre los escombros, y el año pasado Of Fathers and Sons, un inquietante acercamiento a varios niños adoctrinados en el yihadismo, cerca de las zonas bombardeadas. Este año, no es una sino dos las películas nominadas que ubican su acción en el epicentro de la tragedia, y cuyos respectivos cineastas arriesgaron sus vidas al filmarlas. 
Aquí corresponde hacer una advertencia: los dos documentales son terribles, y de muy difícil digestión. En ambos observamos las consecuencias de los bombardeos: niños asesinados o mutilados, familias escindidas, y un cuadro asfixiante en el que la sobreabundancia de muertos y heridos que son trasladados desde los escombros hasta los hospitales, la falta de víveres y de insumos básicos, convierten al contexto en un universo tan terrorífico como traumático para los implicados. For Sama es la más explícita: charcos de sangre, muertes, operaciones de urgencia son enfocadas sin reparos. En ella la protagonista, una periodista siria, explica a su hija pequeña (la Sama del título) la decisión de sus padres de permanecer en la ciudad de Alepo resistiendo, pese al riesgo de vida constante. Lo más interesante de este documental es la singular perspectiva, según la cual quedarse se convierte en una forma de rebelión, un intento obstinado de salvar vidas, de denunciar al mundo una situación injustificable, y de conservar cierta dignidad frente al asedio. 


The Cave, en cambio, podría haber sido igual o más cruda, pero sin embargo cae mucho menos en escenas sangrientas propias de las crónicas rojas. El cineasta sirio Feras Fayyad da a conocer la red de túneles subterráneos creada en la zona de Guta, al este de Damasco. Como consecuencia de los bombardeos, la población civil construyó refugios para mantenerse a salvo, entre ellos “La cueva”. Como los bombardeos no discriminan hospitales o escuelas, este hospital fue instalado bajo tierra, y se utiliza para recibir y tratar a los civiles heridos de la ciudad. La protagonista, una pediatra abocada al trato cordial con sus pacientes, debe trabajar en condiciones insalubres y sin insumos, lidiando incluso con el machismo de algún paciente retrógrado. Una escena en la que varios de sus colegas festejan su cumpleaños, sin otro “manjar” para compartir que palomitas de maíz, es una entre tantas que ejemplifican el descomunal esfuerzo solidario por parte de ciertos sectores de la población, en situaciones de necesidad extrema. 

Publicado en Brecha el 7/2/2020

viernes, 7 de febrero de 2020

No me importa si pasamos a la historia como bárbaros (I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians, Radu Jude, 2018)

Negacionismo y posverdad 


Durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar en Rumania un golpe de estado por parte del dictador Ion Antonescu, quien se alió con la Alemania nazi durante el período 1941-1943. A partir de 1943, las tropas soviéticas invadieron el país, derrotaron a Antonescu en 1944, y Rumania entraría en la esfera de la influencia de la URSS, pasando a contribuir con los Aliados. Esa doble y antagónica participación en la guerra, incluso al día de hoy parece generar, tanto entre el oficialismo como en la misma población, una suerte de esquizofrenia colectiva: se exalta la heroicidad de los últimos meses de la guerra, así como son sepultados y silenciados esos primeros años vergonzosos. 
Pero lo cierto es que esa participación existió, y que Ion Antonescu, muy consistente con la ideología del eje, llevó a cabo un holocausto en su territorio, con víctimas que, entre judíos, comunistas y gitanos, ascendieron a 380 mil. Rumania fue el país, después de Alemania, que asesinó más judíos en Europa, e incluso algunos historiadores señalaron que estas brutales masacres a gran escala en el frente oriental fueron precursoras de las que llevarían adelante los nazis. A pesar de los intentos de inculpar a los alemanes, se ha comprobado que los oficiales rumanos actuaron voluntariamente y por iniciativa propia en dichas masacres. 
La protagonista aquí es Mariana Marin, directora teatral a quien le es designado un espectáculo público relativo a la historia rumana. Pero en lugar de elegir un hecho patriótico y complaciente, decide recrear la masacre de Odesa, en la cual fueron fusilados, ahorcados y quemados vivos decenas de miles de civiles. Para tal propósito realiza una investigación histórica meticulosa, e inicia los preparativos en torno al Museo Militar de Bucarest, donde obtiene uniformes y fusiles de época, así como un compendio de sonidos de armas y explosiones. Los problemas surgen luego, cuando le toca lidiar con las divergencias ideológicas de algunos de sus actores y con la aparición de un simpático inspector, empecinado en mantener los hechos más truculentos por fuera de la representación. 
El título de esta película fue proferido durante un infame discurso de Antonescu en el consejo de ministros, en verano de 1941, dando inicio a la “limpieza étnica”. Pero también podría leerse de otra manera: la posición de la artista, y también la del propio director-guionista Radu Jude, parecería ser justamente esa. En oposición al discurso oficial y a lo que la gente quiera escuchar, es necesario dar a conocer y asumir estos períodos oscuros de nuestra historia. Más allá de los acontecimientos a los que hace referencia, se trata de una excelente exposición acerca de las dificultades de hacer cine (o cualquier representación artística) de corte histórico, cuando aún hay intereses, orgullos personales y sensibilidades políticas antagónicas en juego. 
La película fue filmada en 16 mm, pero las escenas finales en las que tiene lugar el espectáculo fueron rodadas con equipos de TV estándar. El cambio de formato refuerza la idea de que aquello que se representa en pantalla es una performance verdadera, que tuvo lugar frente al Palacio Real de Bucarest, con una respuesta del público idéntica a la representada. Con una clara influencia del cine de Jean-Luc Godard y de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, Radu Jude expone una suerte de ensayo multirreferencial, con diálogos filosóficos cargados de citas y nombres de autores, y en el que los fascismos del pasado y del presente se confrontan y contrastan, con temibles resultados.

*Publicado en Brecha el 31/1/2020