viernes, 25 de enero de 2019

La favorita (The Favourite, Yorgos Lanthimos, 2019)

Bacanal en la corte 


Uno de los cineastas más excéntricos y malditos de nuestra época, el griego Yorgos Lanthimos, ha tomado al mundo cinematográfico por asalto. No es posible que propuestas radicales y brillantemente concebidas, como Canino, Alps, Langosta y La matanza de un ciervo sagrado, dejen al espectador indiferente, y a fuerza de impacto y de llevar a cabo un cine prácticamente marciano, el director se ha erigido como uno de los más ovacionados y premiados del momento. Esta película desentona bastante del resto de su obra. Hasta ahora Lanthimos había desarrollado un estilo muy propio, caracterizado por una austeridad radical, por cuadros despojados en los que personajes anestesiados o aturdidos interactuaban dando pie a las situaciones más absurdas imaginables. Pero lejos de ser un sinsentido, estos planteos al borde de lo surreal y lo fantástico terminaban redondeando elocuentes alegorías de ciertas conductas humanas. Aquí, en cambio, se trata de una historia clásica, provista de una ambientación histórica y de personajes más bien terrenales. 
La favorita es la primera película por encargo a la que se abocó este director. Algo sumamente interesante, porque había que ver a Lanthimos desempeñándose en una propuesta más “normal” que lo acostumbrado. Como sea, los productores de este filme debían intuir que, bajo la batuta del griego, esta trama palaciega ubicada a comienzos del siglo XVIII podía convertirse en una auténtica bacanal, adquiriendo toques bizarros y únicos, y una atmósfera crecientemente insana. Así, en su puesta en escena la realeza utiliza un lenguaje anacrónico y mucho más acorde a nuestros tiempos, viste ropas hechas con materiales sintéticos modernos y lleva a cabo pasos de baile imposibles. En concordancia con estas libertades poéticas, una fotografía en la que abundan los grandes angulares, una música barroca que alterna ritmos contemporáneos como los inquietantes y estridentes compases de la compositora británica experimental Anna Meredith, y hasta un tema de Elton John, proveen un clima tan atractivo como desconcertante. 
El libreto se centra en la historia de la reina Ana Estuardo (interpretada brillantemente por Olivia Colman), quien fuera reina de Gran Bretaña e Irlanda durante siete años, descrita como una mujer frágil y de muchas inseguridades, en plena oposición bipartidista (ella se encontraba más cerca de los conservadores tories que de los liberales whigs) y en un momento álgido de conflicto con Francia. Hay algunas otras concomitancias con el relato histórico: todos los hijos de Ana fallecieron antes de cumplir los 2 años, y en su último tiempo de vida sufrió la enfermedad de la gota, de la que terminó muriendo. Pero sus relaciones lésbicas y su afición por los conejos son, algunas de las libertades del guion. 
Es notable cómo varios de los lugares comunes de esta clase de cine histórico son acá echados por tierra. Así, los nobles carecen casi completamente de urbanidad: pedantes, caprichosos, siempre dispuestos a violar alguna criada o a maltratar a la servidumbre circundante, escapan aquí de los buenos modos imperantes en esta clase de relatos. En un mismo sentido, la sexualidad se ve presente más que nunca en tanto herramienta para el ascenso social. La escena final puede leerse como una auténtica condena, un abuso que recae sobre la protagonista y que pareciera destinado a perpetuarse más allá de su condición social, como consecuencia inevitable de la utilización del sexo como moneda de cambio.

Publicado en Brecha el 25/1/2019

viernes, 18 de enero de 2019

El vicepresidente (Vice, Adam McKay, 2019)

Una biopic diferente 


Una despiadada e hilarante biografía del político republicano Dick Cheney es una de las más originales y sorprendentes películas que Estados Unidos ha dado en los últimos años. Sí, es cine masivo de entretenimiento y cuenta en su elenco con varias de las más célebres estrellas de Hollywood, pero al mismo tiempo se trata de un filme incisivo y comprometido, en el que se entrecruzan notablemente la comedia y el drama, la ficción y el trabajo documental. 

En España la titularon El vicio del poder y no sin razones, ya que en rigor el título original Vice refiere no solamente a la figura del vicepresidente, sino a ese “vicio” por querer abarcarlo todo, por acaparar tareas; en este caso ganar espacios de poder, acaparar la mayor cantidad de centros de influencia y dirigir las principales decisiones políticas desde el seno del gobierno de Estados Unidos. El adicto en cuestión fue un personaje nefasto: el “segundo” de George W Bush, Dick Cheney. 
La película comienza en un punto clave: el momento en que Cheney toma personalmente una de las decisiones fundamentales durante los ataques terroristas del 11 de setiembre, sorprendiendo a varios de los oficiales y al staff de la Casa Blanca, que se encontraba junto a él. Cheney dejaba en evidencia su capacidad para tomar decisiones clave, así como su avezada frialdad para hacerlo, al tiempo que colocaba de revés una idea instalada en el país desde hace centurias; un secreto a voces que circundaba desde siempre los ámbitos políticos: que el vicepresidente no servía para nada. John Garner, quien fuera electo para vicepresidente por dos períodos entre los años 1932 y 1940, había llegado a decir incluso que “el cargo no valía una cubeta de orina tibia”. 
Luego de la abrupta introducción, un gran flashback llevará a comprender el proceso por el cual Cheney, operario del tendido eléctrico y ex alcohólico que abandonó la universidad, comenzó su ascenso político en el partido republicano y a ganarse paulatinamente la confianza de sus correligionarios. En un recorrido de más de cinco décadas de historia política estadounidense, el director y guionista Adam McKay acompaña –en un tono que oscila entre la ficción y el documental, el drama y la comedia más delirante– un ascenso en el que no escasean los abusos de poder, la manipulación, la mentira, las negociaciones turbias y todo tipo de trampas legales para convertirse en la persona con mayor poder de decisión de la Casa Blanca. 


Hace ya 16 años Michael Moore proponía, con su notable Bowling for Columbine, una original y entretenida forma de abordar un documental, y para ello echaba mano a un buen arsenal de recursos cinematográficos que incluían giros humorísticos, escenas musicalizadas, animación y, sobre todo, un sarcasmo constante. Esta película se sirve del mismo tono, con la gran diferencia de que se trata de una recreación ficcionada y libre, con grandes estrellas en su elenco (Christian Bale, Amy Adams, Sam Rockwell, Steve Carell) y nada menos que Brad Pitt como productor. Por tanto, es probable que obtenga beneficios de taquilla mucho mayores que los de cualquier documental. 
Adam McKay se dio a conocer como un notable director de comedias (Step Brothers y The Other Guys) hasta que filmó la excelente La gran apuesta, en la que retrató la crisis bursátil de 2008 desde una perspectiva impensable, abordando un suceso real que, desde el absurdo, demostraba la falta de escrúpulos imperante en el mundo financiero y exponía la forma en que un reducido grupo de visionarios logró prever la crisis y, cual animales carroñeros, obtener inmensos beneficios de la desgracia generalizada. 
Adam McKay vuelve una vez más a la historia reciente de su país, pero esta vez se sitúa de lleno en el centro de decisiones de Washington, exponiendo las atrocidades que Cheney cometió durante los años de mandato de Bush (atención, siguen spoilers). La película trae a colación elementos más bien conocidos, como el hecho de que Cheney fue, justo antes de llegar a la vicepresidencia, ejecutivo en jefe (CEO en la jerga inglesa) de Halliburton, empresa de yacimientos petrolíferos, y que, oh casualidad, fue uno de los principales impulsores de las invasiones a Afganistán e Irak. Pero es en otros tejes y manejes menos conocidos que la cuestión se pone aun más peliaguda: Cheney vio una oportunidad para acaparar más control a través de la llamada “teoría del Ejecutivo unitario”, por la cual el presidente tiene el poder de controlar todo el poder ejecutivo, y así comenzó una serie de artimañas para volverse un tipo cada vez más influyente. La película lo señala, además, como responsable de las escuchas telefónicas llevadas a cabo por la Agencia de Seguridad Nacional (NSA por sus siglas en inglés) o de las torturas a prisioneros de guerra, nombradas con el eufemismo de “técnicas de interrogación mejoradas”, e incluso como responsable indirecto de la creación del ISIS. En un momento notable, se recrea la comunicación propagandística de la vicepresidencia, siempre dispuesta a cambiar las etiquetas para “vender” campañas terroríficas: así, ante la intención de suprimir un impuesto estatal a las herencias de millonarios pasaron a llamarlo “impuesto a la muerte”; el calentamiento global pasó a ser simplemente “cambio climático”. 
Pero el director y guionista Adam McKay no podría haber hecho esta película sin haber realizado previamente una investigación exhaustiva, la necesaria para recrear un cuadro cabal, sin fisuras ni errores que pudiesen derivar en complicaciones legales. Ningún espectador podrá dudar de que se trata de una mirada sesgada, ácida, repleta de sarcasmos respecto a la figura del vicepresidente –de hecho, eso está claro desde el primer fotograma, en el que un letrero en la pantalla señala la constante negativa de Cheney a dar entrevistas: “No podría ser más cierto que Dick Cheney es uno de los líderes más reservados de la historia estadounidense. Pero hicimos lo que pudimos” (“we did our fucking best”, dice, para ser exactos)–, pero en cuanto a los datos duros utilizados en la película, difícilmente puedan ser refutados. Para su trabajo, el realizador se embebió de toda biografía, reportaje, entrevista y grabación a que pudo acceder, contrató a una periodista para que entrevistara a personas de los círculos cercanos a Cheney, y a un grupo de especialistas para que contrastaran datos y verificaran en detalle cada línea del guion. Según palabras de McKay: “Traté el libreto como si fuera un riguroso artículo periodístico. Al final todo salió muy bien y sólo hay dos escenas en esta película, en las que dos personas hablan dentro de una habitación, donde no sabemos lo que se dijo en realidad. Una es el momento en el que Dick está en la cama con su esposa, para la que utilizamos un diálogo shakespeariano. Y la otra es cuando despide a Donald Rumsfeld”. 


Es lógico que una figura tan poco glamorosa como Cheney, con su hablar cansino y pausado y su total falta de carisma, haya logrado pasar desapercibida, operando desde las sombras, sin despertar mayor interés mediático y ante un electorado más aficionado a personalidades glamorosas. Esto incluso se condice con ese discurso predominante que señala que la política es aburrida, premisa ideal para que los gobernantes operen tranquilamente y sin una opinión pública inmiscuida en sus decisiones. Lo más sobresaliente del abordaje de MacKay es, justamente, haber encontrado la forma de centrarse en la política y en un tedioso personaje, y hacerlo con un formato sumamente atractivo, con buen ritmo, excelente humor, una gran dirección de actores y, sobre todo, con una envidiable claridad para exponer temas complejos, logrando así que la audiencia se involucre en una trama que, además de ser entretenida e hilarante, se torna a la vez crecientemente grave y hasta indignante. El vicepresidente es una película imprescindible y necesaria, y de esas capaces de hacer que la gente reflexione sobre temáticas que quizá nunca antes hubiese considerado interesantes. Es probable que Trump en la presidencia haya sido una razón de peso para que muchas grandes figuras de Hollywood se pusieran las pilas y decidiesen posicionarse volcándose a un cine político inteligente, comprometido y enfáticamente crítico.

Publicada en Brecha el 18/1/2019

jueves, 17 de enero de 2019

La mula (The Mule, Clint Eastwood, 2018)

Clásico y conservador 


Poco podemos dudar del talento de Clint Eastwood como director: un hombre capaz de filmar películas como Los imperdonables, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Río místico y Gran Torino no necesita más credenciales para ubicarse plácidamente en el podio de los maestros, junto a otros veteranos de Hollywood algo más jóvenes como Martin Scorsese o Steven Spielberg. Vale recordar que Eastwood es también un republicano recalcitrante de 88 años, por lo que no debería llamar la atención que, más allá de su precisión y de sus grandes atributos a la hora de filmar y contar una historia, deje en su obra ciertas marcas ideológicas bastante cuestionables. 
Algunas de ellas hacen mucho ruido. Claro que esto no impide disfrutar de la mayor parte del metraje de esta película. Eastwood suele filmar historias muy entretenidas, construidas con fluidez y elegancia, pero también con la soltura adquirida por la propia experiencia; últimamente, esto se traduce también en tramos humorísticos sumamente efectivos. Aquí él mismo se coloca una vez más frente a cámaras, interpretando a un viejo camionero con problemas económicos que, para salir del agujero, comienza a contrabandear mercadería para un cártel mexicano. La película se basa en una historia real, y está abordada con un notable doble sarcasmo: por un lado evidencia cierta “invisibilidad” de los ancianos, a los que nadie parecería prestar atención –al punto de que el personaje se cruza sin despertar sospechas varias veces con un oficial de la DEA, más bien dispuesto al arresto de latinos o corpulentos feos y antipáticos– y por el otro, escapa al lugar común del hombre desesperado que no tiene otra opción que “desviarse”. En cambio, se expone cómo la tentación del dinero fácil y la propia necesidad de notoriedad es la que mueve al personaje a seguir cumpliendo con los encargos. 
A diferencia de muchas otras, la expresión inglesa stubborn as a mule tiene su traducción exacta en español: “terco como una mula”. Así, si bien el título refiere directamente a la labor de contrabandista que ejerce el protagonista, también a esa característica de viejo testarudo y pertinaz. Todo el intercambio del anciano con el mundo narco sería el punto fuerte de la película, en contraste con tramos de un drama familiar bastante manido, cansino y redundante, en el que incluso un “mensaje” es subrayado, y con marcador grueso. 
Es evidente que a Eastwood le va la incorrección política, pero justamente esa a la que suelen recurrir los reaccionarios en momentos de cambio. Momentos humorísticos en los que el protagonista dice abiertamente “nigger” (palabra hoy prácticamente censurada en todos los ámbitos del país) o en los que subraya las diferencias raciales de sus interlocutores, parecen ir en el mismo sentido y con la misma intención provocativa con la que el director enfoca, en pleno festejo en la mansión de un narco, una y otra vez los culos de las prostitutas que allí bailan y se convidan a la concurrencia. Eastwood, con tal insistencia, pareciera querer dejar bien en claro que le encantan las chicas sesenta y cinco años más jóvenes que él.

Publicado en Brecha el 11/1/2018

lunes, 7 de enero de 2019

El otro lado de todo (Mila Turajlic, 2017)

La dimensión humana del avispero 


Mila Turajlic es una directora nacida en Belgrado, Yugoslavia, cuya ópera prima, el documental Cinema Komunisto, trazaba una suerte de historia política de su país a través del cine. El filme logró un éxito considerable –teniendo en cuenta las dificultades para distribuir películas de ese tipo–, ya que pudo exhibirse en más de cien festivales y obtener 16 premios. Unos cuantos años después, y con el apoyo de la coproducción de HBO Europa, la cineasta demuestra una vez más su interés por la historia de su región y sus inacabables conflictos políticos, aunque desde una perspectiva diferente. Sin el éxito de su precedente, este documental1 obtuvo la aprobación casi unánime de la crítica y viene cosechando premios alrededor del mundo. La cineasta está elaborando ahora mismo otro sobre el camarógrafo del presidente Tito, quien filmó el nacimiento del Movimiento de Países no Alineados y fue enviado a las guerras de liberación en África, en la década del 60. 
El foco aquí se encuentra en una persona y un lugar específicos: la madre de la documentalista y el apartamento en el que vive desde que era una niña. No son elecciones intrascendentes: la profesora retirada Srbijanka Turajlic fue una aguerrida activista que luchó en la resistencia contra el régimen de Slobodan Milosevic y que incluso alcanzó un alto cargo en el gobierno posterior, bajo el mandato de Zoran Djindjic y su sucesor, Zoran Zivkovic. Corpulenta, desborda la pantalla con su carisma, mostrándose también como una excelente oradora: sólo hace falta verla en pleno discurso, con su honestidad brutal a viva voz, para quedarse prendado oyéndola. Por su parte, el apartamento donde vive y en el que también creció la documentalista no sólo es un impávido testigo de los grandes acontecimientos ocurridos en las calles de Belgrado, sino que, escindido y partido a la mitad desde el inicio de la era comunista en los años cincuenta, debió ser compartido con vecinos proletarios. Turaljic utiliza esta “división” como una gran metáfora que subraya las diferencias existentes en la sociedad yugoslava, los límites y divisiones impuestos arbitrariamente, los pueblos en pugna, pero también marca esa gran oposición entre la mirada crítica, racional, analítica y progresista (personificada en la protagonista), y ese ineluctable contrapeso: los etnocentrismos y nacionalismos imperantes. 
Es notable cómo el documental articula los espacios íntimos, las historias familiares, las discusiones cotidianas entre la directora, su madre y otros visitantes, y la historia política de la región, con imágenes de archivo notablemente dosificadas. Desde la misma fundación de Yugoslavia en 1918 como Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos –en la que participó el bisabuelo de la documentalista–, pasando por las décadas del régimen de Tito, el culto a la imagen revisitado en la figura de Milosevic, la guerra civil de 1991, las protestas de octubre del año 2000 y finalmente las elecciones de 2016. Es probable que un espectador local o un conocedor de la historia de los Balcanes pueda opinar y disentir con fundamentos sobre las afirmaciones vertidas en esta película, pero para los foráneos que no sean tan conocedores es, de todos modos, un recorrido sumamente interesante, una obra que presenta varios de los más cruciales acontecimientos del período y sus consecuencias.

Publicado en Brecha el 7/1/2018

viernes, 4 de enero de 2019

Wifi Ralph (Ralph Breaks the Internet, Phil Johnston, Rich Moore, 2018)

Ralph neoliberal 


Es verdad que exigirle a Disney una mirada crítica sobre las temáticas que aborda es como buscar una quimera en el lugar más absurdo, pero cierto es que aquí hay un par de personajes que rechinan demasiado. Ambos personifican y representan dos de los mayores problemas que presenta hoy Internet. El primero de ellos se llama justamente Spamley y es un hombrecito verde y simpático que trabaja con el spam; impone sus ventanas emergentes a los usuarios, utilizando publicidad engañosa. La segunda de estos dos personajes es Yesss, una empresaria que lucra en su plataforma de videos, fomentando y viralizando los memes más descerebrados y estúpidos (muchos de los cuales explotan el sufrimiento ajeno). Durante el visionado de esta película el espectador adulto podría pensar que ambos son inescrupulosos villanos, pero, lejos de ello, terminan siendo aliados de los protagonistas, ofreciéndoles su ayuda en momentos decisivos. Para colmo, los propios protagonistas acabarán utilizando esos mismos métodos de explotación. 
Si bien este aspecto es por lo menos curioso, no se trata de lo peor de Wifi Ralph; en un momento clave de la película, los personajes ingresan a la Internet, donde se suceden las sedes de varios gigantes digitales: Google, Facebook, Twitter, Amazon, Snapchat, Youtube; nómbrese una multinacional de las redes y allí tiene su espacio y sus segundos de pantalla. Por fuera de esta publicidad poco disimulada para empresas que no la necesitan, se redobla la apuesta: uno de los personajes ingresa a un sitio web de Disney (productora de este filme), donde la megacorporación hace alarde no sólo de sus personajes de siempre, sino de varias de sus más preciadas adquisiciones: Pixar, la saga de Star Wars, Marvel, por nombrar las más importantes. Cameos de Groot, de Brave, de C-3PO y de otros personajes de unas y otras franquicias se suceden en pantalla, en un autobombo megalomaníaco que ejemplifica notablemente cómo algunos peces gordos han sido deglutidos por otro descomunalmente obeso. 
Claro que estas líneas precedentes, aunque necesarias, no son nada justas con lo efectiva y espectacular que es Wifi Ralph. Era de esperarse: la anterior entrega, Ralph el demoledor, fue una de las más inteligentes y entretenidas películas de animación producidas por el mainstream en los últimos diez años, y aquí sus creadores, Rich Moore y Phil Johnston, se repiten como principales autores, con nada menos que John Lasseter (director de las Toy Story) respaldando como productor. 
Así es que, más allá del ya manido desfile de marcas, personalidades y referencias, la película cuenta con un argumento siempre interesante, notables escenas de acción –sobre todo una carrera a lo Mad Max al interior de un videojuego en línea–, un descenso al submundo de la dark web y un hermoso homenaje a King Kong sobre el final. Por sobre todo, Ralph y Vanellope siguen siendo una dupla con química, y no sería de extrañar que aparecieran, muy pronto, protagonizando una tercera parte. Ojalá para entonces a los creadores se les despierte el espíritu crítico.

Publicado en Brecha el 4/1/2018