viernes, 6 de abril de 2018

Ready Player One (Steven Spielberg, 2018)

Basta de nostalgia 


No da para más. Ojalá fueran la serie Stranger Things y esta Ready Player One las últimas incursiones de esta avalancha de revivals de la cultura pop estadounidense de los años ochenta. Pero se sabe que, lejos de eso, la agonía será lenta, y que lamentablemente habrá mucho más de esto por parte del cine mainstream. Hace por lo menos diez años que alguien descubrió que la mejor forma de llegar a los niños era guardándose a sus padres en el bolsillo, y así fue como al principio comenzaron a sonar canciones sueltas, luego aparecieron algunos guiños y referencias, finalmente, las películas terminaron sumergiéndose completamente en esta nostalgia fetichista en la que abundan las ropas, videojuegos y hasta artefactos añejos. Super 8, Monster House, Turbo Kid, Ralph el demoledor, Kung Fury, Píxeles, Guardianes de la galaxia, Lego la película e IT son sólo algunos títulos de una continuidad que ya a muchos nos tiene bastante hartos. 
En rigor, es interesante cuando alguna de estas películas y series se apropian de esa estética y se valen de ella para crear historias propias y personales, pero cuando la acumulación de referencias se convierte en el fin último, devienen en guiños vacuos, intrascendentes. En esta película hay, por lo menos, una cincuentena de referencias: Chucky, El gigante de hierro, Street Fighter, Jurassic Park, El resplandor, Sonic, Meteoro, Space Invaders, Terminator, StarWars… nómbrese un personaje medianamente popular de la época y seguramente tenga su aparición. Como sea, está quedando en evidencia lo acotado que es este universo de (auto)referencia nostálgica: las limitaciones culturales del mainstream nunca fueron tan notorias. De hecho, se resaltan aquí algunos íconos como Buckaroo Banzai y Gundam (uno es un antecesor de Volver al futuro, el otro un animé japonés que en su época fue difundido en Estados Unidos por los canales televisivos), para salirse de los más obvios, pero está claro que esta “nostalgia” no es otra más que la de la industria mirando hacia su propio ombligo. 
Puede parecer injusto exigirle profundidad a un divertimento de Steven Spielberg (de hecho, poco y nada de eso tuvieron las inolvidables entregas de Indiana Jones), pero lo más chocante aquí son ciertas referencias al poder y a la rebelión, que encierran una brutal contradicción entre discurso y forma. 
El argumento es así: en el año 2044 la gente se pasa la vida sumergida en Oasis, un juego virtual que les ayuda a evadirse de un mundo cada vez más sombrío. Pero en este juego su fallecido creador dejó escondidas las piezas de un puzle, y el que lo resuelva obtendrá poder y fortunas incalculables. En principio cualquier persona de a pie podría resolver el acertijo, pero un conglomerado multinacional llamado IOI cuenta con un ejército de especialistas, un cuerpo de elite (los sixers) y recursos prácticamente ilimitados para dar con este premio. Por su parte, los protagonistas, organizados en una suerte de “rebelión” se proponen contrarrestar este inmenso poder con la habilidad y el ingenio necesarios. A nadie se le escapa el talento de Spielberg: la puesta en escena, la construcción narrativa, los giros, las escenas de acción son absolutamente deslumbrantes. De hecho, Ready Player One es un divertimento perfecto, capaz de cortar el aliento de su audiencia por más de dos horas, y con el plus de contar, además, con chispazos humorísticos notables.


Ahora bien: hace bastante ruido ver a personajes “rebeldes” reverenciando justamente a esa cultura pop dominante, con pins de Mortal Kombat y cinturones de los Thundercats, cuando la verdadera subversión pasaría por renegar de estos íconos y mostrar interés por la refulgente diversidad cultural proveniente de cualquier otro punto del planeta. Spielberg, con sus carísimos juegos de artificio y centenares de técnicos a su servicio está muchísimo más cerca de ese villano líder de un conglomerado multinacional que de cualquier revolución; con esta película, no hace más que retroalimentar una vez más un cine que replica constantemente las mismas temáticas, los mismos valores y las mismas historias, con variaciones mínimas.

Publicado en Brecha el 5/5/2018

lunes, 2 de abril de 2018

Dormir en el cine


Ilustración: Fermín Hontou (Ombú)

Es un clásico: en invierno, luego de una jornada intensa, toca ir a ver una película que sólo dan en horario nocturno y en una sala remota. Es así que, cargando con campera y mochila y después de tomar un ómnibus, ingreso por fin a una sala climatizada y cómoda del shopping de Punta Carretas. El efecto es inmediato: no importa la calidad de la película, luego de cinco minutos acomodado en el asiento, los ojos empiezan a cerrarse. A veces las imágenes se cuelan en los sueños, y hasta las temáticas se prestan para la ocasión. Cowboys, naves espaciales, excursiones en la nieve o en la selva, Arabia, la antigua Grecia; los lugares remotos conectan perfectamente con el mundo onírico. Cuando termina la proyección es difícil diferenciar entre película y ensoñación, darse cuenta de qué diálogos, qué escenas tuvieron lugar realmente y cuáles fueron un agregado del inconsciente. Por supuesto, la enfermedad del sueño es la peor enemiga del crítico de cine: reseñar una película después de pasar por una de estas experiencias es imposible; se vuelve imperativo repetir la incursión al día siguiente, pero esta vez con la precaución de ingerir, antes, un cuarto litro de café. 
Pero dormirse en el cine es una experiencia increíblemente placentera, y el que la haya vivido sabe perfectamente de qué hablo. A pesar de que uno planificó pasar dos horas concentrado y atento, el cuerpo dice no va más: al carajo, a dormir a rienda suelta. Oscuridad, diálogos como murmullos; las imágenes en movimiento parecerían generar un efecto similar al de un fogón en plena noche. 
El hecho de dormirse con una película no habla necesariamente mal de ella. En el año 2011 tuve la suerte de asistir a un taller de escritura en el Festival de Berlín. Fueron días en los que los participantes nos pasábamos escribiendo, entrevistando gente, editando notas. Luego de terminar nuestras jornadas, por fin teníamos libertad para ver la película que se nos antojara; decidí entonces ir a ver una retrospectiva de Ingmar Bergman que estaban pasando. Afuera nevaba, hacía 7 grados bajo cero y justo ese día había contraído una gripe. Nada me importaba: estaba en Berlín y tenía que ver ese ciclo de Bergman. 
La película escogida fue Persona, ese prodigio demencial en el que Bibi Andersson y Liv Ullman se confunden en un mismo cuerpo. La sala, inmensa, estaba repleta y los asientos eran amplios, mullidos, extremadamente cómodos, el sitio perfecto para sumergir un despojo entumecido: comenzada la proyección, cada pestañeo me hacía dormir diez o quince minutos, y cada vez que me despertaba decía para mí mismo: “¡esto es una maravilla!”.
Justamente el maestro Ingmar Bergman persiguió toda su vida filmar películas como sueños, y vale decir que, de a ratos, lo logró. El séptimo sello, Persona, El silencio, La hora del lobo son películas que ya quisiera filmar David Lynch. Su referente en este sentido no fue otro que Andrei Tarkovsky, quien filmaba sueños como quien respira; esto que a Bergman le costó tanto alcanzar, Tarkovsky lo sacaba de taquito. Bergman aseguraba dormirse con las películas del cineasta ruso, pero no señalaba esto como un demérito: decía precisamente que Tarkovsky captaba “la vida como un reflejo, la vida como un sueño” y que su genialidad estaba en lograr eso: que los espectadores se durmieran profundamente viendo sus películas, pasando justamente de un sueño al otro. 
Claro que no es para cualquiera y puede conllevar sus riesgos. Hay gente que no solamente se duerme, sino que ronca ruidosamente, cual motosierra. El roncador compulsivo podría llegar a ser severamente reprendido y censurado por los demás asistentes a la sala (esto no me sucedió a mí, sino al amigo de un amigo…), pero además son comunes las historias de espectadores que, sentados en alguno de los asientos delanteros de la sala, van deslizándose, profundamente dormidos incluso hasta después de terminados los títulos de crédito. Eso contaba el crítico argentino Diego Trerotola, quien aseguraba que, en una ocasión, llegó a quedar completamente recostado en el piso de la sala. Según trascendió a la prensa hace un par de años, en un cine de Barcelona un hombre llamó a los bomberos para que forzaran la puerta del cine en el que había quedado encerrado. También se había hundido en el asiento, pasando desapercibido para el revisor, despertándose mucho tiempo después de haberse ido todo el personal que trabajaba allí. 
El vínculo entre cine y sueño viene siendo, desde hace rato, una obsesión para el polémico cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul. Sus películas, de ritmos cadenciosos e imágenes envolventes, son perfectas para dar unas buenas cabezadas. Pero últimamente viene profundizando con iniciativas innovadoras: en reiteradas ocasiones diseñó grandes pijamadas con proyecciones durante toda la noche, e incluso con café para la mañana siguiente. Y este año en Rotterdam promocionó un hotel diseñado especialmente, en el cual los usuarios accedieron a habitaciones con cama, mesita de luz, baño, y con una gran pantalla circular que proyectó un documental de 120 horas, que mostraba animales y humanos durmiendo, nubes, agua, botes, olas, flores que crecen en primer plano, una familia de patos saltando de un tronco al río. Los huéspedes culminaron la experiencia sin saber cuáles imágenes pertenecían al documental y cuáles a sus propios sueños, pero eso sí, aseguraban haber dormido profunda y placenteramente, como pocas veces en su vida.

Publicado en Brecha el 30/3/2018