viernes, 27 de noviembre de 2015

El capital humano (Il capitale umano, Paolo Virzi, 2013)

Apostando a la ruina

En el mundo de la especulación financiera existe algo tan desagradable como potencialmente redituable que es apostar a que un país o una empresa entre en quiebra y no pueda cumplir con sus deudas. Se trata de una operación complicada y difícil de explicar aquí, pero esta apuesta a la pérdida, llevada a cabo por magnates anónimos, suele traer consecuencias nefastas sobre los mismos países; el interés porque entren en default incentiva a que se propaguen noticias pesimistas o directamente falsas sobre su capacidad económica; esa situación puede propiciar una inestabilidad económica real y, mientras los especuladores salen ganando, todo el resto del mundo pierde. 
Este movimiento es uno de los ejes fundamentales de esta brillante película. La acción se ambienta en la Italia berlusconiana de la burbuja financiera y concretamente en Lombardía, su norte industrial. La tentación de las ganancias fáciles es lo que lleva a un pequeño empresario (Fabrizio Bentivoglio, increíble en su papel de chanta advenedizo) a invertir todo su dinero en un fondo buitre, regenteado por su consuegro millonario. "Tu banco me ofrecía un 3% de rentabilidad, él me ofrece un 40%. ¿Sabes lo que eso significa?", resalta el personaje, justificándose en un diálogo con su interventor. 
Un ciclista es atropellado en la ruta por un jeep, cuyo conductor se da a la fuga. Este desencadenante inicial da pie a tres capítulos, cada uno contado desde la perspectiva de un personaje diferente. Así es como se va tejiendo un ambicioso, dramático y elegante cuadro coral, ilustrativo de la crisis de 2008 en Italia y cómo ésta afectó a la totalidad del entramado social. Como haciéndole justicia a las teorías marxistas, la existencia de cada uno de los personajes del planteo se ve completamente determinada por el dinero, pero no en el sentido de que su calidad de vida aumente o disminuya circunstancialmente, sino que el rumbo completo de sus trayectorias se ha visto alterado por el factor económico. Y en un momento en el que los capitales son sumamente volátiles, también parecerían serlo las vidas humanas; el título refiere a la monetización de la vida de una persona, referida como el “valor económico potencial de la mayor capacidad productiva de un individuo, o del conjunto de la población activa de un país”, como se explica al final del metraje. 
El planteo del director Paolo Virzi (La prima cosa bella, Tutti i santi giorni) se nutre de grandes actuaciones, especialmente en los roles de los tres personajes centrales, a cada cual más interesante. A medida que van siendo presentadas, se van agregando capas de significado a la historia, desde una original perspectiva por la cual el espectador interpreta los hechos de la misma manera que los protagonistas, dándose cuenta en el siguiente episodio de sus propios equívocos y acercándose, en cada etapa, a una nueva verdad. Curiosamente, la novela original de Stephen Amidon se encontraba originalmente ambientada en Connecticut, lo que habla de la universalidad de la historia y su idoneidad al denunciar un problema mundial de primer orden. "Apostamos a que Italia se hundiría y ganamos" dice uno de los personajes en medio de una fiesta, dando cuentas de una antropofagia terminal, por la cual la clase alta se vale de medios indecorosos para erigir sus fortunas y la clase media, a su imagen y semejanza, es capaz de fagocitar a sus vecinos con tal de ascender socialmente. Mientras unos y otros cometen crímenes contra poblaciones enteras en perfecta impunidad, las clases bajas siguen pagando por crímenes comunes, en carne propia y sintiendo la ley con toda su inclemencia.

Publicado en Brecha el 4/12/2015

viernes, 20 de noviembre de 2015

El payaso del mal (Clown, John Watt, 2014)

Ideas sueltas 

 

Originalmente era poco más que un chiste, un trailer falso que el director de publicidad John Watt y su amigo Christopher Ford filmaron para colgar en Youtube. Como parte de la broma le agregaron al video un "producida y dirigida por Eli Roth", refiriéndose al director de Hostal y The Green Inferno, figura de cierto prestigio en el ambiente del cine gore extremo. La cuestión es que Eli Roth vio el trailer y se decidió a apadrinar a John Watt, haciéndose cargo de la producción, incluso encarnando él mismo al payaso del título. El "chiste" no le salió nada mal a Watt, al punto de que ahora ha sido llamado a filas de las grandes superproducciones de Hollywood para filmar la próxima película de Spiderman. 
Si bien se trata de una historia pequeña que parecería prestarse para poco más que una broma, hay que ver lo bien que funcionan estas ideas sencillas como premisas para el cine de terror. La historia de un traje de payaso de origen ancestral e incierto, que una vez colocado queda adherido al cuerpo sin que exista posibilidad alguna de sacarlo y que va convirtiendo al portador en un demonio devorador de niños es, increíblemente, una posibilidad de gran punch cinematográfico. Se echan mano a un puñado de miedos atávicos, la otredad, los monstruos interiores, la figura siniestra del payaso (la fobia a ellos ya se ganó un nombre: la coulrofobia) y la antropofagia, y de esta manera el abrupto comienzo no podía ser más prometedor.
El problema es el desarrollo: a medida que la anécdota avanza ninguno de los actores parece demasiado convencido de lo que está haciendo y los personajes carecen de un pasado y de la complejidad necesaria como para que importe mucho lo que les sucede. El conflicto además se extiende demasiado y siempre de acuerdo a lo previsible (en su desesperación por dejar de ser payaso, el hombre busca al típico veterano medio loco que pueda ayudarlo, se esconde y lucha contra sí mismo, con el creciente demonio aflorando en su interior). Quizá lo más interesante del planteo sea utilizar la contienda interior del hombre y sus intenciones de no lastimar a los niños como una referencia velada a los pedófilos y su propia incontinencia. Hay escenas en que los niños, regalados, buscan al horrendo payaso y hasta golpean a la puerta del apartamento en el que se recluye, que si bien carecen totalmente de verosimilitud, pueden ser leídas como la fantasía esquizoide de un pederasta. 
Si bien se trata de una película con buenas ideas –la mejor escena por lejos es el ataque del payaso a un niño que está solo en su casa, jugando videojuegos en red– los problemas repercuten negativamente en el ritmo y la historia acaba convirtiéndose en algo cansino. Y en definitiva, no parecería estar aportándose nada nuevo al género. 

Publicado en Brecha el 20/11/2016

viernes, 13 de noviembre de 2015

XXX Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

Cine diverso, polémico y popular

Si hay algo que caracteriza al festival de Mar del Plata es su carácter popular, y seguramente lo que lo diferencia sustancialmente de Bafici, el otro gran festival argentino. No se trata solamente de que es organizado por el INCAA y y por tanto es sacado adelante por la Presidencia de la Nación (la responsabilidad de Bafici recae en cambio en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires), sino que además, por una cuestión geográfica, concurren allí otra clase de cinéfilos. Bafici tiene su sede y sus principales salas en la zona de Recoleta, barrio de clase alta bonaerense, mientras que Mar del Plata tiene sus múltiples cines en el centro mismo de la ciudad-balnaerio, localidad peronista por excelencia, concurrida y habitada por clases medias desde que Perón lo volvió un balneario para sindicatos de obreros y empleados en 1954. El público de Mar del Plata es más llano, aplaude con gran entusiasmo todas y cada una de las 400 películas exhibidas –incluso las que no lo merecen–, y ante la llegada de algún personaje célebre, hasta emite ovaciones con cierto aire de barra brava. Sus espectadores parecerían ser por igual jóvenes, medianos y viejos. Quizá sea también uno de los festival de latinoamérica más abiertos al cine de géneros, aunque su apertura a la diversidad sea también un rasgo característico.
Olor a mar, un clima que oscila entre muy ventoso y levemente soleado, corridas de diez cuadras entre sala y sala para llegar en hora a las funciones, una invasión de actores y directores que se pasean como si nada por las plazas y peatonales y que hasta salen a bailar a los mismos boliches que los visitantes de a pie... por sobre todo, mucha, mucha cinefilia, ocho días de no hablar de otra cosa que de cine y una inyección de celuloide capaz de provocar indigestas hasta en los adictos mejor predispuestos.

Competencia Internacional: cine heterogéneo. Si bien pocos dudaron que la programación de este año fue superior a la de los dos años pasados, la Competencia Internacional presentó cine del bueno y también algo del impresentable. No puede adjetivarse de otra manera la imposible Mecánica Popular de Alejandro Agresti, una película que reúne lo peor del cine argentino de todos los tiempos. Discursiva, altanera, gritona, reaccionaria y hasta un poco resentida, encierra a un grupo de personajes al borde del suicidio que discuten sobre el mundo y sobre todo, siempre desgañitándose en vómitos catárticos que pretender subrayar la importancia de lo que están diciendo. Pero como ocurre con la gente que grita o que golpea la mesa cuando habla, pierde credibilidad desde la primera discusión, y semejante escándalo solo verifica la inseguridad de la película y de su director. Como bien dice el crítico de Página 12 Horacio Bernades al respecto: "Agresti filma como hace treinta años, y piensa como hace cien".
En comparación todo lo demás parece genial: el premio a mejor director fue para el eslovaco Iván Ostrochovsky y su película Koza. Siempre hemos visto ficciones de boxeadores emergidos de un entorno marginal que se entrenan, van creciendo cada vez más y sorprenden al mundo con un implacable K.O. También hemos oído siempre de los grandes campeones "39 victorias y 2 derrotas", pero nunca supimos del reverso a esta fórmula. Koza presenta eso mismo: un pobre desgraciado que quiere sacar adelante su vida y la de su familia mediante el boxeo, sólo para morder la lona una y otra vez, con deterioros físicos inevitables. Entre pelea y pelea, lidia con entrenadores alcohólicos y mánagers abusivos, resaca de la sociedad. Un abordaje llamativo y original, y también muy deprimente. En un mismo tono, El precio de un hombre (traducción perfecta de "Le loi du marché") de Stephanne Brizé es una muestra de que en definitiva no hay mucho que envidiarle a Francia en cuanto a estabilidad y calidad laboral (pero sí en cuanto a cine). El cine social francés sigue siendo del mejor que se hace en el mundo y aquí se dispone un cuadro asfixiante como pocos, con un pico de calidad sobre el final, en el acercamiento a la vida de un guardia de seguridad de un supermercado.
El premio Astor a mejor película fue para la notable El abrazo de la serpiente, coproducción entre Colombia, Argentina y Venezuela, dirigida por el colombiano Ciro Guerra. Una inmersión en la Amazonia colombiana, río abajo, nos introduce en un universo cultural en sus últimos estertores, moribundo, en el proceso de ser diezmado por el hombre blanco. Con el espíritu de Apocalipsis Now o Aguirre, la ira de Dios, se trata de un envolvente ejercicio de adaptación histórica, que a medida que se adentra en el corazón de las tinieblas profundiza en conceptos como civilización, saqueo y exterminio.
Los premios a mejor guión y a todo el elenco masculino en conjunto fue para la impactante El club, ya reseñada previamente en estas páginas. En cambio el premio del público fue para Remember, del canadiense Atom Egoyan, de quien hace tiempo no oíamos nada. Un par de décadas después de sus notables Exótica y El dulce porvenir, Egoyan se lanza a un cine mucho menos serio, mezcla explosiva de género de revancha antinazi, con algo de Arrugas, Flores Rotas y Memento. Una historia de venganza senil, con vuelta de tuerca algo tramposa y sin profunidad conceptual alguna. Pero da lo mismo; es muy divertida.
Aunque la mejor película de la competencia (y seguramente de todo el festival), la que llevó el premio Fipresci y el premio a mejor actriz para la siempre maravillosa Érica Rivas es la sobresaliente en todo sentido La luz incidente, del director argentino Ariel Rotter. Una elegante recreación a los años sesenta en torno a una mujer de clase acomodada y con dos hijas a su cargo, quien luego de la muerte de su marido decide rehacer su vida. La película se va convirtiendo paulatinamente en un demoledor retrato de un dolor subrepticio, de una imposición disfrazada, de las malas decisiones surgidas de la necesidad. Un cine que traspasa y se queda instalado, y que habla de lo propio y de lo ajeno con una precisión soberbia. La capacidad del realizador para involucrar y envolver al espectador en una situación crecientemente incómoda es inigualable.

Competencia Argentina. Cine del mejor. Es sorprendente que el nivel promedio de calidad de la Competencia Argentina haya sido aún mejor que el de la Competencia Internacional. Pero así son las arbitrariedades e intermitencias de la programación de festivales, y ya nadie debería poner en duda que el cine argentino no sólo se encuentra en un buen momento, sino que además es el más sólido de toda latinoamérica: con una producción anual de 170 largometrajes (según las cifras oficiales, pero deben de ser aún más), el vecino país entrega anualmente unas dos docenas de sumo interés y espíritu variado. Esta selección fue una buena muestra de esa solidez sostenida.
La ganadora de la Competencia fue El movimiento, adaptación de época sobre los rudimentos políticos de la Argentina, en la que los caudillos son poco más que saqueadores, asesinos a sangre fría, predicadores y embusteros paranoicos; la "civilización" en este recorrido viene acompañado de un salvajismo atroz, y el director Benjamin Naishtat propone con creatividad y cierto riesgo especulativo otro notable ejericicio de revisionismo historico. De todas maneras y aunque la película está muy bien, es poco comprensible que le haya ganado a Hijos nuestros y a Los cuerpos dóciles, dos de las más importantes de la selección, y de las mejores películas argentinas de este año.
Hijos nuestros, de Juan Ignacio Fernández Gebauer y Nicolás Suárez habla de cómo la adicción al fútbol puede convertirse en un problema vital de primer orden para el protagonista, un tachero con sobrepeso que recorre las calles de Buenos Aires. Carlos Portaluppi está genial como el resentido (y también querible) protagonista, al que se lo ve frecuentemente desbordado y salido de sus casillas, totalmente dominado por su propia pasión. Un excelente cuadro social, una dirección general notable que sabe presentarlo con soltura y naturalidad y el plus impagable de Ana Katz como co-protagonista, a quien siempre es un placer ver en pantalla. Por su parte, el impactante documental Los cuerpos dóciles supone una aproximación a la aguerrida cotidianeidad de un personaje único, grande como la vida. El abogado penalista Alfredo García Kalb se dedica a defender delincuentes de poca monta: pibes chorros, descuidistas y rapiñeros a quienes, por su condición de marginales, les esperan penas desmesuradas. El abogado conoce la prisión de primera mano y dedica sus energías a darles a estos muchachos la oportunidad de una defensa sólida y argumentada, y se lo muestra en su barrio y con su familia, en su estrecha relación con los acusados, y en un juicio terrorífico en el que se destapan las triquiñuelas por él implementadas para evitar que la balanza se incline siempre hacia el mismo lado.
También simpática pero sin el nivel de las anteriormente nombradas, Hortensia de los directores Diego Lublinsky y Álvaro Urtizberea es una comedia inteligente que recuerda al cine de Rejtman de sus comienzos (Silvia Prieto, Los guantes mágicos), con un humor permanente y sutil, personajes semi ingenuos y situaciones absurdas. Una fábula deliberadamente inverosímil, con notables apuntes sobre los lineamientos y objetivos que los humanos solemos autoimponernos. También es muy querible Como funcionan casi todas las cosas, cuyo director Fernando Salem llevó el premio a mejor director argentino. Se trata de una ópera prima fresca y sin grandes pretensiones, que nos ubica junto a una protagonista que necesita salirse del estancamiento, en el norte desértico de la Argentina. Cine comprometido, emotivo y muy bien actuado.
Pero el bicho raro de la selección argentina es sin dudas Pequeño diccionario ilustrado de la electricidad, de Carolina Rimini y Gustavo Galuppo. Un documental absolutamente desbocado y sobregirado, una acumulación imparable de datos e imágenes que se imponen recorriendo la improbable historia de un tal Christian Villeneuve, pionero en el desarrollo de la energía eléctrica orientada a la reanimación de los muertos y, cómo no, al invento y evolución del cinematógrafo. Algo así como un mockumentary, que se vale de una infinidad de materiales reales para construir el delirio conspirativo de un esquizofrénico, con ciertos dejos de ciencia ficción clase B y terror pesadillesco. De entre la catarata de datos pueden obtenerse, aquí y allá, hallazgos sorprendentes, un sentido del humor absolutamente atípico y un poder de impacto envidiable.
Otra agradable sorpresa fue El último tango de Germán Kral, documental estándar que se centra en las figuras claves de María Nieves y Juan Carlos Copes, la más grande pareja de baile que tuvo la Argentina. Con entrevistas a los personajes –hoy ancianos– y una recreación ficcionada con actores, se construye una hermosa historia, con puntas dramáticas y bailes soberbios. Sin nunca explicitarse, se dan cristalinas muestras del profundo machismo instalado en el ambiente hace cincuenta y sesenta años.

Otros talentos. La brasileña Campo grande de Sandra Kogut se involucra, con un registro sensible y discreto, en la difícil temática del abandono de niños. Pero la aproximación propone además apuntes notables sobre las brechas sociales y el miedo al diferente, al tiempo que exhibe ciertos cambios sociales imperantes en el Río de Janeiro actual: el caos y las transformaciones urbanas que vienen acompañadas de un proclamado "progreso". Los niños están brillantemente dirigidos y la película impone una sensación de desarraigo constante; al abandono paterno se agrega que los espacios íntimos, los barrios, las plazas, las casas de la infancia son derruidas, convertidas en estructuras diferentes y para otra clase de gente, a menudo edificios o predios indolentes y asépticos.
Dando otra clara muestra de que el cine social brasileño viene cada vez mejor, Que horas ela volta? de Anna Muylaert es una incómoda aproximación al universo de las empleadas domésticas (como en la mexicana Hilda, como en la chilena La Nana) que pasan una vida al servicio de una familia, sin pertenecer, estando sin estar. La transgresión de esos protocolos descubre el andamiaje de un vínculo enfermizo. La venezolana Desde allá viene de llevarse el León de Oro, máximo galardón del Festival de Venecia, y debe de haber sido la película más polémica y desconcertante del festival (por los pasillos se oían toda clase de adjetivos al respecto, que iban desde "homofóbica" a "clasista"), y refiere justamente a la atroz discriminación, a la violencia más irrefrenable y a la brecha social en Caracas. Este cronista considera que esas valoraciones son equívocas y que la película fue de los platos más fuertes, transgresores y brillantes del programa.
Y qué decir de Afternoon, del chino maldito Tsai Ming-liang, responsable de películas inclasificables como Viva el amor, El río y The Hole. En este caso se trata de un documental en el que se registra, en un único plano fijo, una larga conversación de dos horas y diez minutos entre el mismo director y su actor fetiche Lee Kang-sheng (quien protagonizó todas y cada una de sus películas). Tsai había anunciado su voluntad de dejar de filmar, y Afternoon fue originalmente concebida para exhibir en un circuito de museos, pero aún así ha sido encargada y exhibida por festivales de cine de todo el mundo. Increíblemente, se trata de un filme interesante y siempre entretenido, donde el director hace pública su homosexualidad quizá por primera vez, y declara sin mayor disimulo su amor por su interlocutor y eterno amigo de la vida.


El mundo es bárbaro. Si hay algo que caracteriza a los festivales argentinos es que no le hacen asco al cine de género más desquiciado y extremo del mundo. El acercamiento a la sección "Hora cero" del festival (funciones nocturnas de cine bizarro) es una visita obligada para el que vaya, y la entrada a un mundo aparte. De esta selección se puede destacar el filme británico Aaaaaaaah! (el que quiera googlearla, asegúrese de digitar ocho as) de Steve Oram, la película más delirante y mala leche de toda la programación. Los encargados de la sección aclararon que no se hacían cargo de ese filme, que ellos no lo habían programado, y que si había algún reclamo que se hiciera directamente al director, presente en el festival. Se trata de un cuadro de seres humanos que se comportan como primates, comunicándose con sonidos guturales, fornicando sin tapujos, destruyendo electrodomésticos, viendo programas de televisión nocivos y devorándose entre sí. Una marcianada encantadora, no apta para casi nadie.
Pero una de las películas más bizarras y maravillosas del festival es Tag, del maestro Sion Sono. De alguna manera que no puede llegar a comprenderse, el director japonés filmó este año siete películas, dos de las cuales estuvieron presentes en esta programación. Si bien Love and Peace no es la mejor de sus obras (aunque la idea general es genial y tiene tramos soberbios), en cambio Tag es Sono del mejor. Ahí está la mezcla de géneros que lo caracteriza, sus sorpresivos giros de guión, su energía inagotable y su refinada composición. La película está provista de una fuerza, una inventiva y un vuelo poético descomunales, y esconde metáforas sobre los prototipos femeninos que realmente dan miedo. El Festival de Mar del Plata desde hace años que coloca a este creador en un pedestal, estrenando cuanta película puede conseguirse de él. Y no es para menos, por estas tierras deberíamos intentar lo mismo.

Publicado en Brecha el 13/11/2015