sábado, 28 de enero de 2012

La chica del dragón tatuado (The girl with the dragon tatoo, David Fincher, 2011)

Cuando las piezas encajan

Hay veces que basta con dar con la nota justa para el tema indicado para que se logre el milagro. Y últimamente la industria tuvo unos cuantos aciertos en ese sentido; como comentaba en entradas anteriores, es difícil imaginar mejor director para la nueva Misión imposible que Brad Bird, otro que Guy Ritchie para la saga de Sherlock Holmes, y de la misma manera nadie podía calzar mejor para esta primer entrega de Millenium que David Fincher. En cierto sentido es probable que la misma serie literaria Millenium nunca hubiera sido tal si Fincher no hubiese filmado Seven, película que traía al universo del thriller la figura del asesino-torturador serial bíblico, psicópata moralista que castigaba víctimas pecadoras y que tantas veces se vio repetido en el cine, en subproductos que convendría olvidar. Fincher también había demostrado en Zodíaco ser un director capaz de lograr un thriller sólido, manteniendo con buen ritmo la atención de su audiencia durante más de dos horas y media.
Desde la secuencia inicial de créditos el director da con el registro adecuado: un clip a lo James Bond, oscuro, sobregirado, envolvente y violento, al avasallador ritmo industrial de Trent Reznor y Atticus Ross reversionando a Led Zeppelin; se sugiere desde un comienzo lo que se va a continuar más adelante. La chica del dragón tatuado tiene las dosis de truculencia necesaria para todo policial negro que se precie, una puesta en escena estilizada, elegante, fría y austera. Fincher, a siglos luz de las majaderías de su Benjamin Button logra captar la esencia de las novelas originales aportando ambientes turbios, claroscuros, un atractivo y constante cromatismo gris, -salvo en los flashbacks, donde todo parece iluminarse repentinamente- y un montaje acelerado con pertinentes fundidos que propician climas y golpes de efecto. No se evitan los detalles escabrosos, abunda la sangre, hay un gato desmembrado, abuso infantil y violencia sexual como hasta ahora era imposible de ver en el cine de Hollywood –se nota que la MPAA está muy concentrada combatiendo la piratería y abandonó, al menos temporalmente, la censura de los contenidos-, las escenas sexuales llegan a niveles de erotismo quizá comparables a las que dio Bajos instintos en su momento, algo prácticamente insólito para el cine mainstream de la última década.
Quizá Daniel Craig no convenza demasiado, quizá la nueva Lisbeth Salander (Rooney Mara) demuestre con su mirada más desequilibrio que sensualidad, quizá la película adolezca de los mismos vicios que la novela original –un protagonista demasiado intachable, el cliché del villano que habla demasiado cuando debería eliminar de una buena vez a su víctima- pero Fincher da lo mejor de sí y logra algo inexistente en el precedente sueco: ritmo, imágenes poderosas e impacto auténtico.

Publicado en Brecha el 27 de enero del 2012

viernes, 20 de enero de 2012

Sherlock Holmes: Juego de sombras (Sherlock Holmes: A game of shadows, Guy Ritchie, 2011)

Holmes recargado

Holmes pugilista, Holmes toxicómano, Holmes maestro del camuflaje y del disfraz; la nueva, adictiva y sobregirada saga retomó ciertas características que podían verse de a ratos en las obras originales de Arthur Conan Doyle y las potenció, convirtiendo al detective en un sobregirado y en un maníaco, en un temerario que se inmiscuye alegremente en el bajo hampa londinense, pasando desapercibido. Holmes como catástrofe natural, como bólido que se abre camino a puñetazos entre la mugre y el caos, con espíritu lúdico e implacable poder de deducción. Robert Downey Jr. y Jude Law se convirtieron en piezas perfectas e insustituibles gracias a su expresividad y su inagotable carisma, y el gran Guy Ritchie (Juegos, trampas y dos armas humeantes, Snatch, Rocknrolla), a diferencia de muchos directores llamados a filas por la gran industria, calzó perfectamente en la franquicia, logrando acoplar su universo cinematográfico personal al nuevo emprendimiento.
De esta manera en esta secuela abundan los matones feos, hay juegos de azar, peleas callejeras, gitanos, explota el humor a lo Capra y los diálogos a lo Tarantino, el montaje rápido y los juegos temporales; elementos que estuvieron siempre presentes en la obra de Ritchie. La fórmula de éxito se repite: se enfatizan los indicios homoeróticos entre Watson y Holmes, con efecto humorístico impagable, se sobregira aún más la trama (pero dando tiempo al respiro y la distensión), se dispara aún más el dinamismo desatado (aunque ubicando con claridad personajes y situaciones en los espacios de acción), se redoblan las situaciones enigmáticas resueltas fugazmente por el protagonista (pero de forma en que el perder un detalle no afecta al entendimiento general de la trama). Hay secundarios notables: Jared Harris logra un Dr. Moriarty lo suficientemente desagradable, Stephen Fry es un hermano de Holmes tan excéntrico como él y, por sobre todos, Naomi Rapace interpreta a una vidente que acompaña las aventuras de la dupla casi por casualidad, conformando, con su erguida presencia y un semblante que sugiere una inteligencia distinta y silenciosa, otra pata a un núcleo que no podía resultar más atractivo.
El guión de la anterior película tenía algunos huecos y algún notorio anacronismo. Aquí esto parece mucho más cuidado, hay mayor esmero en la escritura, se confía en la inteligencia del espectador y en su capacidad para comprender los dobles sentidos e ironías, y hasta se permite reflexiones de Holmes que pueden sonar pretenciosas pero que no dejan de ser inteligentes y profundas, como cuando le dice a Watson, en referencia al matrimonio, que prefiere morir solo a vivir en un perpetuo purgatorio, o cierta referencia a la fabricación masiva de armas y a asegurarse una demanda. Hay algún punto que puede sonar a disparate total, -como que Sherlock se deje torturar para poder sacar así ventajas de su enemigo- pero en fin, de eso se trata, de un dislate absoluto; uno que está muy bien concebido y que, además, tiene muchísima gracia.

Publicado en Brecha el 20/1/2012

lunes, 9 de enero de 2012

Dau: un experimento

La maqueta viviente

Una ciudad cerrada, de cinco kilómetros cuadrados, habitada por miles de extras que conviven siguiendo reglas rígidas, una vigilancia constante y una composición general por la que se busca replicar una ciudad soviética de los años cincuenta es el inmenso set construido para filmar la película Dau, del ruso Ilha Khrzhanovsky. Pero el experimento parece estar cobrando vida propia, y seguramente ha ido mucho más lejos de lo que se buscaba originalmente.


La historia del cine está plagada de rodajes excéntricos, extensos y desmesurados. Las locuras de Herzog y sus inmersiones en la selva, las odiseas de John Huston, el exabrupto de Coppola para su Apocalipsis now, o el secuestro que hizo Kubrick a la pareja Cruise-Kidman durante quince meses para su Ojos bien cerrados. Pero el actual emprendimiento creado para filmar la película Dau del ruso Ilya Khrzhanovsky supera todo precedente imaginable. El escritor y periodista Michael Idov relata su increíble incursión en el “set”, aclarando que desde un comienzo no sabía con qué iba a encontrarse, visto que los rumores que circulaban alrededor de la iniciativa hablaban desde un régimen esclavista y horripilante, hasta de un espacio donde todos los extras trabajaban gratuita y voluntariamente. Incluso un periodista había aventurado que no extrañaría de encontrarse a la entrada con cabezas clavadas en picas.
Antes siquiera de entrar al set, -situado en Kharkov, Ucrania- el periodista fue entonces sometido a una larga sesión de puesta a punto. Le hicieron un corte de pelo, y fue ataviado con ropas deslucidas y de época: “Negra, molesta y fea hasta lo indecible, la ropa interior es suficiente para desencadenar la peor clase de recuerdos proustianos a cualquier persona que haya pasado algún tiempo en la URSS. Setenta años de miseria cotidiana sostenidos por un cinturón”. Le confiscan su celular y su laptop y para su labor le dan una máquina de escribir de época –no se permiten elementos anacrónicos al interior del recinto- y le informan acerca de un glosario de palabras terminantemente prohibidas, como “google” o “facebook”, entre otras. El set debe de ser llamado “El Instituto”.


Desde afuera, el set se ve como una enorme caja de madera de tres pisos, pero una vez dentro, pasa a vivirse un universo diferente. Una ciudad a escala, plenamente poblada, con una permanente música de chelo proveniente de altavoces montados en postes. Por las falsas calles se entrecruzan los pueblerinos en sus labores cotidianas. Cámaras escondidas e invisibles lo registran todo, en todo lugar, y hay guardias controlando la interacción humana. “Dentro del Instituto no hay escenas, sólo experimentos, no hay filmación sino documentación. Y ciertamente no hay director. En su lugar Ilya Khrzhanovsky, el hombre responsable de esta demencia, es referido como el Directivo del Instituto o simplemente “El Jefe”.
Los habitantes se desempeñan en diferentes labores, y obtienen sus pagas en una moneda local, la “hryvnia”, que sólo es útil allí dentro. La comida, perfectamente fresca, antes de ingresar al establecimiento es nuevamente etiquetada, con fechas de envasado y vencimiento acordes a los años cincuenta. El interior de las casas, los utensilios, las costumbres, las temáticas habladas están adaptadas perfectamente a este mundo controlado y estalinista. Y ya con seis años de existencia, dentro del Instituto se han formado familias, y han nacido niños.
Desde hace poco tiempo, se ha implementado también un duro sistema de multas al lenguaje. El periodista, que es acompañado por el director durante parte de su visita, le pregunta: “¿Vas a aumentar la ciudad con CGI, después?”. Khrzanovsky, sobresaltado, le responde: “Si uno de los guardias te escucha, me multaría a mí por 1000 hryvnias (como 125 dólares), porque tú eres mi invitado. No importa que yo sea el jefe, soy cacheado como a todo el mundo. No puedes usar palabras que no tengan sentido en este mundo”. -“¿Como CGI?, repregunta el periodista. –“Ahora debería multarme dos veces” responde Khrzanovsky.
Desde que las multas comenzaron a tener lugar, también comenzaron a verse cambios en la gente, ya que empezó a darse una fuerte cultura de la delación, justamente lo que Khrzanovsky buscaba. “En un régimen totalitario, los mecanismos de supresión accionan mecanismos de traición. Estoy muy interesado en eso”, confiesa.



Las sorpresas del visitante se continúan. Una joven pobladora le permite pasar a su hogar, charlan durante horas, y ella en ningún momento deja escapar una contradicción, una incoherencia en su discurso. Cuando el periodista le pregunta: “¿Y vos querés ser actriz?”, ella responde “–¿Qué? ¡No! Quiero ser científica”. Más adelante el director lo reprenderá una vez más, y el periodista descubre hasta qué punto influye este terrible panóptico sobre la psiquis individual. “Todas las personas con las que hablé durante mi primer día me han delatado con su jefe”.
Cabe preguntarse cómo una película puede justificar tanto esfuerzo. El director intenta explicar su emprendimiento: “Tomados uno por uno, todos estos detalles son puro delirio. En su conjunto, sin embargo, crean una profundidad de otra manera inalcanzable. Cuando uno recibe su sueldo en esta moneda, y sabe que con él tiene poder de compra y de intercambio, cuando las cámaras están encendidas comienza a tratarlo de forma diferente. Cuando la señora de la limpieza tiene que fregar el suelo del mismo baño todos los días durante dos años, lo hará de forma diferente cuando este haciéndolo frente a cámaras".
Para mantener a la ciudad poblada, hay permanentes castings en los que el director se asegura que los nuevos ciudadanos tengan la voluntad de someterse a su régimen. Y así como hay nuevas incorporaciones a diario, también son echados unos cuantos. Hay gente que dura apenas un día. Mientras algunos de los que se van aseguran que les gustaría trabajar con Khrzhanovsky otra vez, otros se retiran absolutamente indignados; un extrabajador escribió:“Trabajar allí es como ser ese tipo que sueña con ser asesinado y devorado, y que se encuentra con un maníaco que quiere asesinarlo y devorarlo. Perfecta reciprocidad.”


Dau, la película, estáría basada en la vida del físico soviético Lev Landau. Ya está completa en un 80%, pero desde hace meses que no se agrega metraje, ni se avanza en su armado. El periodista que puede ver una parte del material en bruto lo describe como una mezcla vertiginosa de sensibilidades vanguardistas tamaño Hollywood y técnicas de reality show. Y tiene una escena de cuarenta minutos de una disputa improvisada de Landau con su mujer.
Khrzanovsky había filmado una película llamada 4, que había tenido un muy buen recibimiento en festivales internacionales y que le sirvió para atraer inversionistas que inyectaron el monto inicial para su proyecto. El director obtuvo libertad de acción e incluso consiguió la potestad de despedir gente sin tener que dar excusas para ello. Cuando el dinero para Dau parece acabarse, surge increíblemente un nuevo inversionista que asegura la subsistencia del proyecto por unos meses más. El set continúa en su demencial inercia, y muchos allí dentro se conforman con una existencia perfectamente predecible y vigilada.
Ahora bien, la pregunta que cabe hacer es: ¿qué ocurrirá con toda esa gente, su cotidianeidad, sus vínculos, el trabajo que muchos de ellos lleva a cabo desde hace años una vez que haya terminado el rodaje? Khrzhanovsky no tiene una respuesta, y por ahora se limita a dejar correr un experimento social que probablemente haya ido demasiado lejos.

Publicado en Brecha el 5/1/2012

jueves, 5 de enero de 2012

Misión imposible: Protocolo fantasma (Mission: Impossible-Ghost protocol, Brad Bird, 2011)

Gracias, Hollywood

Hay que prestar atención a esta clase de películas. En primer lugar, porque en el inabarcablemente insalubre terreno del género de acción, es muy difícil dar con una obra tan divertida, vital e inteligentemente construida. Pero también porque a su manera es una lección de cine, de cómo utilizar la ilusión de verosimilitud para generar algo volátil e inverosímil a todas luces. Y es una forma de explotar hasta un extremo la capacidad exclusiva del medio de dar rienda suelta a la imaginación y llegar allí donde no se había llegado antes.
La película empieza con una divertidísima fuga de una cárcel rusa al compás de una canción de Dean Martin; se continúa con una infiltración a un edificio del Kremlin (en la que éste termina explotando), sigue con una vertiginosa y terrorífica escalada al edificio Burj Califa en Dubai –hoy el más alto del mundo- y un doble y simultáneo simulacro de negociación que no podría ser más intenso. Hasta entonces la composición fílmica es insuperable. Brad Bird, director de brillantes películas animadas (El gigante de hierro, Los increíbles, Ratatouille) había demostrado ser maestro de la acción más dinámica y de la incorporación de tecnologías ficticias –armas, robots, dispositivos inteligentes- al universo dinámico y adrenalínico de la acción más desaforada. Aquí se utiliza en cierta escena, por ejemplo, una suerte de pantalla que simula la imagen de un corredor vacío, atrás de la cual pueden esconderse los personajes, generando suspenso. Bird también utiliza el montaje paralelo mostrando lo que les ocurre a los protagonistas y pantallas informáticas en las que puede verse en un mapa esa misma acción, dando cuenta de elementos extra que agregan tensión al cuadro. Todo esto realizado de forma que la interpretación de los dispositivos tecnológicos y su interacción con lo que ocurre sean evidentes y no se le escape a ningún espectador, lo que demuestra un gran conocimiento del lenguaje cinematográfico. No era de esperar que Bird se desempeñara tan bien en el universo de la acción real –acotado, difícil de malear- como en el de la ilimitada imaginería animada.
La ambientación musical es genial y agrega puntos al tono jocoso y la creatividad desatada del planteo –ver los poderosos coros rusos durante la intrusión al Kremlin, o las escenas en Bombai, con una adaptación del tema original de la serie interpretada con instrumentos musicales locales-. Los actores están todos muy bien (especialmente las revelaciones recientes: Jeremy Renner y Léa Seydoux) y la nueva conformación del equipo podría dar la pauta de un nuevo comienzo para una saga que hasta ahora había dejado mucho que desear. Es verdad que los diálogos aquí no agregan demasiado y que uno está esperando que terminen para que llegue otra inyección de acción y vitalidad, y que el desenlace no queda a la altura de las expectativas, pero, ¿acaso importa demasiado? He aquí una película que vale cada peso del precio de su entrada, y un entretenimiento de primerísimo orden.

Publicado en Brecha el 5/1/2012

martes, 3 de enero de 2012

Buenos Aires bulle

(Rápidas) impresiones de una ciudad embelesada


En el centro de la capital, la oferta cultural es inagotable y abrumadora. Opto en seguida por desechar las llamativas propuestas de teatros under de Palermo, las visitas guiadas por los barrios, las charlas literarias, los portentosos museos y la feria del libro lunfardo, y tratar de orientar mis energías al cine. En la semana de Cine Europeo, en el Gaumont, doy con la grandiosa Le gamin au vélo, última película de los Dardenne, en la que los hermanos siguen a un niño conflictivo y abandonado, logrando plasmar en la pantalla toda su ciclotimia, sus tribulaciones y su desesperación. Una obra comprensiva, sobregirada, demoledora y fundamental, que revive y redimensiona el clásico Los cuatrocientos golpes, de Truffaut. También en el Gaumont doy con Las acacias, corroboro que es una de las películas argentinas del año, y luego salgo indignado por un pretencioso exabrupto kitsch llamado Verano maldito. Los cineastas argentinos son igualmente capaces de obras pequeñas y sensibles como de desmadres sórdidos intragables. En el centro cultural Borges, en las históricas Galerías Pacífico, doy casualmente con un piso entero dedicado a la India, con telas, vestidos y chucherías del país. Hay también una sala de cine, y como buen devoto me integro a una larga y luminosa jornada de comedia, música y llantos a puro Bollywood. En Ventana Sur, una vitrina donde se exponen las películas para que compradores y distribuidores tengan acceso a la industria cinematográfica latinoamericana puede verse un gran mercado de películas en producción. En la sección “Primer corte” -en la cual se exponen películas aún no terminadas- gana el primer premio la pelicula Solo de los uruguayos Guillermo Rocamora y Javier Pelleiro, sobre un trompetista de la Fuerza Aérea que tiene que decidir si cumplir su deber e irse a la Antártida o participar en un concurso de música.
En el Luna Park, la llegada de los Babasónicos se retrasa más de media hora, y la impaciencia juvenil es más que audible. No se vende alcohol a una decena de cuadras a la redonda, y al interior abundan los carteles -olímpicamente ignorados- donde se expresa la prohibición de fumar. Un machacante video explica las vías y los procedimientos de escape ante un eventual incendio -sobrevuela el fantasma de Cromañón- por quince salidas de emergencia que rodean el lugar.
Los Babasónicos dan lo que prometen, logran un espectáculo poderoso y aportan las dosis suficientes de canciones pegajosas y dinámicas, con ese estilo tan particular que los caracteriza. La escenografía, una tarima de tres pisos en donde se disponen los integrantes, cambia de motivos mediante creativos juegos de luces. Lástima que Adrián Dárgelos, el vocalista, piense que es tan sensual y se pase contoneándose sin parar, y que las chicas del público refuercen su ilusión con un griterío histérico casi constante.


SUBE. En el centro, la incorporación reciente de las tarjetas SUBE (Sistema Único Boleto Electrónico) facilita mucho el traslado del visitante. Quienes se hacen de la tarjeta pueden recargarla -se le coloca la cifra que uno desee, a partir de dos pesos- y utilizarla en todos los transportes, sean micros, trenes o subtes. Uno la pasa por la máquina instalada en la entrada a las estaciones, o arriba de los micros, y de ahí es debitado el precio del viaje, apareciendo un cartel luminoso que señala cuánto saldo queda en la tarjeta.
Una inmensa diferencia entre acá y allá: si bien en la Capital Federal el sistema de transporte es también privado, las empresas están obligadas por ley a asegurar el viaje al usuario. Es decir, deben de hacerse cargo de cumplir con el servicio público asignado y no pueden dejar a la gente en la calle: si en las boleterías no hay cambio, entonces los viajantes pueden ir gratis a destino. Si los tarjeteros no funcionan, aunque sea temporalmente, también se viaja gratis.
Una protesta de los delegados del Subte de Buenos Aires lleva ya más de noventa días de actividad; cortan sus servicios de recarga de tarjeta -dejando a miles de usuarios varados- ya que insisten que la incorporación de una labor extra -pasar la mano con la tarjeta por la máquina para ayudar a recargarlas- les provoca tendinitis, cefaleas y contracturas. La respuesta de Cristina Kirchner fue terminante. Calificó a las actitudes de los trabajadores del Subte como “egoistas, insolidarias, impropias”, y agregó: “la pucha, vi a mi viejo trabajar en el colectivo, tenía que sacar boleto por boleto. Laburó toda su vida y nunca tuvo tendinitis de nada (...) les pido a todos los argentinos que tienen responsabilidades, que trabajan, que estudian, que están arriba de un arado, que pensemos un minuto no sólo en nosotros mismos”.

Mengele y Perón. No es novedad que Argentina sirvió, desde la Segunda Guerra Mundial, como exilio privilegiado para políticos, banqueros y empresarios nazis. Los estertores del III Reich y de Hitler fueron vistos a tiempo por muchos alemanes, y ante la inminente llegada de rusos y norteamericanos que supondrían la implacable finalización de su buen pasar, y que no dudarían ni media fracción de segundo en confiscar sus bienes, no fueron pocos los que, lejos de sentirse tentados de suicidarse junto al führer, se tomaron los vientos a tiempo de salvar su pellejo. El presidente Perón tenía buenas relaciones con la Alemania nazi, y acogió a muchos empresarios que instalaron sus empresas en Buenos Aires, como la Merck o que abrieron grandes filiales como la de Mercedes Benz. El discreto y apacible barrio Vicente López fue un destino especial y, entre otros, el mismísimo Josef Mengele, -también conocido como el “Angel de la muerte”, famoso por haber perpetrado atrocidades experimentales en Auschwitz- fue uno de los tantos e impunes refugiados.
La casa de Mengele está escondida en uno de los tantos recodos laberínticos de un barrio arbolado, prolijo y apacible, en la inaccesible calle -de tan sólo media cuadra y una sola entrada- Virrey Vertíz. A simple vista, la pequeña residencia no llama la atención en lo absoluto. Apenas una fachada blanca, de bajísimo perfil, en la que nadie repararía. En el preciso momento en que llego allí la casa está en obras, y logro meterme en su patio delantero, quizá días antes de que vaya a colocarse una reja y redimensionen nuevamente todo. Luego de dar un breve vistazo logro dar con algo realmente atípico: a un costado del patio se abre un camino, parcialmente cubierto por arbustos. ¿A dónde desemboca ese sendero? Al patio trasero de la casa del vecino, un gran caserón que tiene su propia fachada en la otra calle, inaccesible desde esta. No es de extrañarse que Mengele haya elegido una casa con vía de escape incorporada, para rehuír a probables redadas policiales y persecuciones.
La casa en la cual el veterano Domingo Perón se alojaba, a tan sólo una cuadra y media, en la calle Gaspar Campos, es disímil sólo en apariencia. La fachada es llamativa, ampulosa, y tiene una foto del prócer allá arriba, en su segundo piso. Mi acompañante me cuenta que, cuando Perón se instaló allí, inmediatamente terminó con la paz del barrio, porque la Juventud peronista comenzó a postrarse, con griterío y ruido de bombos casi a diario, para aclamar a su ídolo. Cuando el barullo era demasiado, salía López Rega al ventanal y le pedía a la muchedumbre enardecida que por favor no hicieran tanto ruido, diciendo que “Domingo quiere dormir”.
Pero como la casa de Mengele, la de Perón también tiene un truquito escondido. Por detrás hay un terreno extenso y una subrepticia salida que da al otro lado de la manzana, hacia la calle paralela. Dando la vuelta corroboro que desde atrás no se puede ver nada; ni casa ni nada, tan sólo una entrada con una loma y una descuidada maraña de arbustos. Nadie podría sospechar que allí detrás se encuentra el caserón. Por ese otro lado, seguramente, Perón recibía visitas especiales sin que la prensa y todo el mundo reparara en ello, o se iba al demonio sin que lo molestaran.


Ruido. La parafernalia de Cristina es omnipresente, y la devoción por ella es palpable. Es curioso que la mayoría de los bonaerenses a los que consulto sobre el fenómeno hablen pronto y con entusiasmo sobre la soja, sobre la prosperidad, y, sobre todo, sobre el progreso. Esta última palabra, “progreso” es muy cara al bonaerense promedio, y se utiliza siempre ligada a la construcción edilicia, a las grandes obras de infraestructura, a la bonanza y a la acumulación aunque, por lo visto, desestimando otras clases de “progresos” sociales o educativos. De todos modos, algunos de los planes sociales parecen haber dado sus logros: La villa 31, por detrás de la Estación de Retiro, ha cambiado visiblemente. Hace cinco años era tan sólo un montón de casitas pequeñas, autoconstruídas, y hoy sus habitantes –muchos de ellos albañiles- les han edificado pisos encima, dos, tres y hasta cuatro pisos. ¿Cómo hacen para que no se vengan abajo? La mayoría ha rellenado los pilares con una infinidad de varillas; seguramente más de las necesarias. Un entendido en la materia me comenta que si hubieran contratado a un ingeniero, las obras les habrían salido más baratas, por el costo de los materiales. Pero de eso se trata, de un rebusque individual.
En la calle Florida, hasta hace cinco años uno era acosado en cada semáforo por una infinidad de niños que le pedían unas monedas, un cambio para poder comer. Hoy ya no puede verse eso –quizá porque estén mejor, o porque Macri los barrió para abajo de la alfombra- pero en cambio hay un sinfín de tarjeteros de casas de masajes –cazabobos, en la jerga local- que salen a la búsqueda de extranjeros para llevarlos a los establecimientos prostibularios y robarles –literalmente- todo su dinero. La policía forma parte de la estafa y si bien es algo que todo el mundo sabe, -además de cuáles son los locales que se dedican a eso- nada se ha hecho para revertirlo.
En la asunción de Cristina, hay muchas cosas que no se podrían ver en ningún otro país: que la banda presidencial sea alcanzada por su hija (¡!), como si el gobierno fuese una cuestión de familia, o el “¡te amo potra!” que le gritó durante el juramento un agradecido militante por el matrimonio igualitario, rompiendo toda proximidad a la seriedad protocolar.
Pero si hay un fenómeno realmente incomprensible para el visitante uruguayo es el sinfín de organizaciones autodenominadas “peronistas” que mueren del éxtasis por Cristina –y por Néstor, todo un mártir- y que se abocan a ellos con fanatismo ciego. Una porteña bastante avispada me comentaría más tarde que no se puede entender a las Juventudes Peronistas, “es como una barra de Boca, o de River, no podés comprenderlas desde un punto de vista ideológico o racional, porque se trata, ante todo, de una cuestión de fe.” Los cánticos no podrían ser más curiosos, entre ellos se destaca uno: “Nestor, mi buen amigooo, esta noche volveremo a estar contigoo, militaremos de corazón, somos los pibes, los soldados de Perón. No me importa lo que digan, los gorilas de Clarín, vamos todos con Cristina a liberar el país”. Cristina, más allá de todos sus logros, le ha dado al argentino la oportunidad de revivir la nostalgia masturbatoria de un pasado glorioso y próspero, de la misma manera en que lo hizo Menem en los noventa, y que llevó a que muchísimos lo continuaran votando, aún años después de que hubiera saqueado y vendido medio país. La comparación de un presidente con el otro no tiene sentido alguno ni es justa, pero sí el fervor que ambos despertaron, el fanatismo, causados en parte por un nacionalismo difícil, peligroso, que se respira constantemente. Saliendo de las multitudes enfervorecidas me escapo ensimismado, cavilando, preguntándome qué sentido tendrá ser el soldado de un cadáver.