viernes, 23 de diciembre de 2016

Rogue One: Una historia de Star Wars (Rogue One, Gareth Edwards, 2016)

Diferente, y menor


En su acumulación de episodios y trilogías, más reboots, spin-offs y fanfictions, la saga Star Wars se ha vuelto tan rica e intrincada para los fanáticos como incomprensible e inabarcable para quienes la ven desde fuera. Pero como los que están dentro son tantos y tan profundamente entusiastas, todo intersticio en la trama, toda nueva indagación en cualquier época de la extendida historia significa un nuevo filón a explotar. La industria no descansa, y si Harry Potter ya no tenía más libros en los que inspirarse, hubo que hacer un viaje al pasado para iniciar la nueva franquicia de Animales fantásticos y cómo encontrarlos. Si bien Star Wars podría seguirse indefinidamente hacia adelante a partir de El despertar de la fuerza, por qué no explorar (explotar) las ocurrencias que pudieran intercalarse en el pasado y, ya que estamos, volviendo a traer figuras populares desaparecidas, como la del mismísimo Darth Vader. 
Así es que esta historia se ubica cronológicamente luego del final de la segunda trilogía (la de los años 2000) y antes del comienzo de la primera. El imperio cada vez obtiene mayor poder interplanetario y la rebelión se encuentra ya prácticamente diezmada; los jedi se han vuelto una raza extinta. Es en este panorama que un grupo de parias, rebeldes y conscriptos de bajo perfil deciden aliarse para una misión suicida aunque asimismo crucial: el robo de documentos que exponen la vulnerabilidad de la Estrella de la Muerte, nefasta arma del imperio diseñada para subyugar a la galaxia destruyendo planetas enteros. 
Es así que esta película es muy diferente en tono a El despertar de la fuerza, y al resto de los episodios de la saga. Es más deliberadamente oscura, y se encuentra opacada por el germen de la seriedad. No es extraño que haya sido comparada con Doce del patíbulo, con Los siete samuráis, y con todo ese cine en que un grupo de forajidos se embarca en una arriesgada misión. La idea es buena, y los principales miembros del equipo están notablemente presentados como para contar con atributos específicos y ser bien diferenciados. 


Ahora bien, el problema de Rogue One es tan central y elemental como la idea misma de ritmo y, por ende, de entretenimiento. Podrá notarse en primer lugar la ausencia de comic reliefs, así como de criaturas simpáticas rondando los personajes principales, algo muy curioso por tratarse de una entrega de Star Wars. Podrá creerse que esto es un sinónimo de madurez, pero analizándolo en detalle (se siguen spoilers) está lejos de serlo. Como se trata de una misión suicida, el conocedor de la saga no debería extrañarse por el hecho de que cada uno de los integrantes del grupo termine falleciendo en determinado punto del desenlace, y es precisamente por eso que los creadores habrán pensado que ninguno de los personajes debería ser lo suficientemente simpático, para no herir así la sensibilidad ni despertar el desconsuelo en las audiencias infantiles. El resultado de esto es una abundancia de diálogos mecánicos y despersonalizados, carentes de gracia. 
En segundo lugar, tanto el director Gareth Edwards (Godzilla) como los guionistas parecerían carecer de la imaginación suficiente como para hacer que la película verdaderamente levante vuelo. La tensión sí está bien construida, pero la trama carece de los clímax esperables. De hecho, los momentos de acción recuerdan a esas aburridas películas de comandos, con balazos y explosiones por doquier, pero sin la gracia de aquellos montajes paralelos formidables de los episodios previos, en los que se exponían varias contiendas cruciales al mismo tiempo. De hecho, las muertes de un par de personajes importantes están pésimamente explotadas, y una de ellas (la de Baze Malbus) hasta carece de sentido alguno.
Esto no quiere decir que Rogue One no valga la pena. Se trata de un imponente despliegue de producción que ofrece una historia de a ratos atractiva, pero también dejando ese retrogusto amargo: la impresión de ser mucho menos de lo que podría haber sido. 

Publicado en Brecha el 23/12/2016

lunes, 12 de diciembre de 2016

Black Mirror. Temporada 3

En cadena, y todavía genial 



En los años ochenta la ciencia ficción imaginó un futuro de autos y skates voladores, zapatillas climatizadas que se atan solas, casas inteligentes, cíborgs y robots por doquier. Nunca llegamos a eso, y a simple vista nuestra cotidianidad parecería no haber cambiado demasiado: seguimos tomando ómnibus destartalados que funcionan a gasoil (salvo honrosas excepciones), compramos verdura en la feria, continuamos defecando en inodoros cuyos mecanismos siguen tan rudimentarios como los de hace cien años y, por lo general, nuestros cuerpos carecen de implantes cibernéticos. Los cambios tecnológicos que nos tocó vivir fueron terriblemente drásticos, pero ocurrieron en una línea que nadie podría haber previsto. Nadie fantaseó sobre un mundo de multitudes encorvadas sobre celulares, nadie imaginó Internet y redes sociales, palos para selfies, Tinder y sexo virtual. 
Es por eso que una serie como Black Mirror parece tan acertada: los personajes y las situaciones que nos presenta viven en un futuro próximo en el que la apariencia no ha cambiado demasiado, pero la tecnología tal como la conocemos sí se ha desarrollado en determinadas direcciones; lejos de parecer delirantes, estos cambios son contrastables con nuestra propia realidad –no pocos cronistas vienen señalando el acertado carácter profético de la serie–. Ese espejo negro que nos presenta habla mucho del mundo en el que vivimos, y es por eso que se trata de una de las series más incómodas, seguramente la más punzante y elocuente con respecto a cómo la tecnología afecta nuestros modos de vida y nuestras maneras de pensar. Charlie Brooker, guionista y creador de este engendro, ha sido de los más perspicaces observadores del fenómeno y sus peligros. 
Es verdad, no es una serie apta para todos. Hay que estar preparado para asistir a historias dolorosas o directamente terroríficas. Corresponde preparar la mente y el estómago ya que, al igual que con los viejos episodios de La dimensión desconocida, el retrogusto suele ser particularmente amargo. Pero uno de sus atributos es que cada uno de los episodios es unitario, independiente de los demás, así que, asesorándose, uno podría ver sólo los mejores, sin necesidad de seguir un orden ni estar atado a una continuidad. A quienes quieran acercarse a la serie sin necesidad de verla en su totalidad, este cronista les recomienda especialmente los insuperables episodios “15 millones de méritos”, “Oso blanco”, y “Blanca Navidad” (todos ellos muy pesadillescos). 


Hasta ahora la serie contaba sólo con siete entregas, distribuidas en dos temporadas y un especial de Navidad. El promedio era excelente, con solamente un episodio fallido –“El momento de Waldo” tenía un tono panfletario y aleccionador inédito–. Ahora pasó algo extraño y sumamente particular: la serie pasó a ser producida y emitida por Netflix, lo que genera ciertas inquietudes; ya salió una tercera temporada de seis episodios y para el año que vienen saldrán otros seis. Es decir, en dos años prácticamente se duplicará el número de episodios. ¿Black Mirror producida en cadena? El riesgo de la repetición o la caricatura parecería inevitable. Como sucede justamente con el rebelde inconformista de “15 millones de méritos”, el riesgo de ser fagocitado por el sistema y volverse funcional a él parece muy real. Y de hecho los primeros tres episodios de esta tercera temporada flaquearon en este sentido: parecerían hechos en piloto automático, con guiones no demasiado trabajados y unos cuantos lugares comunes; “Nosedive”, dirigido por el muy ampuloso británico Joe Wright, cuenta con una premisa notable –la gente asciende o desciende socialmente según las “puntuaciones” que los demás le otorgan–, pero se vuelve predecible en su desenlace. “Playtest” explora el realismo de los videojuegos y la búsqueda de experiencias extremas, pero lo hace sin demasiado contenido, y en “Shut Up and Dance”, el más flojo de todos, se plantea la idea del chantaje virtual, con un desarrollo sumamente inverosímil. Pero a partir de aquí las cosas mejoran radicalmente: “San Juniperio” es seguramente el episodio más original de esta nueva temporada, presentando un vínculo lésbico que aparenta ambientarse en la California de los años ochenta, y que va introduciendo elementos completamente desconcertantes, saltos en el tiempo, realidades difusas que acaban planteando una sorprendente reflexión sobre la muerte en vida y la tecnología al servicio del hedonismo. “Man Against Fire”, por su parte, es brutal: un escuadrón de soldados se adentra en territorio hostil, infestado de mutantes, y refiere a la creciente despersonalización de la guerra y la construcción mediática de “monstruos” en el enemigo a diezmar. Por último, el episodio más largo hasta hoy –prácticamente un largometraje, de 89 minutos–, “Hated in the Nation”, es un maravilloso thriller policial en el que truculentos asesinatos son perpetrados por un enemigo impensable. De trolls informáticos y de la irresponsabilidad que promueven ciertas plataformas de anonimato refiere la que seguramente sea la mejor película –por qué no– de ciencia ficción del año. Corresponde armarse de valor, y verlos de una buena vez. 

Publicado en Brecha el  9/12/2016

viernes, 9 de diciembre de 2016

Sully: Hazaña en el Hudson (Sully, Clint Eastwood, 2016)

El sistema funciona


“Por favor, nunca pares de filmar” le cantaba hace años Billy Crystal a Clint Eastwood, en una ceremonia de los Óscar. Pero la súplica podría haber provenido de cualquier cinéfilo que se precie: no se trata solamente de que las películas de Eastwood sean un entretenimiento asegurado (mejor olvidarnos por un rato de El francotirador), que estén bien contadas, que estén construidas con fluidez, elegancia y una coherencia envidiables, sino que además están dotadas de una fuerza muy particular, que les otorga un vuelo cinematográfico único, lo que convierte la experiencia de su visionado en algo intenso y memorable. 
El piloto Chelsey “Sully” Sullenberg se encuentra al mando de un vuelo de pasajeros de rutina, pero a poco de despegar, el jet se cruza con una bandada de gansos canadienses que avería ambos motores. Evaluando rápidamente las posibilidades de descenso y la distancia a la que se encuentran las pistas de aterrizaje, el piloto decide, a pesar de los inmensos riesgos que ello supone, realizar un amerizaje sobre las aguas heladas del río Hudson. La arriesgada maniobra es un éxito, y más allá de algún herido puntual, todos los pasajeros son rescatados. 
Pero lo interesante de la película y el eje del conflicto queda planteado cuando comienza una investigación llevada adelante por la NTSB (Junta Nacional de Seguridad del Transporte), que pone en duda la decisión del piloto. Según datos recabados mediante el cálculo con algoritmos y la recreación del vuelo en simuladores, se señala la posibilidad de haber vuelto a cualquiera de las dos pistas de aterrizaje cercanas. Para colmo, se plantea que uno de los motores del avión aún funcionaba, en ralenti. Quizá el piloto, al tomar la decisión de amerizar, puso en riesgo a 155 personas cuando pudo haberlos llevado de vuelta tranquilamente a cualquiera de los aeropuertos cercanos. Al salir estos datos a la luz, Sully comienza a dudar de sí mismo y de la decisión que tomó a último momento y bajo extrema presión: quizá podría haber evitado una experiencia traumática a tanta gente (y los costos del avión perdido) de no haber tomado una medida tan drástica. 
Una historia que otro director hubiera descartado, quizá por considerarla irrelevante o poco fructífera a nivel cinematográfico, es explotada con inigualable maestría por Eastwood, con la ayuda determinante del guionista Todd Komarnicki y el montajista Blu Murray. Los momentos cruciales del incidente son recreados tres veces en la película –siempre desde una perspectiva diferente– sin que estas escenas suenen repetitivas o pierdan un ápice de intensidad. Asimismo la tensión y la incomodidad de las sospechas que recaen sobre el piloto proveen al planteo de un sostenido y poderoso peso dramático. 
El problema, quizá, sea algo tan íntimo como la ideología conservadora del director. Como es sabido, Eastwood es de las figuras públicas más reconocibles entre filas del partido republicano, lo que explica que haya elegido una historia real de este porte (el que no haya visto la película quizá debería dejar de leer por aquí). El desenlace no podría ser más tranquilizador, ya que se ocupa de dejar en claro que la decisión de Sully fue correcta, que se trata de una figura intachablemente heroica y, sobre todo, que el sistema que lo rodea, perfectamente dinámico, presto a la colaboración, muy ajeno a obedecer a intereses personales y corporativos y dispuesto a reconocer los errores propios, acaba funcionando a la perfección y reconociendo la grandeza del piloto. Pero lejos de todo esto, el mejor cine nunca es tranquilizador: es aquel que deja sombras de duda, que implanta en el espectador el germen de la incomodidad y lo deja allí depositado, es aquel que se preocupa en exhibir las fisuras de la gran maquinaria y las injusticias que ella esconde, sin apelar a fórmulas mágicas que las diluyan o las hagan desaparecer. 

Publicado en Brecha el 9/12/2016

viernes, 2 de diciembre de 2016

La llegada (Arrival, Denis Villeneuve, 2016)

Lost in Translation


En una línea ya algo añeja de ciencia ficción trascendental, promovida en 1968 por el éxito de 2001. Odisea del espacio, esta película es el último ambicioso proyecto del cineasta canadiense Denis Villeneuve, autor de las brillantes Polytechnique, Incendies, Prisoners y Sicario. Villeneuve ha sido merecidamente proclamado y calificado como una de las grandes recientes revelaciones, y Hollywood supo reclutarlo prestamente para sus propias filas. Así, en los últimos cuatro años el director concibió ya tres películas de financiación íntegramente estadounidense, producidas y distribuidas por las majors. Por fortuna, hasta ahora Villeneuve mantuvo su perfil autoral, y aunque sus películas parecen actualmente más viradas hacia los géneros, su abordaje es siempre original y profundo, conjugando el cine popular y masivo con una concepción sobresaliente y una certera visión social y antropológica. Pero seguramente este sea uno de los filmes más sobrevalorados de la temporada. La historia comienza con la abrupta llegada de 12 naves alienígenas de más de 450 metros de altura, distribuidas en diferentes puntos del planeta. Una experta en lingüística (Amy Adams) es reclutada junto a un científico (Jeremy Renner) por el gobierno de Estados Unidos para intentar establecer comunicación con los visitantes, para averiguar quiénes son y cuál es su propósito en la Tierra. 
Es indiscutible el talento de Villeneuve para construir suspenso y contar historias, así como la forma en que introduce interesantes reflexiones en sus películas. Uno de los ejes de la trama es la dificultosa y progresiva asimilación, por parte de la protagonista, del idioma particular de los extraterrestres. Partiendo del concepto de que el lenguaje determina la percepción del mundo, se lleva a sus últimas consecuencias la idea de que el aprendizaje de una lengua “superior” podría resetear el cerebro, de modo de llevar al hablante a adquirir habilidades nuevas. 


Pero casi todo suena a canción conocida: un prólogo al estilo Up, que demuestra en breves pantallazos el paso del tiempo de un vínculo, con desenlace trágico incluido. El trascendentalismo new age a lo Malick, por el cual se intercala en la historia una anécdota familiar; la comunicación con extraterrestres bonachones a lo Encuentros cercanos de tercer tipo, la pareja dispareja en la que se opone el hombre de ciencias con la chica de letras. La visita alienígena con lección moral, la resolución mágica a lo Interestelar –el amor vence los límites del tiempo y el espacio– y, patrón del libreto estadounidense “inteligente”, un enigma que se resuelve, vuelta de tuerca final mediante. 
Reflexión social y política, la película expone una humanidad incapaz de resolver de forma pacífica los conflictos y siempre presta a mitigar su paranoia y sus miedos mediante la violencia. En la medida en que no existe un líder mundial que pueda lidiar con los extraterrestres, los mandamases de las diferentes naciones no logran comunicarse entre sí ni llegar a un acuerdo sobre cómo aproximarse a ellos. Lo curioso es que sean justamente China y Rusia las potencias descerebradas que al comienzo deciden hacer frente a los alienígenas mediante un ataque preventivo, mientras Estados Unidos apuesta por el diálogo y el entendimiento. Se podrá discutir y especular sobre si en un escenario real las cosas sucederían de ese modo, pero en cualquier caso suena ridículo que la potencia que sistemáticamente apela a la violencia y al conflicto bélico inmiscuyéndose en cuanto confín del planeta existe, sea la que en este caso opte sabiamente por el diálogo y la comprensión pacífica del “diferente”. 

Publicado en Brecha 2/12/2016