viernes, 28 de septiembre de 2018

Buscando... (Searching, Aneesh Chaganty, 2018)

Copiar formato 


Eliminar amigo, Open Windows, y la notable Cyberbully son claros ejemplos de películas que utilizan y exploran a fondo la cotidianeidad de las nuevas tecnologías, volviéndolas omnipresentes. Así, asistimos a la interacción de los personajes con sus pantallas, registrando todo lo acontecido en su computadora. Videollamadas, noticieros de portales web, cámaras de seguridad, emails, chats, foros y redes sociales, youtube, o simplemente las interfaces cotidianas en las que se abren y cierran carpetas y archivos diversos, son los recursos que se combinan para hacer avanzar la narración. 
Como la inmersión en las redes sociales y otras plataformas y aplicaciones es un fenómeno relativamente nuevo, este tipo de películas dan lugar a una alta dosis de creatividad, de búsqueda experimental. El montaje pasa a ser algo más que una concatenación de escenas, porque también consiste en la división de la pantalla en sucesivos elementos y ventanas. Movimientos de mouse que silenciosamente dan cuenta de giros narrativos, situaciones presentadas abruptamente que se comprenden al entender qué programa está siendo utilizado, elipsis logradas por nuevos inicios de sesión o cambios en los fondos de pantalla (dando cuenta de que la acción pasó a suceder en otro momento y en otra computadora) son algunos de los recursos que hacen avanzar la narración.
Buscando… se vale de este registro para contar hábilmente una historia reiterada mil veces. Pero las premisas del thriller policial son irresistibles, y esta anécdota en la que un padre viudo se arroja a la búsqueda de su hija desaparecida tiene el poder de captar la atención a los pocos minutos. A priori podría pensarse que el formato es cansador, pero exceptuando un par de momentos en que la narración parece estancarse, por lo general fluye y hasta genera buenos fragmentos de tensión. El joven director indio-americano Aneesh Chaganty (27 años) parece desempeñarse bien en estos aspectos; el tiempo de demora en la respuesta de un chat, llamadas perdidas y mensajes que llegan sin que el protagonista se dé cuenta aumentan la ansiedad del espectador en momentos clave. 
Un punto curioso es que todas las interfaces, todos los programas y todos los chats están en español, por más que uno asista a una función subtitulada. Esto se debe a que, para las versiones en español y en francés de la película, estas secuencias fueron recreadas en su idioma respectivo; si bien el rodaje duró tan sólo 13 días, la edición y la animación posteriores insumieron dos años. Lo que en cambio no parecería estar tan bien es la dirección de actores; tanto el intérprete principal como la actriz que se desempeña como detective a cargo del caso se ven un poco desconectados de sus roles, como si no terminaran de comprender a sus personajes. Esto, sumado a una historia que a grandes rasgos no parece ofrecer nada nuevo, puede dejar la impresión de una película televisiva, algo amateur.

Publicado en Brecha el 28/9/2018

viernes, 21 de septiembre de 2018

Crimen en El Cairo (The Nile Hilton Incident, Tarik Saleh, 2017)

El despotismo y sus consecuencias 


Esta película está ambientada en El Cairo del año 2011, durante los inicios de la “primavera árabe” y sobre los días finales de una dictadura que duró 30 años. Como en todo buen policial, la trama gira en torno a un crimen: una famosa cantante es degollada en una habitación del hotel Hilton. Tras examinar muy superficialmente la escena del crimen, el comisario a cargo de la división especializada advierte a sus subalternos que se trata de un caso cerrado y que no corresponde investigar. Más tarde, desafiando toda lógica, el fiscal de distrito dictamina que fue un suicidio. Pero el protagonista, un detective testarudo, decide seguir con la investigación por su cuenta. 
A medida que la trama se va desarrollando aparecen salpicadas referencias más o menos explícitas a la situación sociopolítica: en la televisión pasan la noticia del atentado de fin de año en la iglesia de Alejandría, así como la situación de la primavera árabe en otros países aledaños. El dictador Hosni Mubarak intima a la población a ir a sus casas “a cuidar a sus hijos”, pero de todos modos las protestas en las calles recrudecen día a día. Sobre el final de la película, el protagonista se enfrenta con su antagonista en plena manifestación en la plaza Tahrir, epicentro del levantamiento popular. 
El detective es interpretado por Fares Fares, un actor de origen libanés que, curiosamente, aquí también es productor. Este sobresaliente intérprete dio sus primeros pasos en el cine sueco, y no es la primera vez que protagoniza un filme, sino que lo viene haciendo desde hace años, destacándose en thrillers y policiales europeos como Easy Money, El guardián de las cosas perdidas y El ausente. Incluso ha participado en películas hollywoodenses, como La noche más oscura y RogueOne, una historia de StarWars. Fares Fares es un protagonista perfecto. Si bien aquí encarna al típico detective viudo y solitario del noir, es uno repleto de matices: reúne simultáneamente sagacidad e ingenuidad, corrupción y algo de idealismo, bonhomía y severidad, así como un carisma que crece a medida que se involucra en el caso. Pese a las advertencias y contra todo instinto de supervivencia, lleva adelante la investigación sobre un poderoso empresario, amigo íntimo del hijo del presidente Mubarak. 
El crimen truculento, la aproximación casual a un departamento de policía corrupto hasta la médula, la femme fatale con la que el protagonista se ve envuelto y una compleja trama que involucra a las más altas esferas del poder son todos lugares comunes del film noir. Pero esta vez se trata de un noir ambientado en un entorno que, para las audiencias occidentales, puede verse como algo diferente y hasta exótico. El director Tarik Saleh (Metropia, Tommy), nacido en Suecia pero de ascendencia egipcia, parece conocer muy bien las calles de El Cairo y su movimiento. Lo más interesante de la película radica en ese costado histórico, del que se desprende que el malestar imperante y el alzamiento popular tuvieron relación con lo que se muestra: desde la absoluta impunidad con la que se desempeña la policía (incluido el mismo protagonista) hasta otras corruptelas imperantes en casi todos los estratos de la sociedad.

Publicado en Brecha el 21/9/2018

viernes, 7 de septiembre de 2018

Mi obra maestra (Gastón Duprat, 2018)

Bastante menos que eso 


Los directores argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat han estrenado hasta el día de hoy cuatro películas: El artista, El hombre de al lado, Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo y El ciudadano ilustre. Todas son claros ejemplos de lo que ellos mismos han llamado la “comedia incómoda”: ese registro generado para provocar carcajadas, pero, al mismo tiempo, inquietud en la audiencia. Esta sensación es a menudo ocasionada por la dificultad del espectador para posicionarse ante situaciones en las que prácticamente todos los personajes tienen sus costados de embuste, ventajismo o directa pusilanimidad; son reproducidos con acierto ciertos rasgos de la idiosincrasia local, pero asimismo conflictos universales, difíciles de olvidar. El vigor narrativo y el buen ritmo son puntos altos de estas producciones. 
Esta película es la primera dirigida únicamente por Gastón Duprat, y no es de extrañar que esté enfocada una vez más en el mundillo de las artes plásticas, de los artistas fracasados y exitosos, de las modas y sus arbitrariedades, elementos siempre presentes en su obra. Otra de las figuras de la fórmula es el guionista Andrés Duprat, hermano del director, libretista de todas sus películas y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. Considerando que la anécdota se centra en el vínculo entre un artista en decadencia (Luis Brandoni) y un exitoso galerista (Guillermo Francella), su peso es otra vez significativo. 
Como no podía ser de otra forma, el libreto está repleto de ironías y sarcasmos en torno al mercado del arte, aunque sin profundizar demasiado. Hay algunos guiños para las audiencias locales, como el hecho de que los cuadros que pinta el protagonista sean en verdad los del fallecido artista Carlos Gorriarena, o que se escriba en la mano “fin”antes de su intento de suicidio, como hizo Alberto Greco antes de quitarse la vida. Pero se echa en falta algo de esa precisión sarcástica que con tanto acierto utilizaran ambos directores en el pasado; esta vez, Duprat pierde por momentos esa puntería incisiva: tanto en la escena en que hace aparición un pedante y estereotipado crítico de arte, o en aquella otra en la que tiene lugar una transa clandestina de sustancias en un estacionamiento, el director demuestra estar tocando de oído. Así como el personaje de Francella disfruta de prejuzgar y escrutar a los peatones por su porte de cara, Duprat parece haber bocetado algunas escenas desde la distancia y sin suficiente conocimiento. 
Pero si bien Mi obra maestra carece, a nivel general, de originalidad o lucidez crítica, en cambio cobra fuerza en el trazado del vínculo entre ambos protagonistas, que en definitiva son el eje del relato. La química entre Brandoni y Francella es sobresaliente, y los vaivenes de una amistad añeja, en la cual las puteadas entrecruzadas son tan numerosas como los abrazos y las sonrisas cómplices, provee al relato de momentos de auténtica emoción. 
Eso sí: es necesario evitar a toda costa el trailer promocional, ya que contiene un fragmento que adelanta la vuelta de tuerca más importante de la película. Cómo es que el realizador permitió que semejante spoiler sea difundido, es un auténtico misterio.

Publicado en Brecha el 7/9/2018

miércoles, 5 de septiembre de 2018

El cine de Studio Ghibli

Un legado magistral

Studio Ghibli es el máximo pionero de la animación mundial en las últimas décadas, y ha dejado una obra de imaginación despegada, erigida con un trabajo meticuloso y detallado, pero también con mucha devoción, amor y humanismo. 


Hablar de Studio Ghibli es referirse, fundamentalmente, a sus dos genios fundadores: Hayao Miyazaki y su amigo y mentor, el recientemente fallecido Isao Takahata. Miyazaki es un poco menor, nació en 1941 en Tokio, y Takahata en 1935, en la ciudad de Ise (cerca del centro de Japón). Ambos eran muy pequeños durante la Segunda Guerra Mundial: cuando Takahata tenía 9 años sobrevivió a un ataque aéreo, y la familia de Miyazaki, cuando él tenía 3, debió ser evacuada varias veces, por los bombardeos. Curiosamente, el dinero de la familia de Miyazaki provenía de la fabricación de elementos usados en máquinas similares a las que en ese momento bombardeaban sus ciudades aniquilando a centenares de miles, ya que su padre era el director de Miyazaki Airplane, una empresa que construía timones para aviones de combate. Es probable que esta realidad haya marcado a fuego al cineasta, siempre obsesionado con los artefactos voladores y con la potencialidad destructiva que, gracias a la tecnología, tienen los seres humanos. 
Miyazaki y Takahata se conocieron trabajando en la Toei Animation Company, una famosa productora de animación japonesa. Miyazaki había entrado con el cargo de intermediador o tweening (es decir, el encargado de dibujar los cuadros intermedios entre dos imágenes para crear la ilusión de movimiento entre ellas) y fue ganando espacios en la compañía. Llegó a tener un rol importante como animador en jefe, artista conceptual y diseñador de escenas en la película Las aventuras de Horus, príncipe del Sol (1968), dirigida por Takahata; la colaboración fue fructífera y marcaría el destino de ambos. Juntos crearon y codirigieron varios episodios de Lupin III (1971), esta vez en la compañía A Pro; emigraron luego al estudio Zuiyo Enterprise, y allí Miyazaki colaboró para hacer las míticas series Heidi (1974), Marco (1976), y Ana de las tejas verdes (1979), dirigidas por Takahata. Ya como director, Miyazaki llevó adelante las brillantes Conan, el niño del futuro (1978) y su primer largometraje: Lupin III, El castillo de Cagliostro (1979). 


DOS NUEVOS AUTORES. Desde la época de estas primeras series la animación ha evolucionado muchísimo, sobre todo en lo que refiere a sonidos y movimiento. Pero estos materiales iniciáticos ya suponen un trabajo magistral en cuanto a ritmo, diseño de personajes y al meticuloso dibujo de objetos y fondos. Además, gracias a su distribución a nivel masivo también en Occidente (varias de ellas fueron oferta televisiva hasta en Uruguay), tuvieron una gran influencia en lo que hoy se conoce como el género de “aventuras familiares”. Steven Spielberg, revolucionario del cine mainstream de los años ochenta, reconoció en reiteradas ocasiones haberse inspirado en estas producciones, y muchas de sus películas comparten un espíritu similar. 
En estas primeras obras, el vuelo demencial de algunas secuencias de acción, así como ciertos momentos de quietud poética con hermosos y amplios paisajes, fueron preámbulo de las producciones Ghibli. Quizá lo menos interesante de este tipo de producciones era cierta tendencia a hacer villanos de una sola pieza, estereotipos que, en contadas excepciones, reaparecerían en algunas de las películas del estudio como Laputa: Castillo en el cielo (1986) y Cuentos de Terramar (2006). 
Nausicaa del Valle del Viento (1985) suele considerarse erróneamente la primera de las películas producidas por el estudio, ya que fue dirigida por Miyazaki y producida por Takahata. En rigor, la realizaron junto a la compañía Topcraft, y fue lanzada antes de la inauguración oficial de Studio Ghibli. El largometraje, una historia de ciencia ficción posapocalíptica, fue la primera obra maestra de Miyazaki. Comenzaba un camino de excelencia, asentando sus bases autorales y su desatada imaginación como creador de mundos. La protagonista es una joven heroína, la única con el entendimiento y la capacidad necesarios para comprender en toda su dimensión el conflicto bélico en el que está inserta, pensando con lucidez en la problemática tensión entre los hombres y la naturaleza.
El éxito de taquilla que la película consiguió en Japón (más de un millón de entradas vendidas) fue lo que permitió que ambos animadores se independizaran, creando por fin su propio estudio. Ghibli es una palabra italiana que refiere a un viento cálido del desierto que sopla en Libia. Hace también referencia a un avión histórico italiano, el Caproni Ca.309 Ghibli. No es de extrañar que haya sido Miyazaki, con su amor por las aeronaves, el que propuso tal nombre, augurando los nuevos vientos que su propia obra anunciaba, y que cambiarían para siempre el cine de animación mundial. 
Ghibli abrió sus puertas en 1985. Comenzó a producir y a distribuir las películas dirigidas por Miyazaki y Takahata, pero también las de algunos otros animadores emergentes, jóvenes promesas que contaban con su visto bueno y, en varios casos, con la colaboración de alguno de los dos. A lo largo de 29 años de funcionamiento (el estudio cerró sus puertas durante tres años, de 2014 a 2017), Ghibli produjo 22 largometrajes, más de veinte cortos, una serie de televisión y varios comerciales. De esos 22 largometrajes, nueve fueron dirigidos por Miyazaki, cinco por Takahata, y el resto por otros directores, entre los que cabe destacar a Goro Miyazaki, hijo de Hayao y autor de la grandiosa La colina de las amapolas (2011). Otra firma importante fue la de Hiromasa Yonebayashi, director de Arrietty y el mundo de los diminutos (2010) y El recuerdo de Marnie (2014). 


CATEGORÍAS. Podríamos dividir, grosso modo, a las películas del estudio en fantásticas y realistas. La partición es bastante clara: cuando Ghibli se arroja a la fantasía, no lo hace con medias tintas. Si hay algo por lo que el estudio se destaca respecto de cualquier otra empresa de animación es por el vuelo imaginativo logrado en muchas de sus películas, en las que hechizos y transformaciones, animales mitológicos, bestias gigantes, inconcebibles máquinas voladoras, espectros, dioses y brujas se encuentran a la orden del día. Este primer subgrupo de películas “fantásticas” podría dividirse a su vez en dos más: por un lado las “minimalistas” y, por otro las “recargadas”. En la primera categoría se encuentran las historias simples, resumibles en breves sinopsis, en las que los conflictos son familiares o, a lo sumo, barriales. 
Mi vecino Totoro (1988), Kiki, entregas a domicilio (1989), Ponyo en el acantilado (2008), Arrietty y el mundo de los diminutos (2010), El cuento de la princesa Kaguya (2013) y El recuerdo de Marnie (2014) entrarían en este tipo de fantasías íntimas y minimalistas. En esta vertiente Ghibli explota con destreza su capacidad para bosquejar personajes entrañables y para reproducir pequeños detalles cotidianos, como pueden ser la comida, las tareas hogareñas, los movimientos y los gestos espontáneos. Así, acciones aparentemente intrascendentes, como cuando un niño se despierta y bosteza o se coloca una mochila, son cruciales en la construcción de su irremplazable personalidad. 
Por otro lado encontramos la vertiente más “recargada” o hard del Ghibli fantástico, en la que tramas complejas involucran a un gran espectro de caracteres, conflictos y guerras. En este subgrupo se encuentran Laputa: un castillo en el cielo (1986), Porco Rosso (1992), Pompoko (1994), La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001), El regreso del gato (2002), El castillo ambulante (2004) y Cuentos de Terramar (2006). Como en la mayoría del cine mainstream, estas películas tratan sobre personajes extraordinarios envueltos en grandes aventuras. 
En cuanto a la producción de Ghibli de corte más realista, también la podemos subdividir en historias más bien costumbristas y en dramas históricos. En la línea del costumbrismo entrarían Recuerdos del ayer (1991), Ocean Waves (1993), Susurros del corazón (1995), Mis vecinos los Yamada (1999), y La tortuga roja (2016). Salvo en esta última película, que es toda una rareza dentro del mundo Ghibli (entre otras cosas por ser la única dirigida por un director no japonés), todas las demás son dramas cotidianos centrados en la clase media japonesa, protagonizados en varios casos por adolescentes. En los dramas históricos, ese universo de detalles tan Ghibli se encuentra orientado a reconstrucciones de época, y aunque sean pocas películas son tal vez las más maduras en el cuerpo de la obra del estudio. Hablamos de materiales únicos en la historia del cine de animación: La tumba de las luciérnagas (1988), La colina de las amapolas (2011) y El viento se levanta (2013). 
Considerando estas categorías, podríamos decir que Hayao Miyazaki se ha desempeñado principalmente en el terreno de la imaginación y la fantasía, y que Takahata es más proclive a la crónica y a la descripción social. Sin embargo, cada director cuenta con dignas excepciones entre sus temas clásicos. Takahata filmó Pompoko y El cuento de la princesa Kaguya, y Miyazaki El viento se levanta, lo cual demuestra, entre otras cosas, la versatilidad de ambos directores. Si comparamos estas categorías con la producción de estudios como Pixar, Dreamworks, Laika o Aardman Animation, se notará que ninguno de estos últimos se sale, para sus largometrajes, de esa etiqueta segura del “cine familiar de fantasía”. Los fundadores de Ghibli, fieles a sí mismos, han sido capaces de abrir el espectro, tomándose la libertad de desarrollar las historias que más les interesaba contar. La tumba de las luciérnagas es considerada una de las películas más tristes de la historia, lo que implica una apuesta realmente jugada para una empresa de animación. De hecho, es raro pensar que algún estudio produzca un filme que convenga mantener alejado de los públicos infantiles.* 


ESTILO Y DEVOCIÓN. Si bien es cierto que las computadoras siempre fueron grandes aliadas para el trabajo, en Studio Ghibli existe una predilección por la animación tradicional 2D. Al respecto, Miyazaki dijo una vez, en entrevista para el sitio Fotogramas: “Las computadoras terminan adormeciendo tus neuronas (…). Sé que puede parecer extraño, pero en Ghibli el lápiz ha sido siempre nuestra forma natural de expresión, así que, en todo caso, lo difícil para nosotros es adaptarnos a lo digital”. Consultado sobre las supuestas limitaciones de la animación digital, y lo que puede ganarse apegándose al dibujo a lápiz, respondió: “En mis últimas películas, como El viaje de Chihiro o El castillo ambulante, había hecho un esfuerzo por incrementar el grado de detalle en el dibujo, pero ahora quise enfocar mis esfuerzos hacia la recreación del movimiento. Puede percibirse en el movimiento del mar y todo aquello relacionado con él. Por ejemplo, los botes de los pescadores son aparentemente muy simples, dibujados con unos pocos trazos, pero cuando los observas en movimiento te das cuenta de que participan activamente en el fluir del oleaje. ¡Todo está en perpetuo movimiento! Ahí radica el poder de la animación tradicional”. 
Otro de los puntos fuertes de estas producciones es la música del compositor Joe Hisaishi, que ha brindado su toque incomparable a los clásicos Ghibli. Hisaishi tenía muchas influencias de la música electrónica, y están muy presentes en sus primeras partituras. Sin embargo, a medida que la popularidad de Ghibli creció, el compositor hizo una transición a trabajos orquestales, manteniendo un registro melódico y minimalista. De hecho, la dupla Miyazaki-Hisaishi es una conunción tan inconfundible como la de Spielberg-John Williams, o la de Tim Burton-Danny Elfman. 

VUELOS DE TODOS COLORES. En muchas de estas impredecibles películas el “vuelo imaginativo” es tan figurativo como literal. El amor de Miyazaki por los aviones es notorio: en todas sus películas hay bellísimas escenas de vuelo en las que se genera, además del vértigo propio de las alturas, una sensación de libertad infinita. En este remontar de naves-libélulas, escobas voladoras, aviones, dirigibles, monoplanos, dragones o animales alados, el espectador viaja junto a los protagonistas y comprende, tal vez inconscientemente, las posibilidades ilimitadas de la animación para mostrarnos otras maneras de concebir el mundo. En este tipo de fragmentos la música de Hisaishi juega un papel crucial, con sus atmósferas envolventes que nos predisponen a lo mágico. En El regreso del gato, por ejemplo, la protagonista se precipita en caída libre desde gran altura, junto a otros dos personajes y en dirección al suelo terráqueo; mientras caen en picada se saben perdidos, la muerte es segura y se toman de las manos. Luego de unos segundos ella intenta calmarse, mira en dirección al sol, un destello le ilumina el rostro desde el horizonte. Al mismo tiempo, la ciudad, debajo, comienza a resplandecer repentinamente, los personajes observan y comienzan a disfrutar de la caída. Pura magia hecha cine. 


PANTEÍSMO Y HUMANISMO. La naturaleza tiene un papel primordial en las películas de Ghibli, y en reiteradas ocasiones se ha hablado del perfil “ecologista” del estudio. Lo cierto es que su universo es coherente con una visión más bien panteísta, por la cual se considera a lo natural como elemento de culto y se preconiza la comunión armónica entre el hombre y el ambiente. Estos principios, también presentes en la filosofía china del tao, son una constante en las películas de Miyazaki y Takahata. Hay también criaturas legendarias provenientes del folclore japonés: en Pompoko los personajes son tanukis, un tipo de mapaches que tienen la habilidad, con sólo desearlo, de transformarse en humanos o en otras criaturas. En Mi vecino Totoro y La princesa Mononoke se habla de espíritus del bosque, o mononokes, lo cual señala un parentesco filosófico con el shintoismo. 
Ya desde Nausicaa…, la tensión entre el ser humano y la naturaleza provoca conflictos atroces. Japón es un país que sabe de industrializaciones feroces, de contaminación y radiación, y no es de extrañar que esta temática sea recurrente en su cine. En una de las escenas más impactantes de El viaje de Chihiro, un monstruo pestilente, cubierto de lodo, entra a una casa de baños termales. Chihiro, la protagonista, logra descontaminarlo, descubriendo que se trata de un antiguo dios del río, irreconocible por la cantidad de basura que carga consigo a todas partes. 
Pero si bien la capacidad de contaminación y el destrato al medio ambiente se encuentran siempre presentes, también lo están los conflictos bélicos y el ser humano en su infatigable afán de destrucción. En este sentido, la belleza y la nostalgia por los espacios verdes presente en este cine, suele venir acompañada de un soterrado pesimismo. En muchas de estas obras (Laputa, El castillo ambulante, Mononoke, etc) se habla de guerras pasadas, de tragedias funestas que vuelven a repetirse una y otra vez, y de esa incapacidad crónica de la humanidad para enmendarse y aprender de sus propios errores.
Pero lejos de caer en un nihilismo terrorífico, prácticamente todas las películas de Ghibli desbordan humanismo, y es algo notorio al observar el enfoque a sus personajes y los vínculos que ellos van creando. Miyazaki y Takahata han sido románticos empedernidos, creyentes en la solidaridad y en cierta bondad inherente a los humanos, así como en la fuerza de la determinación. Como buenos japoneses, también han expuesto la importancia del trabajo para rehacer y reparar daños; casi sin excepción, sus protagonistas suelen entregarse con absoluta alegría y dignidad a las labores más duras –algo más bien difícil de encontrar en el cine occidental–  superando obstáculos e integrándose de esta manera al mundo adulto.
Las películas de Miyazaki están llenas de mudanzas. Pueden ser traslados corrientes en los que una familia decide instalarse, por conveniencia, en otro sitio (Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro), mudanzas donde el protagonista debe abandonar su vida pasada (El castillo ambulante), o simples mudanzas voluntarias (Kiki, entregas a domicilio). La mudanza implica un cambio en la percepción, es aventura y descubrimiento, es crecimiento individual y transformación. Miyazaki retrata como nadie los procesos de aprendizaje que culminan en autoafirmación, en descubrimiento consciente del poder del yo. Tal vez en esto radique su preferencia por personajes femeninos que se encuentran en la etapa de la pubertad, en medio de un caleidoscopio de sensaciones nuevas. 


LEGADO INSUSTITUIBLE. Ghibli sigue activo después de tres décadas de funcionamiento, y es un pilar fundamental de la historia del cine mundial. Hoy ya no hay prácticamente animador en el mundo que no le rinda culto a Miyazaki ni que le rece todas las noches. John Lasseter, director de la trilogía de Toy Story y uno de los gerentes ejecutivos de Pixar, Disney Animation y Disney Toon, ha señalado que siempre que los creativos de Pixar o Disney quedan “trancados”, o sin ideas, les hace ver películas de Miyazaki para que vuelvan a inspirarse. Series como Avatar: el último maestro aire y La leyenda de Korra; películas como Up, Brave, Un gran dinosaurio, Psiconautas, Los niños olvidados, The Breadwinner, Big Fish & Begonia y una infinidad más contienen referencias a Ghibli, y sus autores han reconocido su influencia. 
Japón es un mundo aparte y el legado continúa vivo, al punto de que, si bien Takahata falleció y Miyazaki produce cada vez menos, las siguientes generaciones de animadores continúan desarrollando el estilo originado en Ghibli, aun fuera del estudio. Autores del animé como Makoto Shinkai (Cinco centímetros por segundo, Your name) y Mamoru Hosoda (Summer Wars, Wolf Children) evidencian en cada fotograma un estilo heredado. La que quizá sea la última obra maestra de la animación japonesa, En este rincón del mundo, de Sunao Katabuchi, es un drama histórico ambientado en la Segunda Guerra Mundial, en clarísimo diálogo intertextual con el estilo de Takahata. Lejos de haber muerto, Studio Ghibli parece más vivo que nunca, y su eterno presente de originalidad y belleza recoge cada día más adeptos. 

*Increíblemente, la hermosa Mi vecino Totoro y la devastadora La tumba de las luciérnagas fueron exhibidas juntas en 1988, en funciones dobles en los cines de Japón. Esta última era apta para niños, ya que se consideraba de un importante valor “educacional”.

Publicado en Brecha el 31/9/2018