viernes, 26 de octubre de 2018

Nace una estrella (A Star Is Born, Bradley Cooper, 2018)

Talento y decadencia 


Existen incontables versiones de Nace una estrella. Quizá por tratarse de una historia universal, simple, de un clasicismo pertinaz que alterna hábilmente las fórmulas de la comedia romántica y del melodrama, es que los productores de cine han decidido relanzarla una y otra vez. Es verdad, son solamente cuatro las películas que llevan este mismo título: una de 1937 dirigida por William Wellman, con Janet Gaynor y Frederic March como protagonistas; otra de 1954, de George Cukor, con Judy Garland y James Mason; una tercera, de 1976, dirigida por Frank Pierson con Barbara Streisand y Kris Kristofferson; y ésta que se acaba de estrenar, debut en la dirección de Bradley Cooper y protagonizada por él mismo y la popstar Lady Gaga. Pero lo cierto es que la “original” de 1937 estaba inspirada en una película de 1932 que se llamó What Price Hollywood?, y las concomitancias fueron tantas que hasta hubo una demanda por plagio. Por otro lado, han existido múltiples versiones de la historia estrenadas en otros puntos del planeta, y es sabido que en India se filmaron no una sino al menos dos remakes (en ambos casos con diferentes títulos). Turquía también hizo su propia adaptación, por lo que es probable que el cine mundial esté plagado de hijas bastardas, reediciones más o menos asumidas de la misma vieja anécdota. Como sea, ya es prácticamente un “comodín” de Hollywood; todas las Nace una estrella “oficiales” fueron éxitos de taquilla, obteniendo varias nominaciones al Oscar. 
Ahora bien, esas versiones a su vez fueron cambiando con el paso del tiempo: en la primera los protagonistas no eran cantantes sino actores, y lo mismo ocurrió con la segunda, con la salvedad de que Judy Garland era una “estrella” completa, que igualmente podía actuar y cantar como los dioses; fue cuando comenzaron los números musicales. A partir de la tercera los personajes pasaron a ser directamente cantantes, por lo que puede decirse que esta última sería, más bien, remake de esa película hollywoodense del 76 y no tanto de las anteriores. 
La historia es elemental. Un músico exitoso da casualmente con una cantante de gran talento que se desempeña anónimamente en bares frente a públicos reducidos. Ambos se enamoran, y, como en los cuentos de hadas, él la saca de su entorno y de su insatisfactorio trabajo y la conduce a una vida de éxito y reconocimiento masivo. Pero conforme ella asciende en la escalera de la fama, él comienza su estrepitoso descenso. 
Es así que una historia de antaño se condimenta con una impronta moderna: tenemos a Lady Gaga (revelada como una notable actriz), un bar de travestis, drogas, bailes coreográficos, un clímax dramático durante una ceremonia de premios Grammy. Como tantos otros actores devenidos directores, el fuerte de Bradley Cooper parece estar justamente en la dirección de actores, y aquí logra una muy eficaz química y cercanía con sus personajes; hasta secundarios que aparecen solamente unos minutos tienen sus dosis de encanto y singularidad. Asimismo, logra combinar notablemente esos registros de romance y drama lacrimógeno, imprimiéndole un punch de pesimismo roquero y condensando con acierto el drama en instantes breves pero de gran impacto, sin subrayados ni excesos, otorgándole al paquete un tono trágico algo inesperado. El resultado, además de ser eficiente, compacto y lineal, tiene una frescura infrecuente. Ojalá Cooper sea capaz de mantenerla para sus próximas películas.

Publicado en Brecha el 26/10/2018

martes, 23 de octubre de 2018

Acusada (Gonzalo Tobal, 2018)

Como puma en su jaula 


Vivimos en la era de las coproducciones, y de Argentina ingresando exitosamente al mundo de los géneros cinematográficos (comedias, policiales, thrillers, terror, etcétera). En este panorama, esta película argentino-mexicana con toques de thriller y drama judicial cuadra perfectamente en esta tendencia a hacer un cine de presupuestos abultados, recurriendo a los parámetros clásicos, a actores populares y, cuándo no, a ciertas temáticas controversiales; en este caso, la viralización de videos sexuales y la manipulación mediática. 
La acción comienza dos años y medio después del torbellino. Tiempo ha pasado desde el truculento asesinato de Camila, pero Dolores (Lali Espósito), una joven que ahora tiene 21 años, sigue siendo la principal sospechosa. El caso es demasiado vidrioso, no hay pruebas concluyentes ni una clara sucesión de los hechos, y para colmo la mediatización ha llevado a que entre la opinión pública proliferen las acusaciones sin fundamento. De todos modos, la condena ya parecería estar recayendo sobre Dolores, quien se ve obligada a una reclusión domiciliaria casi absoluta y que vive con extremo nerviosismo los preparativos para sus últimas declaraciones en la corte. 
La puesta en escena es elegante, prolija, de a ratos hasta un poco ampulosa. Con ralentis, primeros planos injustificados (Lali Espósito tiene cara de nada durante todo el metraje), se impone la gravedad, la seriedad impostada, con momentos de tensión subrayados innecesariamente por una banda sonora invasiva y estridente. 
A pesar de estos puntos negativos, es de agradecer una película que nos invita a pensar, sin ofrecernos soluciones fáciles (atención, siguen spoilers). El director austríaco Michael Haneke es uno de los que han utilizado más brillantemente los parámetros del policial, planteando enigmas, misterios a resolver que mantienen al espectador en vilo con una gran incógnita. En estas películas (La cinta blanca y Caché, fundamentalmente) el enigma acaba sin resolverse, lo cual obliga a la audiencia a repensar la obra y su recorrido una y otra vez, para comprender dónde se encuentran sus verdaderos ejes temáticos. Aquí el final abierto e irresuelto no parecería conducir a reflexiones profundas como en Haneke, pero sin embargo un último simbolismo de un puma caminando por los tejados del barrio de clase media alta en la que vive el grupo familiar puede llevar a varias interpretaciones y a comprender cuál es el quid de esta película. El animal salvaje podría, por ejemplo, representar la adolescencia ingobernable y potencialmente peligrosa, en libertad pese a los esfuerzos por mantenerla controlada. Según esta interpretación, la voluntad de los progenitores de mantener a su hija protegida y aislada, de contenerla, de supervisar quién la visita, de vigilar que no consuma noticias que pudieran “desequilibrarla” emocionalmente, de intervenir en lo que dice y lo que hace, es algo que parece escapar constantemente a sus capacidades. Cuanto más fuertemente intentan asirla más se les escurre entre los dedos, algo que en general suele ocurrirles a padres excesivamente controladores.

Publicada en Brecha el 19/10/2018.

viernes, 19 de octubre de 2018

A Taxi Driver (Jang Hun, 2017)

Testigo de la masacre


El “Levantamiento de Gwang-ju”, también conocido como “Movimiento democrático de Gwang-ju” o “Masacre de Gwang-ju”, es un hecho histórico emblemático y, asimismo, una herida aún abierta para la población surcoreana. La ciudad de Gwang-ju (sexta de Corea del Sur en cantidad de población) fue uno de los bastiones de resistencia más aguerridos en el año 1980, tras el golpe de estado del General Choon Doo-hwan. La población estaba harta; el asesinato del dictador Park Chung-hee había dado paso a una serie de pujas sociales por la vuelta a la democracia, luego de 18 años de gobierno militar, pero luego de un breve gobierno transitorio se sucedió otro golpe, otra vuelta al más retrógrado de los regímenes militares. 
Luego del anuncio oficial del cierre de la Universidad de Chonman, el 18 de mayo de 1980, se iniciaron los enfrentamientos de estudiantes contra las fuerzas armadas; los militares apuñalaron y mataron a palos a varios estudiantes, y más adelante comenzarían a disparar directamente contra ellos. La ola de indignación se contagió entre la población civil y las manifestaciones se extendieron progresivamente a toda la ciudad, lo que convirtió a las calles de Gwang-ju en un verdadero campo de batalla entre civiles y militares. Tras diez días de represión las víctimas fatales eran incontables, el gobierno de facto minimizó los hechos tachándolos de un enfrentamiento con comunistas armados y afirmando que los muertos habían sido 144, pero hoy se considera que podrían haber llegado a los dos mil. 
Estos sucesos se encuentran notablemente expuestos en esta película. La historia comienza como si se tratara de una comedia liviana, y se centra en un taxista de Seúl, ex militar y ex alcohólico que malvive al volante, bien dispuesto a verbalizar sus quejas contra los universitarios que se manifiestan y cortan las calles. Ante la oportunidad de hacer dinero fácil llevando a un extranjero hasta Gwang-ju, no se lo piensa dos veces, pero el detalle que desconoce de su cliente es que se trata de un periodista televisivo alemán, y que se dirige al epicentro de la insurrección, con la intención de hacer un registro filmado de lo que allí sucede. 


Es así que la narración convierte paulatinamente a un protagonista incrédulo y funcional a las mentiras del régimen en un atónito testigo de la masacre. El actor Song Kang-ho es uno de los grandes del cine surcoreano (ha participado en varias de las mejores películas de ese país, como Memories of Murder, Sympathy for Mr Vengeance, Joint Security Area y The Host, entre tantas otras), y aquí despliega notablemente todo su carisma, recorriendo asimismo un gran espectro de registros emocionales. Su personaje atraviesa toda una evolución, descubriendo formas de brutalidad que nunca hubiese imaginado, así como una también sorprendente solidaridad imperante en la población. Durante los días de la masacre los taxistas tuvieron un rol de resistencia muy activo, participando en las movilizaciones, socorriendo heridos, incluso bloqueando con sus vehículos el paso de los soldados. 
Si bien el cine surcoreano se ha ocupado en reiteradas ocasiones de este hecho histórico, ninguna de las películas que lo habían abordado anteriormente estuvo ni remotamente cerca del taquillazo que supuso A Taxi Driver en su país (más de 12 millones de entradas vendidas), lo que supone además un gran hecho cultural, ya que se trata de un episodio que está lejos de haber sido sellado; el dictador Choon Doo-hwan se encuentra en libertad y nunca obtuvo su debido castigo, al igual que otros tantos responsables de la masacre. Esta película fue filmada cuando aún se encontraba en el poder la presidenta (hoy encarcelada) Park Geun-hye -hija del dictador Park Chung-hee-, quien durante su mandato confeccionó listas negras con los nombres de artistas opositores. Los implicados en esta película conocían los riesgos que suponía su lanzamiento, no imaginando que tendría lugar la destitución de “la princesa de hielo” (tal el apodo de la expresidenta) antes del estreno, lo cual fue, para ellos, una gran suerte. 

Publicado en Brecha el 19/10/2018

viernes, 12 de octubre de 2018

Invisible (Pablo Giorgelli, 2017)

El vacío y la indiferencia 


Pablo Giorgelli es un cineasta argentino que entró al mundo de los festivales por su puerta más grande. Cuando terminó Las acacias (2011), interceptó en La Habana a un programador de Cannes y le acercó un DVD; unos meses más tarde, su película estaba siendo proyectada en la sección “Semana de la crítica” del festival más prestigioso del mundo. Las acacias ganó allí cuatro premios, y a partir de entonces al director comenzaron a lloverle las invitaciones a otros festivales. 
Como se sabe, los tiempos para producir películas en Latinoamérica suelen ser muy dilatados, y recién seis años después pudo estrenarse este, su segundo largometraje, en el cual, sorprendentemente –considerando que se trata de un cineasta tan poco activo–, pueden reconocerse ciertos rasgos estilísticos; una impronta muy propia, distinguible y casi única en el panorama argentino. Se trata de una pulida aproximación realista, muy emparentada con la de cineastas como Robert Bresson, Abbas Kiarostami, Cristian Mungiu o los hermanos Dardenne, y que se basa en el seguimiento austero, silencioso y cercano a ciertos personajes, con planos largos y una tensión implantada desde el primer minuto. Para trasmitir con tanta eficacia el nerviosismo constante de sus cuadros, Giorgelli utiliza brillantemente a actores que se desempeñan con una expresividad minimalista mediante pequeños gestos, miradas furtivas y un sutil lenguaje corporal que dan la pauta del torrente emocional interno que los atraviesa, y que con sus escasos diálogos –que en muchos casos aparentan ser banales– acaban sugiriendo mucho más de lo que realmente dicen. 
Ely es una chica de 17 años que va al liceo por la mañana y trabaja en una veterinaria por la tarde. En su casa, la madre atraviesa una profunda depresión que la inmoviliza y aísla. Pero si el universo de Ely ya es bastante arduo de por sí, termina convulsionándose al enterarse de que está embarazada. La muchacha carece de una pareja estable y su actividad sexual con un colega del trabajo, mayor y casado, parece mecánica, repetitiva e impersonal. Cuando Ely le comunica a una doctora su voluntad de abortar, ella le responde tajante: “Sabés cómo son las cosas acá. En nuestro país el aborto está penalizado por la ley… no podemos ayudarte con esa decisión”. En una escena determinante, la protagonista se queda mirando atentamente una intervención quirúrgica en la veterinaria, comprendiendo silenciosamente que, en su mundo circundante, es mucho más fácil operar a una perra que asistir a una adolescente desesperada. 
Otra película argentina reciente, Paula, de Eugenio Carnevari, se centraba también en el embarazo adolescente, pero lo hacía acumulando desgracias, convirtiendo la narración en un tren fantasma de situaciones desafortunadas. En cambio, esta película utiliza un tono más factible y reconocible, más cercano al espectador. Invisible demuestra con esmerado realismo, sin sentimentalismos, golpes bajos ni manipulaciones discursivas, hasta qué punto la vida de una chica de clase media puede verse gravemente perjudicada por un pequeño error, y cómo una tragedia de este porte puede pasar completamente desapercibida. Exceptuando una compañera de colegio, los personajes con los que Ely se encuentra ignoran o simplemente desmerecen su situación, sin ofrecerle más apoyo que el estrictamente necesario. Ely recurre a información dudosa colgada en la web, a ventas y clínicas clandestinas, y se ve desconsoladamente sola tomando una decisión que requeriría asesoramiento profesional, diálogo, discusiones y evaluaciones pormenorizadas que, sencillamente, no acontecen en su entorno.

Publicado en Brecha el 12/10/2018

viernes, 5 de octubre de 2018

Eugenia (Martín Boulocq, 2017)

Micromachismos 


Es bueno dar con una película tan personal y original como esta. En un límpido blanco y negro y con un registro cercano al documental se relata la historia de Eugenia, una mujer joven que, tras un episodio de violencia doméstica, se separa de su marido y decide comenzar una vida nueva. Asistimos a su integración a la casa de su padre, en una pequeña ciudad de Bolivia, así como a su iniciativa para estudiar lo que le gusta, obtener un nuevo trabajo y establecer nuevos vínculos. Para hacer este recorrido la película da saltos espaciales sin explicación previa (por ejemplo, de un momento a otro la protagonista se encuentra en Italia, sin que haya algún preámbulo que lo anuncie), y tampoco existe, en un comienzo, un conflicto claro que encauce la trama en determinada dirección. De hecho, Eugenia puede resultar irritante para muchos espectadores, porque es de esas películas que aparentan ser erráticas, caóticas en su estructura; un registro casi azaroso de la vida cotidiana. Pero el espectador paciente y atento logrará darse cuenta de que las diferentes situaciones, así como el carácter de los diálogos, dejan entrever un conflicto constante, formado de sutiles escollos que enturbian el camino para una mujer que pretende realizarse y disfrutar de su libertad. 
Esta película es una esmerada producción boliviana en coproducción con Brasil, que para su realización no obtuvo ningún fondo estatal. Su rodaje se extendió por dos años; fue filmándose de a tramos esporádicos y su guion fue reescribiéndose sobre la marcha, lo cual se condice con esa impresión caótica que parece dejar. El director boliviano Martín Boulocq había rodado previamente tres películas; Lo más bonito y mis mejores años, Los viejos y Girasoles son obras de un fuerte contenido feminista que también se encuentra presente en Eugenia. 
Como suele ocurrir tras una separación, la protagonista atraviesa un gran alivio. Pero si bien parece haber dejado la violencia en su pasado, ésta no tarda en volver a imponerse de diferentes formas: cuestionamientos por parte de su familia, de gente cercana o nuevos conocidos (tanto hombres como mujeres) sobre su soltería, sobre su decisión de no tener hijos, sobre su actividad diaria. Sobrevuela una mirada social que la interpela y la juzga, que la etiqueta o directamente la tacha como una mujer “triste”, “incompleta” o “desesperada”. La paradoja está en que lo que realmente termina oprimiéndola hasta la desesperación es eso: los valores patriarcales imperantes que alejan su vida de un estado apacible. 
Pausada en los ritmos y con una evolución psicológica sutil, que no es cabalmente verbalizada sino que corre interiormente, Eugenia puede no entretener ni emocionar, pero sí hace pensar, lo cual es un valor por el que sobresale. Esta cualidad, acompañada de una notable factura a nivel técnico y estético, la convierten en una sólida propuesta de la cartelera actual.

Publicada en Brecha el 5/10/2018