viernes, 24 de noviembre de 2017

El hijo de Jean (Le fils de Jean, Phillipe Lioret, 2016)

Sobria y precisa 


Mathieu, un treintañero parisino que trabaja en una empresa de comida para mascotas, recibe una sorpresiva llamada de larga distancia. Un desconocido de Montreal le informa que su padre acaba de morir. Su madre ya le había contado, cuando adolescente, que su concepción fue fruto de una aventura pasajera, y por consiguiente que su verdadero padre existía, pero vaya uno a saber dónde. Es así que, sin comerla ni beberla, el hombre se entera ahora, de golpe, que su padre vivía en Canadá, que acaba de morir (o eso parece) dejándole un paquete a su nombre y que tiene además dos medios hermanos también adultos, a quienes conocerá por primera vez. 
A poco de comenzada la película, y ya emprendido el viaje a Montreal, la trama irá incorporando, sutilmente, ciertas claves del cine policial: el cuerpo de su padre desapareció en medio del río sin dejar rastro, su muerte parece beneficiosa para algunos, hay miradas que sugieren más de lo que los personajes dicen y algunos parecen decir verdades a medias o directamente mentiras; la película irá agregando información paulatinamente, a medida que el metraje avanza. Pero estos elementos, más que encasillarla en el género, son utilizados notablemente para darle tensión y mayor misterio al asunto. El guionista-director Philippe Lioret (un sonidista francés sesentón que ya viene dirigiendo una decena de títulos, entre ellos la multipremiada Welcome) propone un comienzo abrupto con el que se gana al espectador de inmediato, acompasa un ritmo sereno y reposado con un enigma creciente, y propone asimismo notables giros de guión. El elenco está todo muy correcto, pero sobresalen el protagonista Pierre Deladonchamps (una revelación a partir de la reciente El desconocido del lago) y el veterano canadiense Gabriel Arcand (hermano del director Denys Arcand). 
El hijo de Jean es una película lineal, clásica, tradicional: el drama de búsqueda de las raíces es prácticamente un subgénero en si mismo y aquí la historia es habitada por personajes acomodados, cercanos a los parámetros dominantes de belleza –hasta el cigarrillo es utilizado como factor estético de seducción, lo cual parecería algo propio de otros tiempos–, con un protagonista que es un ejemplo de ética, y con un final que hasta ofrece cierta sutil moraleja. Pero se trata asimismo de una obra inteligente, sobria, precisa: no le sobra ni le falta una escena, todo pareciera cerrar perfectamente, no hay excesos catárticos, artificios estridentes ni subrayados innecesarios. En definitiva, una película disfrutable y notablemente concebida.

Publicado en Brecha el 24/11/2017

viernes, 10 de noviembre de 2017

Un bello sol interior (Un beau soleil interiéur, Claire Denis, 2017)

Demasiada cháchara 


Si existiese un improbable (pero aplicable) premio a la “Mejor película de franceses neuróticos e introspectivos”, esta sería una buena candidata a llevárselo este año. Ya es prácticamente un subgénero en sí, y está claro que no existe otro país que haga un cine similar o remotamente parecido: películas donde los protagonistas se abocan a largas conversaciones repletas de dudas, vacilaciones, autoanálisis y catarsis histéricas, y se dedican a una cansina sumatoria de disputas, desengaños amorosos, reconciliaciones... 
A grandes rasgos, esta película es eso mismo: Isabelle es una artista plástica (Juliette Binoche) de unos 50 años cuyas experiencias amorosas recientes dejan mucho que desear. Algunos hombres no la convencen, otros la fascinan pero la atracción no es recíproca, otros la pretenden pero ella ignora si quieren una aventura sexual o algo más serio. Con todos estos novios, amantes, pretendientes o “exs” que se suceden mantiene diálogos en los que en cada caso ambos interlocutores se cuestionan, se interpelan, hablan sin escucharse o plantean argumentos que ni ellos mismos creen. Todo con la mayor cantidad de autoboicots, vueltas y complicaciones imaginables. Isabelle está prácticamente desesperada por dar con un amor perdurable, pero en su mundo las posibilidades de tener sexo casual con alguien son inversamente proporcionales a las de encontrar un candidato satisfactorio. 
Claire Denis (Bella tarea, Sangre caníbal) es una cineasta sumamente irregular, pero sus películas son siempre personales, tienen cierta originalidad y llaman a la reflexión. Lo más notable de esta película es que todo aquello que los personajes verbalizan no es tan importante como lo que realmente piensan, y es tarea del espectador dilucidar en cada caso ese juego de manipulaciones, frases frívolas, mentiras y verdades a medias con las que los personajes se ilusionan o desengañan. También es interesante la forma en que la autora impone elipsis con las que evita los preámbulos amorosos, así como algunas rupturas. El resultado es que las relaciones se presentan como episodios fragmentarios, interrumpidos, absurdamente fugaces; la directora utiliza el lenguaje cinematográfico para reproducir cómo la misma protagonista pareciera percibirlos en su vida. Nadie queda inalterado luego de tantos vaivenes sentimentales, pareciera decir Denis, y Binoche logra expresar con altura este doliente cúmulo de torbellinos emocionales con que carga la protagonista. 
Pero el problema es que la propia dinámica reiterativa y circular de la película se vuelve bastante monótona, y por más que la puesta en escena y el desempeño actoral sean notables (además de los secundarios Xavier Beauvois, Nicolas Duvauchelle, Paul Blain y Alex Descas aparecen brevemente Gerard Depardieu y Valeria Bruni-Tedeschi), puede acabar volviéndose irritante esa vocación tan francesa por las dudas exacerbadas y la introspección verbalizada. Cállense un poco y vivan la vida, dan ganas de decirles.

Publicado en Brecha el 10/11/2017

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Entrevista a Federico Godfrid

La convivencia como clave 


Se encuentra en cartelera “Pinamar”, laureada película argentina que sobresale por muchas razones. No sólo la adolescencia es una etapa raramente abordada en el cine, sino que en este caso la aproximación es notablemente vívida, fresca y psicológicamente refinada. En entrevista, uno de los directores más prometedores del vecino país reveló varias de las claves para alcanzar un registro sumamente particular. 

Dos muchachos viajan a un balneario de la costa argentina, a casi 350 quilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Debido al reciente fallecimiento de su madre deben concretar la venta de un departamento que heredaron, cargado de recuerdos de la infancia. Pero si bien Pinamar se encuentra plagado de gente durante la temporada, el resto del año es un sitio semidesierto, habitado por pescadores y otros trabajadores locales. En un par de días, ambos muchachos deberán convivir consigo mismos, con los amigos de la zona, pasar el rato y recapitular sobre lo sucedido. Pinamar es una película lograda con una impecable factura técnica, pero cuya principal fuerza radica en la construcción de vínculos, en los diálogos, en el notable desempeño de su joven elenco. En particular, Juan Grandinetti (hijo de Darío), brilla en su primer protagónico, construido con una mirada introspectiva, parquedad y un minimalismo gestual particularmente elocuentes. 
Luego de egresar de la Universidad de Buenos Aires (UBA) como diseñador de imagen y sonido, Godfrid se dedicó a la docencia, al cine y al teatro. Escribió y dirigió varias obras teatrales, y en 2008 logró su debut en el cine con La Tigra, Chaco, en codirección junto a Juan Sasiaín. Durante años dio clases y talleres sobre dirección de actores, tanto en la UBA como en otros institutos. Esta experiencia se ve claramente reflejada en sus diáfanas palabras, que demuestran un profundo conocimiento del medio. 

—En Pinamar tenemos dos hermanos que están viviendo un mismo duelo, pero ambos tienen una forma muy diferente de procesarlo. ¿A vos te interesaba expresar eso, particularmente? 

—Sí y no. Evidentemente por el resultado final pareciera que sí, pero en el momento trataba de que no. Incluso me hubiese gustado que no fuesen tan marcadas las diferencias. Hay un contrapunto y no me parece lo mejor. Pero fue naciendo de la construcción que se fue generando con los actores. Hubo muchas cosas que no estaban en el guión y fueron apareciendo en el rodaje: Agustín, el actor que hace de Miguel, es un pibe al que no lo frenás. Era una máquina de proponer, de generar. En la escena inicial, la del auto, era muy importante que con muy poco se pudiera dar una idea general de cómo era el vínculo entre los personajes. Entonces en el rodaje, en ese tren de no estarse quieto, Agustín sacaba el ukelele y se ponía a tocar. Yo le decía: “¡Basta con el ukelele!”, y entonces se ponía a armar un cigarrillo. Yo estaba atrás, en el auto, escondido con el video assist y le decía: “¡Pará chabón, no hagas nada!, ¿no podés no hacer nada?”, y lo intentó, pero en seguida se puso a hacer esos ruidos con la boca que quedaron en la primera escena. Cuando veo que empieza con eso, me encantó: dije este chabón está reloco, y quedó tal cual. La molestia que le genera a Pablo y que es perceptible fue la que Agustín le estaba generando en ese preciso momento. Terminé de filmar y dije, genial: ya tengo la primera escena. 


—Tengo la impresión de que ambos tienen formas diferentes de evadirse, buscan hacer cosas para no pensar, para no enfrentarse a la muerte de su madre. 

—Exacto. Eso sí estaba en el guión. Que Pablo se pusiese a arreglar cosas, a solucionar problemas, Miguel en cambio precisa salir, esparcirse, y también es una forma de no encontrarse consigo mismo. 

—Das clases de dirección de actores. Pero en esa aproximación a los actores hay muchas escuelas… ¿Cuál sería tu plan de trabajo en ese sentido? 

—Justamente, siempre traté de investigar mucho al respecto. Saco un poco de lo mejor de cada corriente. Desde exponentes del teatro que han llegado al cine como Stanislawsky y Strasberg; ciertas cosas vinculadas a la “memoria emotiva” y otras de la “imaginación absoluta” de Chéjov. También trato de trabajar con los actores en el análisis de los textos y de los diálogos, y trabajar también el hecho de que nunca sientan emocionalmente las mismas palabras que están diciendo. 

—¿Cómo es eso? 

—Me gusta que se genere una disociación. Cuando se está hablando de algo profundo, como “yo pienso en mi mamá y en la muerte, y creo que me puedo conectar con ella en el más allá”, me gusta que el personaje no lo diga desde un lugar de solemnidad, sino en un intento de levantarse a la chica. Esas disociaciones uno las hace permanentemente en la vida, y son muy interesantes de trabajar con los actores. Ahora, de todos los autores robo un poco, pero el que realmente me parece un revolucionario de la actuación cinematográfica es Cassavetes, un tipo que logró en sus películas cosas tremendamente mágicas. Te cuento algo: cursé toda la facultad viendo a Bergman, Hitchcock, Tarkovski, Fellini, etcétera. Pero me llamó la atención que en ninguna materia me habían dado Cassavetes, y yo lo descubrí después y no podía creer que me hubiesen hecho ver cincuenta veces La ventana indiscreta y que existan cincuenta libros al respecto, y que nadie se haya tomado ese trabajo con Opening Night, o con Una mujer bajo influencia. Son películas que tienen un riesgo y una búsqueda de que eso que acontece sea un hecho vivo, real, que está aconteciendo en ese momento. Yo pensaba en cosas que se dan en la facultad, como el Dogma 95, son como juegos de niños, que atrasan 30 años respecto a cosas que aparecieron mucho antes. 

—Es verdad que hay escenas muy Cassavetes… Cuando los muchachos improvisan, se interrumpen o hablan unos encima de otros… 

—Sí, y esas son luchas que tuvimos que dar y que funcionaron. Siempre los sonidistas te dicen que si los chicos hablan unos sobre otros se pisa el sonido y que se precisa que uno termine de hablar para que empiece el otro… y no, eso no es cierto, no lo necesitás. Hay que dar varias luchas, el iluminador también te dice: “Hay que poner todos estos telgopores para que el actor esté bien iluminado”. No, no los necesitás, si ponés al actor adentro de un cubo de cuatro telgopores hay algo que se termina muriendo en el rodaje. Para mí siempre la prioridad es que la cosa esté viva, y lo demás tiene que acomodarse. Es verdad, tiene que haber cierto rigor técnico, pero no puede pasar que un horario condicione, que una luz condicione. 

—Creo entender que tenés un estilo inmersivo, de vivir con los actores, y de que se vaya construyendo un vínculo a partir de la convivencia. 

—Sí. Una vez que elegí a los chicos, después de varios castings, ensayamos prácticamente todos los días en Buenos Aires. Nos juntábamos dos horas, tres horas, para hacer cualquier cosa: desde pasar la escena a charlar sobre la vida, sobre su relación con su familia, sobre lo que sería ser hermanos. Conocerse rápido. Después, en medio de eso, un mes y medio antes de filmar nos vamos a pasar cuatro días en el departamento, con el asistente de dirección, yo y los dos actores principales. Agarré mi auto y fuimos los cuatro a Pinamar. Jugamos a los bolos, a las cartas, cocinábamos algo. Íbamos a conocernos, no a ensayar las escenas, buscamos locaciones juntos. Después, ya durante la preproducción, fuimos otra vez, varios días con los chicos, conviviendo. Así se van construyendo los vínculos: primero Juan y Agustín fueron con ganas de ser hermanos y amarse, pero después de unos cuantos días empiezan las fricciones: uno que dejó el cuarto hecho un desastre y el otro se empezó a hinchar las pelotas por eso, o en el desfasaje en los horarios de irse a acostar, es que empezaron a surgir esos conflictos típicos de hermanos, y todo eso lo utilicé en favor de la película. En esos diez días intensivos trabajando, fue que apareció la película. El éxito de la escena del bosque tiene que ver con eso: ya habíamos estado ahí y los actores ya estaban en su elemento cuando se dio el rodaje real. 


—Por lo general la adolescencia o la primera adultez no son abordadas en el cine. Probablemente por el choque generacional: los directores suelen ser más grandes. Pero además está el tema de que los adolescentes son bastante difíciles de reproducir fielmente, ya que suelen ser atropellados, inquietos, hablan mucho… 

—Me encanta la adolescencia y la cámara la ama. Hay algo de esa efervescencia, de esas ganas de vivir que es tremendamente cinematográfico. 

—¿No te asusta no poder contenerlos? 

—Al revés, prefiero que desborden. Buscaría el desborde también en actores grandes, pero ahora me interesa particularmente que los personajes y los actores estén descubriendo todo: lo que los enamora, lo que los emociona. Me gusta que no hayan racionalizado tanto todo eso. El amor adolescente es mucho más fuerte en ese sentido: uno cuando es grande racionaliza para protegerse un poquito, para no sufrir tanto. 

—Se da una química muy especial entre los tres actores. Y si habrá habido química entre Juan y Violeta que terminaron siendo pareja. ¿Dónde está la clave para eso? 

—No hay forma de prepararla: está o no está. Hay que ayudar a que fluya, pero podés ver qué tipo de química se genera. Cuando hacíamos el casting había otra chica, que casi quedó y que tenía una química hermosa con Juan, pero parecían más como hermanos. Eran como compañeros, peleadores entre ellos, pero me faltaba algo esencial: sexualidad. Cuando ví a Violeta y Juan en el casting, apenas se miraron dije acá está pasando algo… Yo hago todos los castings en pareja: a mí no me interesa que el actor actúe solo, porque todo en el cine es una construcción vincular. Entonces todas mis escenas de casting son escenas vinculares, cuando Juan fue definido como la primera pieza del rompecabezas, empecé a hacer los castings con él. Si vos ves, en la película no hay cachondeo ni flirteo entre ellos, ni siquiera están muy cerca al principio, pero con las miradas se establece esa química.

Publicado en Brecha el 3/11/2017

lunes, 6 de noviembre de 2017

Thor: Ragnarok (Taika Waititi, 2017)

Insumos y sangre nueva


Parece un cambio favorable y una buena idea de los productores que tienen a su cargo las cada vez más numerosas entregas cinematográficas del universo Marvel. Decenas de fallidas películas de superhéroes parecen haber dejado su legado y sus enseñanzas, y quizá por eso se venga dando esta inflexión. Haber elegido al director de comedias neozelandés Taika Waititi (autor de la serie Flight of the Concords, así como del brillante falso documental de vampiros What We do In the Shadows) para esta nueva entrega de Thor es parte de este viraje hacia el humor más desacatado. En rigor, ya se había recurrido antes a otros directores de comedia: los hermanos Joe y Anthony Russo, después de haberse encargado de la serie Community, fueron reclutados para Capitán América, el soldado de invierno, dando ya entonces un giro interesante. Por supuesto, lo que manda es la taquilla: recientemente Guardianes de la galaxia 1 y 2 y las dos entregas de Los vengadores –todas películas con un alto contenido humorístico– recaudaron cifras multimillonarias. Incluso DC (Batman, Superman), competencia histórica de Marvel, decidió adaptarse a los cambios, dejando de lado su seriedad característica al aportarle un bienvenido humor a Mujer maravilla. Y según los avances, habrá más de eso en su próxima La Liga de la Justicia
Lo cierto es que esta Thor: Ragnarok supera en cantidad de chistes por minuto a cualquiera de sus precedentes, lo que supone además un cambio sustancial respecto de las dos entregas previas del hombre del martillo, bastante más tradicionales, solemnes y sin demasiado punch. La avalancha de chistes aquí es imparable, pero además ayuda mucho el carisma de cada uno de los personajes presentados. Fue una gran idea dar mayor espacio para la autoparodia, y en ese sentido se hizo rendir mucho más al australiano Chris Hemsworth, un gran actor comúnmente desaprovechado. Junto a él, Tom Riddleston continúa con su impagable Loki, quien supo robarse ya varias entregas de Marvel, y se les suman el siempre atractivo Hulk en sus dos facetas y, sobre todo, Jeff Goldblum como un villano genial, líder de un planeta-basural en el que tienen lugar luchas a muerte de gladiadores galácticos. Es curioso que Kate Blanchett, quien justo resultaba, a priori, más prometedora, sea de las que menos resaltan en el cuadro, interpretando a una villana de manual. 
Quizá lo menos acertado sean ciertas escenas de acción; pocos riesgos puede correr un dios inmortal como Thor, y poco importa que se enfrente a demonios feísimos o a aguerridos cadáveres, se sabe que nada de eso podrá hacerle daño. De igual manera, una escena de Hela enfrentándose en una pelea física contra un ejército resulta, paradójicamente, de lo más anodino de la película. Como para equilibrar, el enfrentamiento de Thor contra Hulk es sumamente intenso y hasta doloroso, y un escape de varios personajes a bordo de una nave espacial supone un intenso goce lúdico. Por sobre todo, Thor: Ragnarok es de esos divertimentos completos, con muchos giros, escenarios vistosos, personajes variopintos, cameos hilarantes y muchos fuegos de artificio. Ciento treinta minutos que se pasan volando e íntegramente disfrutables son un mérito nada desdeñable. 

Publicado en Brecha el 3/11/2017

viernes, 3 de noviembre de 2017

Pinamar (Federico Godfrid, 2017)

El duelo, desde adentro 


Pinamar no se parece a ningún balneario de Uruguay. Con calles asfaltadas y edificios, podría semejarse a alguna zona de Punta del Este. Pero si durante el verano la ciudad recibe más de 1,6 millones de veraneantes, durante el resto del año cuenta con una población estable de algo menos de 40 mil personas. Como se ha visto en películas uruguayas (La perrera y Flacas vacas, por ejemplo), la vida en los balnearios fuera de temporada tiene otra dinámica, otros ritmos, y un encanto sumamente particular. 
Pero para los jóvenes hermanos Pablo y Miguel la ida a Pinamar no tiene, en principio, nada de placentero. La muerte repentina de su madre en un accidente los obliga a crecer de golpe, deben esparcir sus cenizas en el mar y poner a la venta el departamento que les dejó como herencia. Pero lo que se suponía sería un trámite corto comienza a dilatarse y deberán convivir un rato más en el apartamento, en compañía de Violeta, una vecina de su edad, y su hermano pequeño. Es así que la acción tiene lugar íntegramente dentro y fuera del apartamento, en las semidesérticas calles, en la playa, en el bosque. 
Pero lejos de parecerse a una postal turística, el balneario se presenta únicamente como fondo, y en cambio el foco se encuentra en los personajes y sus procesos internos. El abordaje paciente y cuidadoso del director Federico Godfrid es un prodigio de dirección de actores, orientado a reproducir una química particular, así como microgestos únicos e irrepetibles. Godfrid, como Hong Sang-soo, como Eric Rohmer, como los hermanos Dardenne, ya ha demostrado ser un maestro del artificio a la hora de generar una ilusión de realismo extremadamente vívida, por la cual el espectador pasa a sentirse parte del cuadro, de las conversaciones entabladas entre los personajes en la pantalla. 
Si bien los tres actores principales están todos muy bien en su desempeño, es Juan Grandinetti, con su primer protagónico en el cine, quien brilla especialmente. Parco de palabras, con la mirada triste e introspectiva propia de quien atraviesa un duelo, a menudo irritado por la hiperactividad y la verborragia de su hermano Miguel y con una paciencia infinita, es un inmediato objeto para la empatía, y de ahí que lleve a la audiencia a inquietarse por sus preocupaciones, a sensibilizarse con sus penas, a alegrarse por sus dichas. 
La adolescencia suele representarse en el cine con austeridad y distancia, o con estereotipada superficialidad. Es realmente difícil encontrar en la pantalla grande un abordaje a esta etapa de la vida, o a la primera adultez, en el que se respete su abanico emocional, sus desbordes, sus inquietudes y responsabilidades; en definitiva: su humanidad. Pinamar es una película personal, necesaria, tan encantadora como alejada de los estándares, y cuenta además con un registro íntimo que prácticamente no tiene precedentes en el cine latinoamericano.

Publicado en Brecha el 3/11/2017