Explosión de cine
La octava maravilla de Quentin Tarantino parece colocarse a la altura de las expectativas de los cultores, y no son pocos los que aseguran que se trata de la mejor película que el director ha filmado hasta el momento. Tampoco faltan los detractores que la señalan como un entretenimiento pueril, vacío, o como un exabrupto de violencia gratuita. Lo cierto es que, a sus 52 años, el cineasta de Knoxville sabe incomodar a tirios y troyanos, y se impone con una película que significa una vuelta a sus bases y al mismo tiempo una importante transgresión rupturista. Las varias complicaciones de su estreno, definitivamente mal parido, ponen la frutilla a la torta a una obra desmesurada y maldita como pocas.
Ignoro si en el largo plazo será algo favorable o desfavorable para la industria y para el mismo cineasta, pero lo que sucedió es que esta película se filtró a la web casi simultáneamente a su estreno internacional en una calidad aceptable, por lo que estuvo siendo compartida por una enorme cantidad de internautas. Lo que las compañías reparten como screeners –copias previas al estreno, generalmente distribuidas para jurados, miembros de la academia y prensa– tuvieron la gracia de dar con un solidario pirata que decidió expropiar y socializar el material, obteniendo inmediatamente centenares de miles de interesados.
La película ya había ganado dos premios de la Asociación de Críticos Norteamericanos, por lo que varios de sus screeners habían pasado por unas cuantas manos. Por lo pronto, los hermanos Weinstein, productores de la compañía Miramax, pusieron el grito en el cielo, y existe una investigación en curso para dar con el corsario responsable, llevada adelante por el mismo Fbi.
Lo cierto es que por ahora la taquilla no le viene siendo demasiado favorable a la película. Si bien recaudó 16,2 millones de dólares en su primer fin de semana y se trata de una cifra nada desdeñable, desde 1997 (año del estreno de Jackie Brown) no sucedía que una película de Tarantino obtuviese una recaudación tan baja. Falta esperar y ver cómo funciona el boca a boca y si las cifras se remontan en estas semanas venideras.
Pero las cosas hace rato venían mal para Tarantino; ya a comienzos de 2014 se había filtrado a la web una primera versión de su guión, lo que le provocó un enojo mayúsculo que lo llevó a renunciar públicamente al proyecto, y al que sólo volvió convencido gracias a la insistencia de varios de sus colegas, incluido el actor Samuel L. Jackson. Luego, su decisión de estrenar la película en 70 mm (formato de mayor resolución, pero que la gran mayoría de las salas no tiene los proyectores para pasar) acotó sustancialmente sus posibilidades de estreno, pero además tuvo la mala idea de pretender proyectar su película con pocos días de diferencia respecto a la última Star Wars. Con su inmenso poderío, Disney presionó a una de las más importantes salas de cine en la que pensaba estrenarse Los ocho más odiados, y le impuso mantener Star Wars e incumplir sus contratos previos para exhibir la película de Tarantino, bajo amenaza de retirar su película de todas las salas de la cadena de cines. En consecuencia, el estreno de Los ocho más odiados debió postergarse en esa prestigiosa y determinante sala. Furioso, el director denunció la situación mediáticamente, dando a entender que la magia y el encanto con los que se identifica a Disney mal encubren la competencia desleal y el desacato recaudatorio. A fin de cuentas parece ser que uno de los peces más grandes de la industria nada más a sus anchas que los demás, en ese “libre” mercado.
Todo esto venía sumado a la amenaza de boicot por parte de la policía neoyorquina a las películas del director. Tarantino había participado en una marcha en Nueva York contra la violencia racial policial, como consecuencia de los múltiples asesinatos perpetrados por agentes policiales sobre la población negra. Consultado sobre su presencia allí, afirmó en plena manifestación: “Soy un ser humano con conciencia. Estoy aquí para decir que estoy del lado de todas las víctimas”, “si se estuviera abordando este problema, los policías asesinos estarían en la cárcel o por lo menos enfrentándose a cargos”, agregó.
Fue a partir de este gesto que los cuerpos de policía de ciudades como Nueva York, Chicago, Filadelfia y Los Ángeles hicieron un llamado a boicotear Los ocho más odiados, e incluso un oficial amenazó con estar preparando una “sorpresa” para Tarantino el día mismo del estreno de su película. Pero finalmente los estrenos en las ciudades de Los Ángeles y Nueva York ocurrieron sin incidentes y, lejos de recular, Tarantino redobló su crítica, comentando en una entrevista a la revista Entertainment Weekly: “¿Si me sentí mal porque no quisieran besarme por haber ido? Sí, un poco. Pero no tan mal como si me hubiera quedado sentado en mi sofá viendo gente siendo bajada literalmente a tiros, y luego a los responsables enfrentando un tribunal policial de pacotilla, que los acabó reubicando en trabajos de oficina”. También señaló que situaciones como la muerte del chico de 17 años Laquan McDonald no se explican con el argumento de que hay unas pocas “manzanas podridas” en el departamento, sino que se trata de un “racismo institucional” y de “encubrimientos institucionales que protegen la fuerza policial por encima de los ciudadanos”.
Pero polémicas a un lado, lo importante es que Los ocho más odiados es una película inmensamente rica que se transforma en algo nuevo a cada paso, que se presta para los análisis más contradictorios y que reúne en su interior una buena cantidad de temas, compilando asimismo una infinidad de recursos cinematográficos. En definitiva, podría verse como una extensa y pormenorizada clase sobre el lenguaje cinematográfico y sus inagotables posibilidades. A continuación analizaremos algunos de sus elementos más llamativos, pisando una buena cantidad de spoilers en el camino. Por esta razón es bueno alertar que el que no haya visto la película y quiera disfrutar de las innumerables sorpresas de su visionado, debería dejar de leer por aquí.
A LO QUE VINIMOS. Un director de cine nunca es simplemente un talento aislado que pare a capricho las películas que imaginó, sino que es, precisamente, un director; un individuo que, rodeado de gente, los mueve y coloca en determinada senda instruyéndolos sobre cierto procedimiento a seguir. Es por eso que un gran cineasta es el que sabe con quién trabajar; una eficaz selección de talentos contribuirá a un trabajo que fluya y juegue a favor de sus intereses. Una de las más importantes figuras que sorprenden en el equipo de esta película es el legendario Ennio Morricone, de 87 años, autor de bandas sonoras inolvidables como las de El bueno, el malo y el feo, La misión, Novecento, La batalla de Argelia y una infinidad más. Tarantino ya había echado mano a algunos temas del compositor para películas previas, e incluso en alguna ocasión Morricone se había manifestado en desacuerdo con cómo las había utilizado. Pero esta vez escribió directamente las partituras pensando en la película, e incluso dio aportes generales que quedaron en el resultado final, como la idea de una secuencia de caballos tirando de una carreta, en su lucha contra un camino nevado.
Soberbia, su música emerge ya desde el comienzo como el perfecto presagio de algo maléfico que se avecina; así como una tormenta de nieve pisa los talones de los personajes y se cierne sobre ellos, un aura insidiosa se augura desde esta composición trepidante, creciente, con tambores apagados que palpitan y resuenan en los páramos helados. Una escultura de Cristo crucificado, cargado de nieve, olvidada y sepultada, refuerza la idea de la ausencia de valores imperante en estas gélidas tierras de nadie.
Pero el compositor es uno de los tantos elementos que juegan por acumulación; las grandes figuras están a la orden del día y no podría hacerse una reseña completa de esta película sin nombrar al insuperable cúmulo de talentos actorales que contiene. Lo cierto es que Los ocho más odiados se sustenta fundamentalmente en un gran guión y en diálogos constantes, y por tanto el elenco es su pilar fundamental. Tarantino es también un actor y alguien que sin dudas sabe proponer desafíos a sus pares: al estar dotado el libreto de elementos de comedia y hacerse uso de un humor negro constante, su elenco juega en el arduo doble terreno de cumplir como vehículos de tensión y como comic reliefs al mismo tiempo. En primer lugar está Kurt Russell (John Ruth alias “The Hangman”) un palurdo cazarrecompensas poco interesado en otra cosa que no sea el dinero, que divierte al mismo tiempo que horroriza en su brutalidad constante. Otro fetiche de Tarantino, el gran Samuel L. Jackson es el Mayor Marquis Warren, un negro veterano de la Unión, ahora devenido cazarrecompensas y funcionario de la corte, asesino sin miramientos, y preferentemente de blancos racistas. La verdadera revelación del cuadro y un talento que de ahora en más no perderemos de vista es Walton Goggins (Chris Mannix, sureño rebelde y perfecta antítesis de Warren), quien ofrece tantos cambios de registro y dobleces como son posibles en una sola película. A un nivel más secundario, Tim Roth, Michael Madsen y Demián Bichir cumplen, ya sea para dar un toque de excentricidad (Roth, sin dudas), como presencia intimidante (Madsen), o como simple enigma (Bichir). Pero quien es una verdadera fuerza de la naturaleza y se desenvuelve como nadie es Jennifer Jason Leigh en un rol inolvidable como la sentenciada Daisy Domergue, una mujer que se impone desde su primer segundo en pantalla, y quien en su contención a medias y en su silenciosa malicia va creciendo hasta delinear un personaje único en su especie.
Es curiosa la forma en que, en este cuadro de parias realmente odiosos, la empatía del espectador va migrando continuamente hacia uno u otro, sin nunca poder detenerse en ninguno en particular. Esta economía de elementos profundamente cuestionables, dispersos en todos y cada uno de los personajes centrales, y la precisión en los matices que de algún modo los vuelven igualmente cercanos supone una apuesta sobresaliente.
LICUADORA DE GÉNEROS. Los ocho más odiados es, a primera vista, un western. La acción se ubica a pocos años de terminada la Guerra de Secesión y presenta a un puñado de hombres armados, con sus típicos sombreros tejanos, caballos y carretas. Pero si los parajes desérticos que son la constante del género se convierten en bosques helados, si se propicia una tormenta de nieve y se coloca a todos los personajes a cubierto en un espacio reducido, ese western pasa a tener muchos elementos en común con The Thing, la obra maestra de John Carpenter. Y si a esto se le agrega un montón de parias, forajidos, delincuentes de diversa calaña (algunos de ellos devenidos representantes de la ley), se aterriza entonces la película en el mundo antiheroico propio del film noir, –que ya había tenido sus ecos en los polvorientos spaghetti westerns y en los pistoleros lúmpenes de los años setenta, bajo la dirección de Sergio Leone, Sam Peckinpah y Sergio Corbucci, entre otros–.
Hasta aquí todo era ciertamente previsible, considerando los precedentes de Tarantino y sus gustos particulares. Pero los géneros siguen agolpándose y superponiéndose, dándole a esta obra una singularidad única: una trama de mentiras, sospechas, acusaciones entrecruzadas y enigmas a resolver provee las reglas del whodunit, subgénero prácticamente olvidado que supo dar infinidad de obras a partir de los años treinta para acabar muriendo casi definitivamente en los setenta. La investigación policial que presenta un crimen y un grupo de sospechosos fue revisitada hasta el hartazgo y es de allí que viene la frase común de que “el asesino es el mayordomo”. Increíblemente uno de los referentes ineludibles para esta película es Agatha Christie, y los ecos de Eran diez indiecitos, Asesinato en el Expreso Oriente y Tres ratones ciegos son palpables. Pero Tarantino no echa mano precisamente a los lugares comunes del subgénero, sino a sus principales trampas. Esto remite necesariamente a Alfred Hitchcock, quien supo filmar whodunits en los inicios de su carrera y que deja sus huellas aquí en ciertos tiempos muertos y en la información que, por momentos, el espectador tiene y los involucrados no (una cafetera al fondo del cuadro se convierte durante un breve lapso en un magistral elemento de tensión). La muerte repentina de personajes fundamentales en los que depositábamos alternativamente cierta empatía, provocándonos un desconcierto mayor y un vacío importante podrían recordar a Psicosis... bajo los efectos de un cóctel de barbitúricos y elevada a su enésima potencia.
Por supuesto que en esta licuadora se ha volcado también mucho gore: la sangre, inesperada, embarrará prontamente la contención inicial del cuadro. Es una sangre poética, desmesurada como suele serlo, en la que resuenan los ecos de despropósitos del giallo italiano y del slasher. Es por eso que se pasa en pocos minutos de bellos planos abiertos tipo La Diligencia a los peores asfixiantes exabruptos de Suspiria y Alta tensión, sin perder nunca las formas ni la coherencia estilística.
Pero la influencia decisiva, y seguramente lo que le dé un verdadero vuelo a la obra está algo más solapado: uno de los filmes favoritos de todos los tiempos de Tarantino es Rio Bravo, de Howard Hawks. Allí un grupo de personajes se recluían en un pequeño espacio y se contaban anécdotas, tocaban la guitarra, enfrentaban una amenaza con una naturalidad y un aire de familia que convertían la película en una experiencia única. Es en detalles de este tipo que Los ocho más odiados crece hasta convertirse en la categoría de obra maestra, y en donde más se sienten los ecos de los westerns de Hawks, George Stevens y Michael Mann: así como John Ruth (Kurt Russell) y Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) se odian a muerte, Ruth también cuida en un principio que ella no quede manchada con estofado, o juntos colaboran con ciertas tareas (como clavar tablones en una puerta floja, por ejemplo), estos elementos contribuyen a construir un aspecto invisible pero insoslayable: la inigualable química existente entre ambos personajes.
Y así como existen rencores enquistados, racismo, individualismo, desconsideración y una imperiosa necesidad de perforar a balazos al prójimo, también hay sutiles momentos de humanidad que nos permite acercarnos a los personajes y creer realmente en ellos: están en las infantiles carcajadas de Chris Mannix, en la ingenuidad y en la visible emoción de John Ruth al leer una carta, en el abrazo fraterno que se dan Bob (Bichir), Oswaldo Mobray (Roth) y Joe Gage (Madsen) durante los preparativos de un momento crucial, en la cautela y los intentos de conciliación de Mobray para evitar tempranos baños de sangre o en la parsimonia reflexiva de Warren, en definitiva el Hércules Poirot del grupo.
MISOGINIA. Por supuesto no han faltado ni faltarán los que desestimen la película por ser deliberada e impiadosamente violenta (lo es), y muy especialmente los que la acusen de ser una obra directamente misógina –el personaje de Jennifer Jason Leigh es baleado, vapuleado, insultado, bañado en sangre y algunas cosas más a lo largo del metraje–. Algunos críticos, como A O Scott en The New York Times hicieron hincapié en este supuesto “odio” a la mujer, reflejado en la violencia explícita hacia ella. Es comprensible el impacto que varias de estas escenas tienen sobre la audiencia, y especialmente una de las escenas finales, un despliegue de sadismo indisimulado por parte de dos de los personajes hombres. Pero esta mirada superficial por la cual se toma a la parte por el todo, que se queda en aquello que se ve y no en lo que hay por detrás, debería ser desestimada: prácticamente es lo mismo que pensar que Gustave Flaubert era misógino por haberle hecho pasar tan mal a Madame Bovary.
El personaje de Domergue es, en definitiva, el personaje mejor trabajado a lo largo de la película, esconde muchos secretos que sabemos actuarán como una bomba de tiempo y, como decíamos, se trata de una de las actuaciones más soberbias del cuadro (comparable solamente con las de Goggins y Jackson). La crítica de cine estadounidense Stephanie Zacharek reflexionaba en la revista Time sobre la indomable insubordinación del personaje: “Cuanto más es golpeada, más sonríe a carcajadas, como si el abuso incrementara la fuerza de su alma en pena. La idea puede parecer misógina, pero es de hecho su opuesto triunfante”. Hay en ese último despliegue de sadismo un subtexto realista y por ello terriblemente aterrador: respectivamente, el sureño más racista del cuadro (Mannix) y su natural antagonista (Warren) disuelven sus desavenencias y se alían para ajusticiar a la única mujer del cuadro: la misoginia es más fuerte que el racismo, y se encuentra profundamente enquistado más allá de fronteras y de épocas. Ambos personajes, Sheriff y Mayor, respectivamente, justo los representantes de la ley en este contexto de energúmenos, acaban contradiciendo en los hechos la idea enarbolada anteriormente por el personaje de Mobray acerca de la pena capital, quien la señalaba como una ejecución limpia, exenta de sadismo. Los dos hombres recostados en una cama, en jadeos post orgásmicos luego del ahorcamiento de la dama trascienden simbólicamente a mucho más que lo que algunos quisieran ver. La lectura subsiguiente de la carta de Lincoln nos remite a un paraíso idealizado, a una tolerancia heroica y a palabras grandilocuentes que suenan muy bien, pero que no dejan de ser una farsa irrisoria, de la cual el crudo cuadro presentado por Tarantino es su perfecto reverso. El irreverente revisionismo histórico del director dispara a quemarropa contra las bases mismas del Sueño Americano.
Publicado en Brecha el 8/1/2016
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