viernes, 7 de octubre de 2016

41º Festival Internacional de Toronto

Inabarcable, inasible, portentoso 

Grande, desmesuradamente grande es el “Festival de festivales”, como se llamaba originalmente el Toronto International Film Festival. Casi trescientos largometrajes y un centenar de cortos de 83 países fueron proyectados, de los cuales en total 266 fueron estrenos absolutos, casi todos ellos presentados por los directores y miembros del elenco. 

 Como en todo buen festival, la inmersión en él supone que el espectador organice bien su agenda para saber a qué cuatro o cinco películas asistirá a lo largo de la jornada, y, sobre todo, qué otras películas, conferencias, charlas o eventos de la farándula deberá sacrificar en función de ello. Pero si bien la oferta (1.200 proyecciones) es inabarcable, en rigor todo en el Tiff lo es: las colas para las películas suelen comenzar a formarse una hora antes, y a veces se extienden por cuadras. En el complejo Scotiabank, donde está la mayor cantidad de salas exclusivas para el festival, las filas suelen inundar el recinto y oleadas de gente se mueven en una u otra dirección, según esté por comenzar una función o acabe de terminar otra. Este aparente caos está sin embargo perfectamente organizado: un ejército de más de 3 mil trabajadores voluntarios abre amablemente las puertas, controla las entradas, indica el camino a los desorientados o simplemente arrea columnas de cinéfilos descarriados. Pero hay que señalar que, por inmenso que resulte el gentío que a diario se agolpa en el complejo, otras tantas multitudes se congregan simultáneamente en otras salas distantes, como en el enorme Isabel Bader Theater o la amplia sala ubicada en la Universidad Ryerson, entre una docena más. 
Un par de días antes del comienzo de la maratón, el móvil de un canal de noticias local entrevistaba a un cinéfilo británico que acababa de comprar 90 entradas, sólo para su uso personal, y a varios canadienses que se habían tomado licencia de sus trabajos para poder prestarle atención exclusiva al festival. Lo más asombroso del asunto es que no se trata de un festival popular como los que suelen frecuentarse en América Latina; las entradas no son para nada baratas: una común para un adulto cuesta 18 dólares estadounidenses, el doble de lo que sale en la misma ciudad una función de cine ordinaria. Pero las exhibiciones de gala (con alfombra roja y estrellas invitadas) salen el doble y, para colmo, algunas de estas proyecciones llevan un sobreprecio por tener una mayor demanda: así, asistir al aclamado drama Manchester by the Sea, de Kenneth Lonergan, costaba 44 dólares. Es relativamente novedoso que el festival ponga precios tan altos –aun para los sueldos canadienses–, lo que generó indignaciones varias, con sonados ecos en la prensa. 

Un poco de historia. La locura de Toronto no siempre fue tal: el festival empezó en 1976 proyectando solamente 140 películas, entre largos y cortos. Aun así, esa primera edición contaba con importantes invitados –como Akira Kurosawa– y una programación muy interesante que muchos tacharon de “arty” pero que marcaba ya una diferencia: películas de 30 países, una nutrida selección de documentales, y hasta una retrospectiva nocturna del cine de Roger Corman. 
Fiel a este estilo variado e independiente, en los ochenta el festival comenzó a obtener un prestigio creciente; figuras como Jean Luc-Godard o Martin Scorsese asistieron a presentar sus retrospectivas, y figuras del jet-set como Julie Christie, Jack Nicholson y Warren Beaty se pasearon por las alfombras rojas, atrayendo más cámaras al festival. Es que los organizadores siempre se preocuparon por ofrecer una programación de calidad, y al mismo tiempo por conseguir celebridades que aseguraran una persistente atención mediática. En 1998 la revista Variety señalaba: “El Festival de Toronto es el segundo después del de Cannes en términos de presencia de estrellas y de actividad económica”, y al año siguiente el crítico Roger Ebert declaraba que, si bien Cannes continuaba siendo el mayor, el de Toronto era el más útil y más activo. Hoy el Tiff se considera una de las antesalas a los premios Oscar (sin lugar a dudas, La La Land, la ganadora del premio del público, contará con unas cuantas nominaciones este año), y estrenar una película allí supone para muchos un verdadero privilegio. 

 
El norte del mundo. Una de las cosas que en un comienzo llamaron más la atención de este cronista fue la escasa cantidad de películas latinoamericanas programadas, apenas 13 largometrajes entre los 296 que componen la grilla. Para ningún cinéfilo de estas latitudes es una novedad que el cine latinoamericano pasa por un momento excelente, ya que viene dando propuestas increíblemente variadas y sorprendentes. Pero año tras año se ha vuelto además un corpus ineludible para cualquier festival que se precie de contemplar el mejor cine del planeta. Lo cierto es que en el Tiff sobreabunda el cine independiente estadounidense, canadiense y europeo (con muchos estrenos francamente mediocres), y otras regiones brillan por su ausencia o apenas asoman. Uruguay no presentaba ninguna película en esta edición, pero en este caso no se trata de algo cuestionable, ya que no puede decirse que este último año hubiera propuestas nacionales fuertes. 
Por supuesto, para comprender la ausencia, lo que debe considerarse en primer lugar es que los festivales suelen darle mayor prioridad a la región en la que se encuentran insertos, pero a veces molestan injusticias tales como que hubiera ocho películas israelíes en la programación y ninguna palestina, o que Latinoamérica se encontrara tan minimizada. 
Para el productor, publicista y periodista Richard Lormand lo que sucede no es tan sólo que el foco del Tiff se encuentra en otros sitios, sino que además los mismos cineastas prefieren apuntar a otros festivales, ya que si se tiene en cuenta que una película que es elegida para participar en las competencias oficiales de los grandes festivales (Berlín, Cannes, Venecia, Toronto) queda excluida de participar en la competencia oficial de los otros, los directores deben intentar sacar el mayor provecho de esta situación. Es en parte por ello que muchos cineastas latinoamericanos prefieren estrenar sus películas en San Sebastián, donde por una cuestión de idioma sus películas tendrán una mayor llegada entre el público y serán más atendidas por la prensa. Es bien cierto que los periodistas presentes en el Tiff parecen mucho más enfocados en las galas y las alfombras rojas, así como en los estrenos estadounidenses en general, que en cualquier cineasta argentino, iraní o japonés que pudiera aparecerse por allí, por importante que sea. De hecho, la prensa se agolpaba para cubrir el estreno de películas como Los siete magníficos o El proyecto Blair Witch, “tanques” que apenas una semana después estarían disponibles en cualquier sala comercial del mundo. Una última explicación para la ausencia de cine latinoamericano: el Tiff es demasiado grande y una película del Tercer Mundo corre el riesgo de pasar completamente desapercibida, sumergida en la inmensa masa de filmes. 

Diversidad y rarezas. La ciudad más poblada de Canadá es notoria por su diversidad. Y es que el 50 por ciento de los residentes son inmigrantes, y del 50 por ciento restante una buena cantidad son hijos o nietos de inmigrados. Esta variedad de culturas se ve perfectamente reflejada en la audiencia, y es algo que asimismo nutre al festival. Al estrenarse una película japonesa, buena parte de los presentes en el público son de origen japonés, y lo mismo para películas de países tan remotos como Kenia, Singapur, Tailandia o Corea del Sur, por nombrar algunos. En las sesiones de preguntas y respuestas con los directores, posteriores a las películas –por increíble que suene, la mayoría de las casi 400 películas son presentadas por sus mismos directores–, personas del público preguntan con absoluto conocimiento de causa acerca de la realidad allí presentada. Durante la atestada proyección de Death in the Gunj, película india hablada en bengalí y ambientada en los años setenta en la ciudad de McCluskieganj, un miembro del público felicitó especialmente a los realizadores por haber recreado a la perfección el barrio de su infancia, y resaltó que “la camioneta tiene uno de los faroles roto, algo típico de entonces”
En las inmediaciones del Tiff Lightbox, el edificio sede y epicentro del festival, varias calles son cerradas al tránsito durante los once días del acontecimiento, pasando temporalmente a ser peatonales. Allí la fiesta es continua: juegos (un ajedrez y un jenga gigantes), rincones para experimentar realidad virtual, música, bandas en vivo, proyecciones en la calle, tiendas de souvenirs, carritos de comida, bebidas... 
Uno de los momentos más extraños tuvo lugar cuando un grupo de fanáticos religiosos se apostó en la peatonal con carteles que rezaban “Ponte al día con Jesús, lee y presta atención a la sagrada Biblia. Cristo vendrá a juzgar y gobernar”, y “Sexo: mantenlo sagrado. Un hombre y una mujer en el lecho nupcial”. Apenas cuatro o cinco tipos se las ingeniaron para hacer bastante ruido y para increpar a todos los que pasaban advirtiéndoles que el festival era demoníaco, y que en lugar de alabar a las celebridades deberían estar alabando al señor Jesucristo. 
Pero quizá lo más desconcertante ocurrió en la fiesta de apertura. Mientras los invitados esperaban en una larga fila para entrar al lugar, detrás de las vidrieras del Tiff Lightbox aparecieron varias chicas semidesnudas que se aprestaron a bailar sensualmente –a pesar de que no había música–. Como si se tratara de la zona roja de Ámsterdam, las muchachas se contoneaban, deslizaban sus manos por su cuerpo, para sorpresa de los presentes. Fue imposible comprender cómo se relacionaba aquello con un festival de cine... Pero la promesa de sensualidad se esfumó tan pronto como se abrieron las puertas y los encargados de seguridad comenzaron a revisar minuciosamente bolsos y mochilas. Este cronista tuvo la mala idea de intentar una broma: “Voy a tener que esconder mis armas”, le dije a la pareja que esperaba detrás de mí. Como respuesta sólo obtuve una mirada reprobatoria y un “You shouldn’t joke about that, bro’”. 


A la noche, terror. Otra de las particularidades del festival es una suerte de rugido, más concretamente un “arrrr” gutural proveniente de algunos espectadores, pocos segundos antes de comenzar cada una de las películas. Como si los torontianos eligiesen justo ese momento previo a la película para convertirse en hombres-lobo. Luego de días sin comprenderlo, el significado de ese “arrrr” me fue revelado. El sonido es emitido justo en el momento en que en la pantalla puede leerse un aviso que pide amablemente a los espectadores que apaguen sus celulares o cámaras y que los guarden lejos durante la proyección. Hace unos años el comunicado era más explícito: refería sin rodeos al crimen de la piratería y a la prohibición de filmar en la sala. Curiosamente, fue uno de los programadores del festival quien impulsó lo que a estas alturas es una tradición. Fue Colin Geddes, encargado de la sección “Midnight Madness” (películas de acción, terror y fantasía), quien en 2007, y ataviado con un parche en el ojo, estimuló a los espectadores a proferir un “arrrr” cuando apareciera el anuncio, ya que ese es el sonido que supuestamente emiten los piratas cuando algo no les agrada. Al parecer el despropósito tuvo tanta adhesión que el aviso fue cambiado, eliminándose la palabra “piratería”; pero no tuvieron éxito en erradicar el grito anti-anti-piratería, que continúa escuchándose en las salas. 
El Tiff ha sido pionero en dedicar secciones nocturnas al cine bizarro, con propuestas terroríficas y extravagantes. Esas proyecciones tardías ya tienen sus ecos en los más importantes festivales del mundo, y reúnen a cuanto cinéfilo friki existe en las inmediaciones. En una de las sesiones de esta edición, un par de personas se desmayaron durante el visionado de la película de canibalismo franco-belga Raw, y una ambulancia debió acudir al cine. Esta anécdota era muy orgullosamente propagandeada por los mismos responsables de la selección cada vez que la película volvía a proyectarse, pero lo cierto es que tampoco era para tanto. Sí es cierto que la protagonista de Raw, estudiante de veterinaria, comienza a desarrollar un instinto antropófago cada vez mayor e incurre en festines poco agradables de ver, pero el cine francés de terror nos ha deparado cosas mucho más intolerables. En lo que a este cronista respecta, lo más desagradable que sucedió durante la proyección de la película fue el espectador extragrande sentado a su lado comiendo una hamburguesa acorde a su tamaño. 


Por fin, cine. Si bien películas turcas como Night of Silence o Mustang ya habían presentado el tema de los matrimonios arreglados entre adultos y niñas, la brillante Clair Obscur (Tereddüt) enfoca la problemática desde la perspectiva de una psiquiatra que recibe en su consultorio a una niña traumatizada, abusada sistemáticamente por su marido 50 años mayor. Y lo más interesante del planteo de su directora, Yesim Ustaoglu, es la revelación que la misma psiquiatra vivirá a partir de ese caso al comprender que la cultura de la violación está instalada en su más íntima cotidianidad. Conviene seguir de cerca a esta directora y, en definitiva, al cine turco todo, que cada día viene mejor. En cambio quizá la mayor decepción haya sido The Unknown Girl, de los hermanos Dardenne, una película algo dispersa en su narrativa y en la que los cineastas repiten algunas de sus fórmulas. Entrando en el terreno del film noir “social”, se plantea la historia de una joven médica que, movida por la culpa, se aboca a la investigación de un truculento homicidio. Claro que es interesante, que está notablemente actuada y filmada, pero también deja la sensación de una película algo dubitativa, realizada como por inercia. 
En el otro lado del balance, a sus 90 años Andrzej Wajda cada día filma mejor, logrando con Afterimage una de las películas más poderosas y entrañables del festival; un relato sobrio y clásico centrado en la figura de Wladyslaw Strzeminski, pintor vanguardista polaco que sobrevivió a las dos guerras mundiales pero que acabó muriendo de hambre y tuberculosis, censurado y asfixiado por el comunismo. Wajda reflota un episodio elocuente sobre la eterna necedad humana y el arte como resistencia, haciendo foco en una personalidad magnética que en ningún momento se dejó doblegar por arbitrarias abyecciones o imposiciones aberrantes. Asimismo, el inmenso cineasta surcoreano Hong Sang-soo se ganó (una vez más) el cielo con Yourself and Yours, donde cuenta la historia de una chica con problemas con el alcohol y propensa a los excesos, a erigir historias falsas sobre sí misma, y a negar rotundamente cuanta acusación recae sobre su persona. Pero como dice el refrán, por más remiendos que se necesiten siempre surge algún pretendiente, y el protagonista está completamente enamorado de ella, a pesar de corroborar una y otra vez su autodestructiva patología. 

 
Además: desde hace ya más de una década el cineasta filipino Brillante Mendoza viene siendo uno de los grandes transgresores del cine mundial; fiel a su estilo coral y realista y a su intención de echar luz sobre la más rasante decadencia y la marginalidad instaurada, propuso con Ma’ Rosa la historia de una familia de dealers sorprendida por una redada policial. A continuación, cada uno de los miembros deberá moverse por las calles de su barrio para obtener inmediatamente la suma de dinero necesaria para sobornar a la policía y así levantar los cargos, además de “soplar” los nombres de todas las demás personas involucradas en el negocio. Mendoza da cuenta, con notable acierto, de esa gran farsa que es la cruzada antidrogas propuesta por su gobierno, agregando con esta película otro sólido ejemplo a su notable filmografía. 
Pero si hablamos de grandes transgresores, Amat Escalante parece llevarse las palmas: en La región salvaje un enfermero es víctima de un horrendo crimen, del cual hay dos sospechosos: uno de ellos es su amante y cuñado, y el otro un pulpo gigante y viscoso que acostumbra tener sexo con los humanos. Pero el misterio de quién es el verdadero culpable se difumina pronto, y el foco pasa a estar en la violencia de género, en la homofobia, en la inseguridad y la desconfianza en las instituciones, y en el legado que se deja a las siguientes generaciones. Escalante, quien ya ha sabido molestar y dividir aguas con sus anteriores películas, aquí redobla su apuesta y demuestra, una vez más, que es uno los más importantes y radicales realizadores del cine mexicano actual. 
Una de las películas mejor recibidas tanto por el público como por la crítica fue la brasileña Aquarius, que viene generando un escándalo político de proporciones en su país. La lucha de una mujer sola –la inagotable Sonia Braga– contra los bloques de concreto, la transformación urbana y los poderes económicos que intentan echarla de su casa propone una notable contienda épica, acorde a lo que viene sucediendo en el país vecino. Ojalá llegue lejos, a pesar de todos los obstáculos que le están interponiendo. 
Pero la más impactante y mejor película vista en el festival fue la chilena Jesús, de Fernando Guzzoni, de la que resulta difícil hablar sin adelantar giros importantísimos de la trama. Pero baste decir que va de adolescentes fanáticos del k-pop, cultores del sexo indiscriminado, del callejeo y las drogas, de romper cosas por la calle y de emborracharse hasta perder el habla, y que de pronto se ven envueltos en el peor embrollo al que podían haber entrado jamás. Un filme sobre una generación errática y desorientada, sobre la desesperación en momentos extremos y sobre las huellas invisibles de la dictadura chilena.  
Como decíamos al principio, el Tiff es inabarcable y, como tal, grandes películas que brillaron en el festival quedan sólo en la mención: las finlandesas Little Wing y The Happiest Day in the Life of Olli Maki; la singapurense Apprentice; la superproducción rusa The Duelist; la franco-germana Frantz, de François Ozon; y la surcoreana The Age of Shadows, de Kim Jee-woon. No faltará oportunidad de que volvamos sobre ellas más adelante. 

Publicado en Brecha el 7/10/2016

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