viernes, 3 de noviembre de 2017

Pinamar (Federico Godfrid, 2017)

El duelo, desde adentro 


Pinamar no se parece a ningún balneario de Uruguay. Con calles asfaltadas y edificios, podría semejarse a alguna zona de Punta del Este. Pero si durante el verano la ciudad recibe más de 1,6 millones de veraneantes, durante el resto del año cuenta con una población estable de algo menos de 40 mil personas. Como se ha visto en películas uruguayas (La perrera y Flacas vacas, por ejemplo), la vida en los balnearios fuera de temporada tiene otra dinámica, otros ritmos, y un encanto sumamente particular. 
Pero para los jóvenes hermanos Pablo y Miguel la ida a Pinamar no tiene, en principio, nada de placentero. La muerte repentina de su madre en un accidente los obliga a crecer de golpe, deben esparcir sus cenizas en el mar y poner a la venta el departamento que les dejó como herencia. Pero lo que se suponía sería un trámite corto comienza a dilatarse y deberán convivir un rato más en el apartamento, en compañía de Violeta, una vecina de su edad, y su hermano pequeño. Es así que la acción tiene lugar íntegramente dentro y fuera del apartamento, en las semidesérticas calles, en la playa, en el bosque. 
Pero lejos de parecerse a una postal turística, el balneario se presenta únicamente como fondo, y en cambio el foco se encuentra en los personajes y sus procesos internos. El abordaje paciente y cuidadoso del director Federico Godfrid es un prodigio de dirección de actores, orientado a reproducir una química particular, así como microgestos únicos e irrepetibles. Godfrid, como Hong Sang-soo, como Eric Rohmer, como los hermanos Dardenne, ya ha demostrado ser un maestro del artificio a la hora de generar una ilusión de realismo extremadamente vívida, por la cual el espectador pasa a sentirse parte del cuadro, de las conversaciones entabladas entre los personajes en la pantalla. 
Si bien los tres actores principales están todos muy bien en su desempeño, es Juan Grandinetti, con su primer protagónico en el cine, quien brilla especialmente. Parco de palabras, con la mirada triste e introspectiva propia de quien atraviesa un duelo, a menudo irritado por la hiperactividad y la verborragia de su hermano Miguel y con una paciencia infinita, es un inmediato objeto para la empatía, y de ahí que lleve a la audiencia a inquietarse por sus preocupaciones, a sensibilizarse con sus penas, a alegrarse por sus dichas. 
La adolescencia suele representarse en el cine con austeridad y distancia, o con estereotipada superficialidad. Es realmente difícil encontrar en la pantalla grande un abordaje a esta etapa de la vida, o a la primera adultez, en el que se respete su abanico emocional, sus desbordes, sus inquietudes y responsabilidades; en definitiva: su humanidad. Pinamar es una película personal, necesaria, tan encantadora como alejada de los estándares, y cuenta además con un registro íntimo que prácticamente no tiene precedentes en el cine latinoamericano.

Publicado en Brecha el 3/11/2017

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