miércoles, 20 de noviembre de 2019

Leto (Kirill Serebrennikov, 2018)

Vagos y contestatarios


Hay algo profundamente enigmático en las primeras escenas de esta película. Una banda punk interpreta su canción ante un auditorio semi-rígido, con jóvenes que, si bien se nota en sus expresiones y en sus rostros que aprueban y disfrutan de la música, permanecen sentados, como apuntalados a sus butacas. Nos encontramos ante un mundo anacrónico: se trata del Leningrado de la URSS y de los primeros ochenta, y mientras en otros países las bandas de punk destruían escenarios enteros, con un público enfervorizado que se atropellaba y volaba por los aires, aquí la rigidez y las estrictas prohibiciones derivaron en un submundo en las antípodas.  Así, en los toques los asistentes no podían pararse, llevar pancartas o gritar, e incluso se les prohibía moverse al compás de la música. 

Basada en las memorias de Natacha Naumenko, la película hace uso de un esmerado y elegante blanco y negro para centrarse en un grupo de jóvenes rockeros fuertemente influenciados por bandas como The Velvet Underground, T-Rex, David Bowie, Talking Heads, Lou Reed, Iggy Pop, Sex Pistols y Blondie, y en el nacimiento de Kino, uno de los grupos más importantes de la escena soviética de comienzo de los ochenta. Su líder Viktor Tsoy murió a los veintiocho años en un accidente de tránsito, y aquí es presentado una década antes, cuando entró en contacto con su ídolo Maik Vassilievitch, cuya banda Zoopark ya gozaba de cierto prestigio local. Sorprendido por el talento de Víctor, Maik decide apadrinarlo, con el daño colateral de la casi irrefrenable atracción entre Víctor y Natacha, su novia, lo que complica el vínculo convirtiéndolo en un triángulo amoroso. 


En medio de la narración tienen lugar maravillosos videoclips de temas como “Psycho Killer”, “Perfect Day” y “The Passenger” en los que los personajes desafían con irreverencia a las autoridades, en increíbles y bellísimos planos secuencia que se superponen con animaciones anárquicas y estética de comic. Una suerte de narrador fantasma nos recuerda que nada de lo presentado en estos fragmentos ocurrió realmente: “esto nunca sucedió ni sucederá” reza alguno de los carteles que exhibe a cámara. Así, la película no se queda solamente en una recreación de época, sino que logra transmitir esa rebeldía reprimida, el deseo por aquello que quiso hacerse y no fue posible. Los músicos deben conformarse con tocar en vivo ante un público inmóvil, con que cada estrofa de sus canciones sea analizada y juzgada por un comité de arbitraje, con que la calidad de sus grabaciones esté muy lejos de lo aceptable. 

Pero si bien la película exhibe un mundo juvenil fuertemente determinado por los controles estatales, asimismo se evitan los extremos, y se ve incluso la forma en que los artistas, haciendo uso de la diplomacia, se las ingeniaban para conectar con el ser humano detrás del burócrata censor, sorteando así algunas de las prohibiciones. La prueba de ello es justamente la existencia de Kino, banda que supo catalizar y reflejar un sentimiento de descontento por parte de una juventud que clamaba por expresarse con libertad y sin el peso de una supervisión constante. “Soy un vago” insistía Maik desde el estribillo de uno de sus temas, al interior de un régimen en que la productividad y el trabajo eran vistos prácticamente como una base fundacional.

A pocas semanas de estrenada esta película, el guionista y director ruso Kirill Serebrennikov (Traición, El discípulo) fue arrestado por las autoridades rusas, acusado de un supuesto fraude financiero y sentenciado a arresto domiciliario. Pero varias figuras de la escena cultural rusa e internacional han protestado ampliamente por lo que señalan es un arresto arbitrario y una forma de censura a un creador provocador y vanguardista. Serebrennikov fue liberado luego de veinte meses de reclusión bajo fianza, pero el caso aún se dirime en tribunales y el director podría ser sentenciado a una condena mucho mayor. 

Publicado en Brecha el 20/11/2019

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