lunes, 13 de junio de 2022

El Joven Ahmed (Le Jeune Ahmed, Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne, 2019).

Radical y chapucero


Los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne dejaron demasiado alto el listón luego de una seguidilla de obras brutales, como El niño, El silencio de Lorna, El chico de la bicicleta y Dos días, una noche –estas dos últimas, de lo mejor que ha dado el cine en la década pasada–. Es prácticamente una trampa letal para cualquier cineasta, condenada su obra posterior a ser comparada con tamaño pico de calidad en su filmografía. Y cierto es que, si esperamos algo a ese nivel, tanto su anterior película, La chica desconocida, como esta, El joven Ahmed, salen perdiendo. Y esto no quiere decir que sean películas malas o poco atendibles: hasta una película «menor» de ambos maestros vale la pena y es muy superior a la oferta media de nuestras carteleras de cine. 
Se extrañaba su estilo tan realista y peculiar, ese abordaje semejante –solo en apariencia– al documental, de ritmo reposado, pero de cámara nerviosa, que sigue de cerca a sus cuestionables protagonistas y los acompaña sin juzgarlos, siempre con un cuidado y una atención especiales. En este caso, los cineastas se involucran en otra temática difícil y acuciante: el fundamentalismo islámico y su temible influjo en los adolescentes musulmanes. Sin mediar explicación alguna, el protagonista, de 13 años, se ve arrojado a una febril cruzada, abocado a ajusticiar sin piedad a los infieles o apóstatas que escapan a los estrictos lineamientos de lo que es considerado verdadera fe. Según su radical perspectiva, su profesora traiciona la forma sagrada de enseñar la lengua árabe –o sea, impartir su estudio a través del Corán– con enseñanzas impías del idioma, a través de canciones y otros métodos modernos. Solo por eso ella merecería un castigo divino, y el joven Ahmed se ve dispuesto a impartírselo, cuchillo en mano. 

Son notables la naturalidad con la que los cineastas belgas recrean la cotidianeidad de Ahmed y los mecanismos por los cuales logran dilatar el suspenso durante todo el metraje. Aquí juega un gran papel el actor Idir Ben Addi, en un desempeño particularmente físico y de gestos mínimos, en el que condensa una testarudez y una obstinación acuciantes, pero, a su vez, todas las inseguridades, dudas y pudores propias de cualquier muchacho que transita su camino a la adultez. Esta dualidad es la que permite que el espectador compruebe que, en definitiva, se trata de un chico como cualquier otro, y pueda empatizar con él temiendo, al mismo tiempo, por su accionar. Es asimismo una sobresaliente marca autoral la forma impiadosa con la que los directores omiten mediante elipsis las transiciones hacia las secuencias más crudas, acelerando la acción de manera precipitada hasta llegar a las situaciones más alarmantes. 

Quizá el mayor problema de la película esté sobre el desenlace –siguen spoilers–, en el que los directores guionistas, siempre celebrados por su sutileza y por sus situaciones naturalistas, cometen el que con seguridad sea el mayor deus ex machina de su carrera, imponiendo un accidente que disuelve –casi mágicamente– el temido conflicto y que, asimismo, parece propinarle cierto aleccionamiento moral al protagonista. Hace poco más de una década, la comedia británica Four Lions se abocaba a una burla descontracturada a un grupo de terroristas islámicos, presentándolos como infradotados, siempre arrojados a iniciativas chapuceras. Y lo cierto es que no, ni los terroristas son incompetentes ni acontecen accidentes –oportunos y milagrosos– para frustrar a tiempo sus más pavorosos planes.

Publicado en Brecha el 12/5/2022

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