Encontrarse a sí mismo
Liso acaba de salir de un psiquiátrico. Las razones por las que estuvo allí se ignoran, y nunca podrán saberse por completo, sólo intuirse. El registro en que está filmada esta película apunta a esto: a no dar nada por cierto, a sugerir, a transmitir un clima. Pero no se trata de una atmósfera de esas que envuelven desde el primer minuto, sino que se va construyendo paulatinamente, a medida que comprendemos las razones por las que ese universo que comienza a habitar el protagonista, la casa de sus padres, es un micromundo opresivo, asfixiante. El estilo del brillante director de teatro (primero) y cineasta (en segundo lugar) bonaerense Santiago Loza es aquí cálido e intimista, pero no por ello condescendiente.
Desde un comienzo parecería que Liso tiene todas las comodidades a las que podría aspirar: apenas sale de su confinamiento sus padres le regalan una moto, se traslada junto a ellos a una residencia con un gran jardín y piscina, no le falta dinero y hasta tiene el visto bueno de sus progenitores para continuar su vida como le apetezca. Pero Liso tiene sobre sus hombros la ardua responsabilidad de encauzar su existencia, y lo vemos visitando a su abuela y cuidándola con especial atención, aprendiendo labores de una empleada doméstica de origen boliviano, intentando reconciliarse con una ex, intentando tejer nuevos vínculos. Sin embargo el protagonista no parece pasarla bien, y sus desordenes psíquicos amenazan con desbordar, otra vez.
Los elementos para comprender su desequilibrio no están expuestos con alevosía sino que son desplegados sutilmente, de forma que el espectador deba obrar activamente para atar los cabos dispersos en la narración. De a poco pueden llegar entenderse las razones por las que, a pesar de que los padres del protagonista son sumamente atentos, parecerían contribuir a su enfermedad psíquica. La madre, en escenas que parecen bordear lo incestuoso, busca contenerlo como si fuera un bebé, prodigándole cariños físicos casi sin tapujos; en otra escena vemos como bosqueja el rostro de su hijo cuando era un niño pequeño, como una forma de perpetuarlo en la infancia. El padre no es más beneficioso: le aconseja que se acueste con alguien, le da dinero para salir, le dice que busque trabajo, busca imponerle un camino hacia la integración social. En un intento de hacerlo descargar su ira lo lleva a prácticas de tiro, en un ejercicio que, más bien, parecería catártico para sí mismo y sus propias frustraciones.
Muestras de una ayuda infructuosa o directamente contraproducente, ambos padres ejemplifican actitudes humanas que suelen tomarse a la hora de asistir al prójimo en situaciones adversas. Ni la contención ni el condicionamiento social forzado son vías válidas, parecería decir Loza, y propone una tercera opción para la salvación, que surge a través de la muchacha boliviana: instruir, dar a conocer, facilitar las herramientas para que el individuo se sienta útil. La ironía final de hallar “la paz” en la ciudad de La Paz subraya hasta qué punto las creencias y el sentido común de la burguesía occidental bienpensante pueden estar completamente erradas. La Paz es una película para ver y pensar varias veces, y otra de las tantas muestras de la grandeza del cine argentino reciente.
Publicado en Brecha el 8/11/2013
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